DE LA RUPTURA DE IDENTIDADES A LOS NUEVOS CAMINOS EMANCIPATORIOS

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Daniel Campione

La burguesía actual propende a una “reforma intelectual y moral”, en términos de Gramsci, que tiende a extirpar de los actos e incluso del pensamiento, todo el saber obrero y popular acumulado en un siglo y medio de combates sociales y de construcciones intelectuales que los acompañaron, incluida en primer lugar la
reflexión de tradición marxista.

Esa reforma se complementaría con un debilitamiento de la identidad de los miembros de la clase trabajadora y el reemplazo de toda idea de emancipación colectiva por una engañosa redención individual o a lo sumo de pequeño grupo. Esa salvación consistiría básicamente en la esperanza de abandonar la condición de trabajador. No ya para abordar el sueño muy difícil de integrarse en la clase dominante, sino para “independizarse” mediante el abandono de la relación salarial.

Ese abandono puede ser real, al convertirse en pequeño (o pequeñísimo) empresario; o ilusorio, al disimular o mediatizar la relación salarial.

El gran capital va contra la tradición obrera y socialista en todas sus dimensiones. Busca ahogar desde la perspectiva de las reivindicaciones económicas motorizadas por los sindicatos, hasta la proyección orientada a la emancipación de la clase obrera y con ella del conjunto de la sociedad.

El objetivo de máxima a esos efectos es borrar de las conciencias la propia condición de trabajador, la autopercepción como vendedor de fuerza de trabajo a cambio de un salario que le permite reproducir las condiciones de vida y de trabajo del propio trabajador y su familia.

Quien deja de percibirse como asalariado mal puede comprender el mecanismo de explotación contenido en la expropiación del plusvalor por parte del capitalista, ni el de alienación que tiene su punto de partida en el sometimiento del ritmo y condiciones de trabajo a los dictados del capital.

La idea es que el productor de bienes o prestador de servicios debe “salir al mercado” para bonificarse de ese gran mecanismo equilibrador que premiará su laboriosidad, su inteligencia, su habilidad, o cualquier otra virtud o valor que pueda atribuirse al individuo, nunca al colectivo.

El capital quiere trabajadores que no tengan siquiera el nivel más básico de solidaridad económico-corporativa con sus compañeros más cercanos de trabajo. Procuran un trabajador que se encuentre a solas frente a la empresa, que sería a su vez el trampolín para su ilusoria pero deseada transformación en “empresario”.

Nada lo une a sus “competidores” que comparten su trabajo y podrían dificultar u obturar sus posibilidades de convertirse en “independiente”. Si adopta ese ideal, el trabajador ya no confía en mejorar en su condición de asalariado, sino quiere “emprender”, alejarse rápido de su situación de empleado en relación de dependencia.

Su pasaporte de “emprendedor” puede variar mucho en calidad y estabilidad, incluso ser miserable. Pero, en una lógica perversa, el mismo sistema social que no le proporciona un trabajo estable o hace penoso el que consigue, lo inducirá a percibir un “mundo de oportunidades” abiertas a su laboriosidad e iniciativa.

Tal vez el “emprendedor” termine pedaleando sin descanso en medio de un tránsito infernal y con pesados bolsos a su espalda, como vemos hoy a millares de jóvenes privados de sus más básicos derechos, en aras de la sofisticación digital y de un espejismo de libertad que encubre apenas la esclavitud real.

En otros casos se intentará conducirlo a la creencia de que no es un empleado sino un “socio” de la empresa; en ocasiones llevándolo a un plano más formal, otorgándole algún tipo de participación en las ganancias y otras de un modo imaginario, estimulándolo a identificarse con la patronal, a “ponerse la camiseta” de la empresa y, como consecuencia, a privilegiar una relación amigable con sus empleadores, en detrimento de los vínculos con sus compañeros de trabajo, asuman o no estos formas organizadas.

Aún en el interior del ámbito colectivo de trabajo se puede inducir la dilución de la condición laboral, a través de la idea de que cada trabajador o grupo de trabajadores es “proveedor” de algunos sectores o grupos, y “cliente” de otros, dentro mismo de la unidad productiva.

La gran empresa y la dirigencia política, intelectual y comunicacional ligada a ella, tiene como objetivo que los miembros de la clase obrera y otros sectores oprimidos y explotados se identifiquen sobre todo como individuos, productores y consumidores aislados. Esos individuos serían “libres” de las limitaciones a su iniciativa individual implicadas en la adscripción a una organización, sea sindical, cultural o política. Y más aún, ajenos a las restricciones más fuertes que impondría su participación en cualquier forma de acción colectiva. Un trabajador así “formateado” debiera elegir su “libertad de trabajo” en circunstancias de huelgas u otros conflictos.

