En esa mirada “republicana” la hegemonía del Frente para la Victoria en los doce años de gobierno de Néstor y Cristina Kirchner fue un molesto interludio, cuyas consecuencias hay que erradicar de un modo completo y definitivo.
Para la mirada conservadora, “bipartidismo” no significa cualquier sistema basado en el predominio de dos partidos o coaliciones, sino uno tal que garantice que ambas fuerzas puedan alternarse en el poder sin que se produzcan modificaciones fundamentales en la relación benévola de las instituciones estatales con el gran capital. Podrá haber discrepancia en ritmos y modalidades de la política económica y otras acciones sustanciales, se admiten disidencias más fuertes en cuestiones institucionales y culturales sin directa vinculación con las relaciones de producción. Pero los grandes ejes de la relación con la gran empresa deben contar con el acuerdo de ambas fuerzas, comprometidas con la “seguridad jurídica” y el “buen clima de negocios”. A partir de allí se insiste en la indispensable existencia de “políticas de Estado”, denominación que se asigna a grandes líneas de acción que los dos polos del bipartidismo se comprometen de modo explícito a no modificar en ningún aspecto sustantivo cuando les toque el turno de gobernar.
Ambos partidos deben converger hacia el “centro”.
Les hace falta un peronismo “moderado”, “republicano”, “renovado”, adjetivos todos ellos destinados a delinear un polo partidario que renuncie, en lo posible para siempre, a adoptar rumbos de acción que puedan perturbar el alineamiento del poder político con el poder económico. En ese esquema ideal, el Partdo Justicialista y la alianza Cambiemos podrán tener bases electorales diferentes, mantener relaciones de diverso carácter con sindicatos, centrales empresarias y movimientos sociales, perfiles diversos de sus principales candidatos; pero compartirán un “núcleo de coincidencias” de consistencia pétrea, que se presentará como un pacto refundacional. El alineamiento estrecho con Estados Unidos y otras grandes potencias en materia de política exterior, una política económica que ponga a la “libertad de mercado” en un rol fundamental, renunciando de antemano a cualesquiera restricciones o regulaciones severas a las grandes empresas, la conjunta comunión en una concepción de “democracia” que la identifique de modo absoluto con la disputa electoral por los cargos y una modalidad de las libertades públicas que garanticen la libertad de organización y expresión de los “republicanos” y las restrinja en lo posible a quiénes se decide dejar fuera de esa calificación.
La construcción de un peronismo “razonable”, preocupado por la gobernabilidad y de trato amable con un gobierno identificado con la gran empresa ha tenido avances en estos últimos dos años, con gobernadores y legisladores justicialistas dispuestos a dar apoyo incluso a propuestas de manifiesto contenido antipopular, como la reciente reforma previsional. Sin embargo, subsisten importantes dificultades.
Un problema fundamental que tiene el conglomerado de fuerzas que se nuclea en torno a la defensa del “republicanismo” es que no queda claro qué estructura y conjunto de dirigentes ocupará el lugar de un peronismo “renovado” en el sentido que ellos desean. Inoportunas derrotas electorales de gobernadores como Juan Manuel Urtubey, Juan Schiaretti y Gustavo Bordet, han signado el retroceso en la formación de una “Liga de Gobernadores” que algunos estrategas visualizaban como columna vertebral del nuevo peronismo. Fluctuaciones de sectores como el Frente Renovador entre el ejercicio de la “oposición de Su Majestad” y posturas más críticas, como las exhibidas en torno a la reforma previsional, alimentan la indefinición. Un factor también muy importante es la supervivencia electoral y en estructuras organizadas que le responden, de Cristina Fernández de Kirchner. Esa persistencia puede ser un negocio electoral para el oficialismo en el corto plazo, por la facilidad de polarizar, pero constituye un obstáculo en cuanto sostén de la idea de una coalición combativa, que rechaza abiertamente su inclusión en el bipartidismo deseado.
La tarea de construcción del “enemigo interno” a la que el gobierno y sus aliados intelectuales y mediáticos se han dedicado con ahínco en los últimos meses tiene también su lugar en esta puja. El kirchnerismo y las fuerzas de izquierda son progresivamente identificadas como “antidemocráticos” y “violentos” que hay que aislar y combatir, en función de que no son asimilables a una “educada” competencia por los puestos de gobierno.
El establishment se está jugando la posibilidad de consolidar un sistema político sin riesgos ni imprevistos, con contiendas electorales en las que compiten millonarios o aspirantes a serlo, y gestiones de gobierno en las que la generación de oportunidades de negocios para los grandes conglomerados del capital constituyan un objetivo tan primordial como compartido, incluso por los “opositores”.
No sabemos si tal modelo se consolidará. Lo que debería estar claro es que ese intento de cerrazón del sistema político hacia los intereses, la voluntad y los modos de expresión de las clases subalternas necesita ser contrarrestado. La gran pregunta es quiénes y cómo se enfrentarán al conformismo bipartidario en ciernes, con propuestas que superen el marco de la subordinación indiscutida al gran capital. Sin duda en nuestra sociedad existe un vasto campo social, cultural y político que no se subsume en la aceptación sin más del orden social capitalista, la cultura del consumo de masas y el conformismo, la neutralización de los impulsos rebeldes, la sociedad patriarcal. Que busca y construye formas de organización y acción cuestionadoras y combativas, en muchos casos desde la década de los 90. Ha demostrado una vez más su capacidad de movilización y su decisión de lucha en las grandes manifestaciones que jalonaron el año 2017.
Lo que no se ha producido hasta ahora es una articulación política duradera que proyecte al primer plano de la política esas valiosas construcciones.
El Partido Obrero y el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) han logrado construir fuerzas con inserción en sectores combativos del movimiento obrero, el estudiantado y los movimientos territoriales, y una presencia electoral nada desdeñable, a través del FIT. Pero parecen tener su “techo” en ese nivel de organización e influencia. No amplían su alianza a otros sectores, ni ponen en cuestión cierto paradigma revolucionario que hoy podría estar superado. Hoy ocupan el lugar de fuerzas claramente situadas en el rechazo a cualquier perspectiva “bipartidista”, y a su carga de sometimiento al poder del gran capital. Pero con eso no alcanza.
Decenas de organizaciones, centenares de miles de militantes, se encuentran hoy arraigados en las organizaciones antiburocráticas en el campo sindical, en la llamada economía popular, en la lucha por la conquista del techo y la tierra, en el movimiento estudiantil contestatario, y un gran etcétera. Pero tal potencial no se proyecta todavía en el plano político, en construir una identidad conjunta, apuntar en una dirección convergente. Cada instancia electoral se convierte en un momento de perplejidad, de alianzas apresuradas, adhesiones sin contrapartida o silenciosa abstención. Tal cosa no debería seguir ocurriendo si se pretende dar la batalla social, política y cultural contra la hegemonía existente.
Se trata de impedir que la propuesta de las clases dominantes, sus intelectuales orgánicos y los medios masivos se fortalezca, y eso sólo se logrará sólo si una alternativa popular con vocación de masas y voluntad y capacidad de permanencia se logra configurar.