Si el presente era promisorio con relación a un pasado turbulento como el de los recesivos años transcurridos entre 1998 y 2002, lo que importaba era la reversión del ciclo asociado a una imagen de no retorno y ascendente progreso. El sentido común imperante rezaba que la asignatura pendiente para eliminar la pobreza llegaría finalmente, no en vano del 57% de población bajo la línea de la pobreza se había reducido al 24% y el 21,5% de desempleados había disminuido al 7,8%. Era solo cuestión de tiempo para cumplir el sueño de eliminar ambos flagelos sociales. En el plano político, la normalidad se manifestaba como renovación presidencial en diciembre del 2007, con continuidad de los principales ejes en el gobierno y buena parte del gabinete de ministros. Cristina Fernández era la continuidad de Néstor Kirchner y no se dudaba de una proyección similar, con el ejercicio del Poder Ejecutivo de “una u otro” por varios periodos constitucionales.
El kirchnerismo expresaba la nueva cara de la hegemonía política en la Argentina. El imaginario era entonces de normalidad económica y política, lo que hacía realidad la propuesta realizada el 25/5/03 por el Presidente electo para “reconstruir el capitalismo nacional”, traducido como un orden socioeconómico “serio” o “normal”. Los piquetes, asambleas y cacerolazos propios de un tiempo de protesta, organización y movilización, daban lugar al retorno de las negociaciones colectivas de los contratos de trabajo y a la conciliación de clases en un renovado “Consejo del salario mínimo, el empleo y la productividad”. Todo indicaba que se pasaba de la lucha de calles a la concertación mediada por las corporaciones. Claro que subsistían los límites institucionales y la tradición del sindicato único, aún con la renovación gremial expresada en nueva organicidad de trabajadores y empresarios. En el centro de escena brillaba el acuerdo político entre el gobierno, los industriales de la UIA y los sindicalistas de la CGT. A ellos asociados aparecían otra franja de beneficiarios del modelo de producción y exportación que se inauguró con la devaluación de Duhalde y el respiro por el no pago parcial del endeudamiento logrado entre 2002 y 2005 por Rodríguez Saá. Estas dos últimas medidas son causa originaria directa del ciclo de crecimiento posterior.
Sin embargo, la normalidad se afectó con el conflicto surgido por el lado menos esperado, el campo. Producto de grandes cambios operados, tecnológicos, productivos y económicos, especialmente en los años 90´, la liberalización del sector agropecuario había transformado el perfil productivo local desde la diversidad productiva a la hegemonía de la soja transgénica. Alcanzaron pocos 15 años para entronizar el predominio de la soja sobre producciones tradicionales en emblemáticas zonas (algodón en el Chaco, p.e.) y para colonizar tierras destinadas al ganado y otros cultivos. Esos cambios materiales sustentaron nuevas culturas sociales y de clase, con sus respectivas manifestaciones de riqueza y pobreza. Como en todo tiempo de “progreso” lo visible era la expansión de la construcción y la renovación del parque automotor y de maquinaria agrícola derivado del boom de precios internacionales y de la extensión de la frontera de la soja. Era escamoteado el problema de la agricultura familiar y comunitaria, tanto como de los pequeños productores insubordinados a la nueva lógica de la producción de soja. El fenómeno aparecía como un problema a resolver con los frutos de una distribución secundaria derivada del progreso sustancial de la producción hegemónica. La lógica política se estremeció cuando el gobierno intentó apropiar renta con argumentos cambiantes entre marzo y julio, ya que terminó proponiendo una utilización no explicitada al comienzo. El destino final de los eventuales recursos apareció más por la presión social que por convicción originaria. La realidad es que los propietarios no quisieron resignar ganancias y el gobierno erosionó buena parte del consenso político logrado hacia fines del verano.