Otra faceta del extrañamiento con la condición de trabajador radica en visualizarse como propietario. Puede ser de su vivienda, de un auto, pero también de un electrodoméstico o un celular. El objetivo es que aprecie sus posesiones por encima de todo, así sean ínfimas, y genere el consecuente rechazo hacia cualquiera que pueda amenazarlas de algún modo, sobre todo por medio de la violencia, lo que lleva a la demanda de “seguridad”.

Pero también verá como amenaza a los beneficiario de alguna forma de “apropiación injusta” de los recursos estatales que él sustenta con sus impuestos. Así puede construirse un enemigo que abarcará al marginal volcado al delito violento, pero también al receptor de planes sociales, al que divisa como viviendo a costillas suyas y de todos los que “trabajan” (noción que, en este caso, puede incluir a los empresarios.

La protección de “lo suyo” (dinero, bienes, familia), por escaso que sea, primaría frente a cualquier perspectiva de bienestar colectivo. Portador de una mirada centrada en el esfuerzo personal verá como innecesario e injusto que se asista a desocupados, pobres, o a cualquiera que no haya sabido ganar el sustento con su esfuerzo.

Escribimos “sabido” y no “podido”, porque allí radica un componente necesario de esa conformación ideológica. El que no trabaja o haciéndolo no gana lo suficiente es visto como víctima de su propia incapacidad o pereza. Las condiciones sociales
adversas se esfuman como causa del infortunio.

En el día a día los hábitos de consumo serán tanto o más gravitantes que el goce de los bienes. Desde un viaje así sea breve y a lugares cercanos, hasta la compra de golosinas o cigarrillos “de calidad” se tornan en costumbres percibidas como valiosas, sin cuestionarse nunca en qué proporción responden a la acción embrutecedora de la publicidad y el marketing.

Todo esto cuenta con extensas complicidades sindicales, de una dirigencia que pretende preservar su poder, aún a costa de ser cómplice de reformas destructivas impulsadas desde la gran empresa. Su dependencia crónica de las empresas y del Estado, la aversión a la movilización de las bases, la práctica de la negociación permanente que rehuye el conflicto, todo contribuye a la aceptación de la erosión de la identidad obrera. Son en esos casos los líderes sindicales los que procuran disuadir a las bases de decisiones conflictivas, los que negocian la autonomía y condiciones de trabajo de sus supuestos representados; en el mejor de los casos a cambio de compensaciones salariales pasajeras.

La exacerbación individualista produce resultados funestos en el terreno político. La defensa egoísta de la propia persona puede llevar incluso a la violencia contra el prójimo o a la justificación de la misma. El compañero de trabajo, el vecino del barrio, el colega de profesión o de gremio, puede ser visto como el causante de los males a superar, el chivo expiatorio. Las clases dominantes, conocedoras de ese mecanismo, expandirán la idea de la “meritocracia” y la igualdad de oportunidades, que disimulan o niegan las desigualdades abismales de recursos económicos, sociales y culturales que expresan las contradicciones antagónicas entre explotadores y explotados, beneficiarios y víctimas de la alienación.

Todo apunta a una noción reaccionaria del “orden”, ligada a sus intereses como consumidor, propietario, y sobre todo como hombre o mujer que lo ha conseguido todo mediante su capacidad y empeño. No quiere compartir con nadie el goce de lo obtenido y es contrario a que se destinen recursos a quienes supone no son portadores de las aptitudes que él sí posee. Al mismo tiempo está deseoso de despejar todo lo que pueda perturbar su supuesta tranquilidad. Por eso apoyará las iniciativas del poder político para “limpiar las calles” de cualquier forma de protesta explícita o implícita contra el estado de cosas existente.

La xenofobia tiene también articulación con la percepción ultraindividualista. Si el inmigrante puede conseguir trabajo, será rechazado como competencia desleal que amenaza el empleo del trabajador local. Y si no tiene posibilidades de acceder a un empleo satisfactorio también sufrirá rechazo, al vérselo como potencial delincuente.

Se legitima el orden socioeconómico existente, todas y todos deben trabajar para ganar el sustento, salvo el que puede obtenerlo mediante el usufructo de sus propiedades y riquezas. No hay ningún camino de inserción económica valiosa que el propio trabajo, con excepción de la pertenencia a una familia privilegiada que facilite los beneficios de una importante herencia.

