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Libro: La quiebra del capitalismo global

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Ramón Fernández Durán

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Prólogo de Raúl Zibechi

La sonrisa de Ramón

Era un primer piso al que se llegaba por una escalera de madera que crujía con las pisadas, en un edificio antiguo escasamente iluminado. Al traspasar la puerta, enorme, pesada, se llegaba en una sala amplia ocupada por una mesa rodeada de sillas, tan austeras como el entorno. Pese a la penumbra se distinguían dos docenas de personas con gestos adustos, casi hoscos, como si estuvieran ante algo definitivo y demasiado grave. Éramos militantes de la Comisión Anti OTAN, a comienzos de la años ochenta en un Madrid aún marcado por la resistencia antifranquista que desembalsó sus energías en el movimiento contra la guerra agrupando decenas de colectivos de base desperdigados en múltiples barrios.

Allí conocí a Ramón, además de decenas, cientos de compañeros y compañeras con los que trabajamos cinco o seis años, de los más plenos y enriquecedores de mi vida militante. Cuando se formó la Comisión Anti OTAN hacía poco más de cuatro años que vivía en España, luego de dejar el Uruguay de la dictadura y tras pasar un año en Buenos Aires, hasta que el régimen de Rafael Videla forzó la diáspora.

La sonrisa de Ramón iluminaba aquellas penumbras posfranquistas y tenía la virtud, casi mágica, de alegrarnos a quienes aún creíamos que la militancia debía ser algo serio que sólo admitía gestos adustos. Era una sonrisa especial. Comenzaba con pequeñas risitas entrecortadas, tímidas, como pidiendo permiso, para desbocarse luego en carcajada luminosa. La sonrisa es el mejor retrato de Ramón, un hombre amable y afable, cortés y generoso. Para quienes proveníamos de organizaciones clandestinas y en ese momento integrábamos un partido de raíz maoísta, el carácter mundano de Ramón resultaba incómodo, profano, casi superficial. Pero nos permitía intuir toda la carga de dogmatismo que arrastraba nuestra seriedad.

Además de su sonrisa, de su alegría sin más, sin causa ni motivo, Ramón esgrimía un “don de gentes”, una calidez humana tan extraña que parecía de otro mundo. Era un placer estar a su lado, ya sea en los bares donde mezclábamos cervezas y vinos con argumentos políticos, en reuniones, marchas o en cualquier actividad. Para mi sorpresa, se podía ser un militante firme y contumaz sin recaer en actitudes sectarias y en dogmas. Es que Ramón llevaba la militancia con una naturalidad y alegría que convertían las tareas más grises en goce y disfrute colectivos. Pasaron aún años antes de que comprendiera el arte de Ramón, ese don, porque de eso se trata, de vivir de tal manera “que no hagan callo las cosas ni el alma ni en el cuerpo”, como escribiera León Felipe.

Perteneció a la primera camada de militantes ecologistas. Leía, estudiaba y escribía. Recién conocí sus trabajos cuando nos reencontramos en Madrid, luego de casi dos décadas, en 2007, cuando tenía 60 años y padecía una enfermedad que llevaba con la misma naturalidad y alegría con que encaraba la vida. Sus libros y escritos van directo al grano, explican de modo sencillo cuestiones que para otros requieren argumentos extensos y complejos, lo que revela su capacidad de comprender y explicar y, sobre todo, su vocación de escribir para quienes necesitan entender.

Para quienes en América Latina no conocen el trabajo de Ramón, además de éste libro puedo recomendar La explosión del desorden. La metrópoli como espacio de la crisis global (1993), El tsunami urbanizador español y mundial (2006) y El crepúsculo de la era trágica del petróleo (2008). En todos ellos hay una crítica radical al sistema capitalista, no sólo desde un punto de vista económico sino una crítica integral, que abarca desde la vida cotidiana hasta los grandes proyectos de dominación. Que yo sepa, Ramón nunca tuvo recaídas economistas, quizá por su mirada ecologista, y siempre buscó integrar diversos saberes, no sólo los especializados sino los saberes del abajo con los que se sentía tan cómodo y consustanciado. Sus trabajos rezuman el mismo optimismo que trasmitía su persona en cuanto al triunfo de las causas nobles. En este punto, hay que decir que Ramón aderezaba su inveterado optimismo con suculentas dosis de rigurosidad teórica, abundantes datos y lúcidos análisis.

En la década de 1990, mientras en este continente resistíamos el neoliberalismo salvaje, Ramón inspiró movimientos contra la globalización, las políticas del FMI y del Banco Mundial, contra la guerra y la Europa de las multinacionales. Nunca militó en partido alguno, era un enamorado de los movimientos sociales y del trabajo de base, pero no era un lírico: era ese tipo de militante que no esquivaba las tareas desagradables como la limpieza del local luego de una reunión. Por eso digo coherencia, el principal rasgo de su rica personalidad.

Pocas personas como Ramón hicieron tanto para poner en pie un movimiento como el de los indignados, que ganaba las calles en el mismo momento en que murió quien fuera uno de sus más notables inspiradores. Este enorme movimiento recoge las mejores experiencias de las tres últimas décadas, desde la Comisión Anti OTAN hasta los “laboratorios” que se abrieron paso en la década dominada por el derechista Partido Popular en barrios como Lavapiés, en Madrid. Ese es, justamente, el recorrido militante, intelectual y vital de Ramón Fernández Durán.

En el momento de recordarlo resuenan los versos desnudos de León Felipe. Una y otra vez. Quiero entenderlo como un homenaje a la forma como decidió irse. A comienzos de este año tomó la decisión de no someterse a los largos tratamientos (y sufrimientos) de la medicina mercantil e hipertecnologizada y optó por una muerte digna. Escribió una larga carta de despedida donde anunciaba que no habría funeral pero sí una gran fiesta en un hermoso lugar. Su despedida fue un poema colectivo, intenso, conmovedor, como fue su vida. Quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, lo amamos, y lo seguiremos haciendo a través de sus escritos, con sonrisas, como nos enseñó, con humana reciprocidad, como vivió.

Raúl Zibechi
Montevideo, julio de 2011


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