*Nuevo ciclo*
Un ciclo político estaba llegando a su final y habilitó un reordenamiento de la política, a derecha e izquierda. Aunque el kirchnerismo lograba normalizar el PJ y atraer al mismo a Roberto Lavagna, ex Ministro de Economía de Duhalde y Kirchner, el conflicto agrario reavivó la sempiterna interna del peronismo para desarmar el orden en construcción y hacer emerger nuevas apetencias de poder político. Puesta en funcionamiento la lógica política de grupos peronistas desplazados, emergió la disidencia parlamentaria que arrastró a la división en el Poder Ejecutivo, reanimando la posibilidad rediviva del raquítico radicalismo. El vicepresidente Julio Cobos, desoyendo el mandato presidencial con su voto negativo, encendió las esperanzas de otro proyecto político para la normalización capitalista de un ciclo de ascendentes ganancias para la clase dominante. Por primera vez en mucho tiempo se ganaba la calle, arrastrando a pequeños productores y parte de las capas medias urbanas con un conflicto que suponía beneficios extraordinarios para la clase dominante. El gobierno perdía consenso entre sectores que lo habían votado recientemente y perdía voluntades de grupos políticos al interior del peronismo y de otros no peronistas que habían protagonizado la expectativa de una construcción más allá del peronismo.
El escenario había cambiado, aunque debe reconocerse que nuevos aliados conquistó en ese proceso, especialmente entre un grupo importante de intelectuales. El desorden de la política incluyó a la izquierda que se posicionó en variadas formas en el conflicto, con y contra el gobierno; con y contra sectores del campo; incluso aquellos que pretendieron quedar afuera de una u otra parcialidad. Fue un dilema que atravesó a organizaciones sociales como la CTA y a los partidos políticos del espectro de izquierda. Algunos imaginaron una nueva base social para la derecha política y azuzaron el temor con argumentos de una derechización de la sociedad, en el sentido que sugerían las movilizaciones que indujeron cambios regresivos en la legislación penal y el nuevo gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. La realidad es que retornaba la crisis de la política y volvía efímera la apariencia de normalización social del ciclo posterior a la crisis del 2001. Se presenta así la apertura de un nuevo ciclo político con dilemas a dirimir en el corto y mediano plazo.
Entre las clases dominantes se habilita un debate sobre las personas y proyectos para liderar un nuevo tiempo. Son varios los anotados para representar ese arco político y social. Los poderosos usufructuaron las mieles de las ganancias derivadas de la reaccionaria reestructuración iniciada bajo el terror de Estado y consolidada en la década del noventa. La liberalización económica modificó la estructura económica y social con claros beneficiarios en la dominación del capital transnacional, hoy con dominio monopólico en el sector primario, secundario y terciario. La visión es que la quietud en las calles favorece un nuevo tiempo para el relanzamiento del proyecto de máxima, especialmente en tiempos de crisis de la economía mundial. El discurso y la práctica del poder mundial se orientan a una recuperación del papel de los Estados para reanimar la propuesta de liberalización de los mercados a costa del conjunto de la sociedad. Entre las clases subalternas el dilema se define entre la acumulación en alianza con el mantenimiento de un proyecto que discute las políticas neoliberales hegemónicas en el pasado reciente y escasa capacidad para revertir los cambios estructurales; o, por ejemplo, en un proyecto autónomo surgido de un extenso debate en el sentido propuesto por la constituyente social recientemente reunida en Jujuy por 700 organizaciones liderada por la CTA. Es un debate que atraviesa a propuestas sociales y políticas que pretenden inscribir al país en el rumbo de cambios que sugiere la región latinoamericana y caribeña. Es un dilema entre orientar el decurso histórico del país en la perspectiva neodesarrollista emergente en Brasil y en el bloque hegemónico del MERCOSUR; o en el camino que propone la alianza cubana-venezolana en la integración que define la Alternativa Bolivariana para las Américas, ALBA. Todos esos enfoques coinciden desde UNASUR aunque desde diferentes perspectivas de desarrollo.
Por lo tanto, lo que está en discusión es que ambas perspectivas regionales articulan el proyecto UNASUR e intentan, con diferente convicción, no quedar subordinados al diseño político dictado desde Washington, más allá de algunas expectativas que genera el recambio presidencial en EEUU. Del mismo modo, en el ámbito local la opción dilemática divide organizaciones y movimientos en una disputa que se presenta como crisis terminal. Es cierto que regional y localmente es una disputa de proyectos, pero también merece incorporar la reflexión sobre la dinámica y densidad social necesaria para resolver uno u otro de los rumbos del dilema. Allí se definen las razones que hoy apasionan el debate entre los hegemónicos y los subalternos y también al interior de cada uno de ellos. El dilema de la política, como siempre, se define con participación social.
Buenos Aires, 15 de diciembre de 2008
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