El individualista extremo odiará a la corrupción que se apodera de los impuestos que paga. En la valoración negativa dará preferencia a los desvíos directos producidos por funcionarios, mientras que las trapacerías de los capitalistas se disculparán en parte como apartamientos ocasionales de la “legítima” búsqueda de ganancias.

LA DEFENSA DEL CAMINO EMANCIPATORIO

Si la lógica que venimos describiendo logra predominar, quedarían arrasadas no sólo la tradición revolucionaria en la línea de Marx, sino la reformista, expresada sobre todo en las socialdemocracias del siglo XX, parcialmente reemplazadas en el siglo XXI por la noción comodín del “populismo”, el gran adversario construido en reemplazo del “comunismo” como enemigo a destruir en beneficio de la libertad y la democracia, medidas con los parámetros excluyentes de la “libertad de mercado”.

Ninguno de los componentes de la reforma intelectual y moral que hemos reseñado deja de ser una maniobra ocultadora de la sustancia destructiva y deshumanizante del sistema capitalista.

La depredación de la naturaleza empeora día a día, el saqueo de los bienes comunes se incrementa, las desigualdades se acentúan (el 1% de la población mundial se apropia del 80% de los recursos).

Las relaciones de explotación se modifican en modos que combinan el refinamiento que permite la alta tecnología con la brutalidad instalada por la búsqueda desembozada de la maximización de la ganancia.

No hay lugar hoy para lograr “emancipaciones” parciales, del tipo de las ofrecidas por los Estados de Bienestar. Todas ellas se revelan temporarias y reversibles. La posibilidad de ascenso social desde el lugar de trabajador asalariado a un status al menos de pequeña burguesía próspera se vuelve cada vez más arduo y azaroso.

Contra lo predicado por la ideología del triunfo en la competencia universal de acuerdo a las leyes del mercado, los ricos son cada vez más ricos, y los trabajadores quedan cada vez más apartados de la supuesta “carrera abierta al talento”.

La necesidad de un movimiento socialista de vocación revolucionaria e internacionalista es hoy más fuerte, si cabe, que en los tiempos en que Marx fundó la Asociación Internacional de Trabajadores.

Una de las principales dificultades para hacerlo realidad está en el terreno de la subjetividad. La conciencia social está todavía marcada por grandes derrotas, las consecuencias de la disolución de la URSS y del “socialismo real” siguen teniendo vigencia.

Incluso más atrás en el tiempo, el mundo continúa bajo los efectos del apotegma de Margaret Thatcher, “no hay alternativa”, expandiendo la creencia de que el capitalismo podrá ser mejor o peor, pero no hay otra forma de organización social, salvo en el terreno de las utopías, sean éstas ingenuas o “totalitarias”. Otra frase thatcheriana que ha hecho fortuna es aquélla de “la sociedad no existe, sólo los individuos”. La consigna del Manifiesto, “proletarios del mundo uníos” trata de ser reemplazada por “proletarios del mundo separaos, aún en el interior de la misma fábrica o del mismo barrio.”

Ir al reencuentro de los ideales socialistas y hacerlos tomar contacto con millones y millones de trabajadores es tarea ardua, pero no inalcanzable. La injusticia del sistema es cada vez más clara, por debajo de la cobertura que le presta su amplia red de sustentos intelectuales y comunicacionales.

El capitalismo acentúa sus contradicciones en el terreno económico, y también en el político. La aspiración a un empleo estable y seguro, está en caída libre, mientras los empresarios tratan de hacer de necesidad virtud.

La desigualdad se incrementa y el interés de las grandes corporaciones se impone de manera prepotente. La fantasía del libre mercado cruje frente a la monopolización u oligopolización reciente de vastos sectores de la economía.

Luego de promover durante largas décadas la democracia representativa como el sistema de gobierno apto para cualquier tiempo y latitud el gran capital está destruyéndola al convertir la idea de “soberanía del pueblo” en un cuento inverosímil.

El propio sistema político engendra personajes como Donald Trump o Jair Bolsonaro, vivas imágenes de la brutalidad creciente del orden social.

Hoy es urgente la recuperación de la “Tesis XI”, en su plena dimensión de comprender el mundo para transformarlo. Esa voluntad de transformación basada en el conocimiento requiere la búsqueda de nuevas articulaciones que cuestionen al sistema capitalista desde todos los ángulos posibles, el de la explotación y alienación de los trabajadores, el consumismo desenfrenado, el desastre ecológico, la pervivencia del orden patriarcal, la violencia creciente en la vida cotidiana.

El desafío es compatibilizar y potencializar los múltiples motivos de descontento, las diversas formas de protesta, hacer que las luchas parciales se visualicen como una impugnación general al predominio del capital.

La multiplicidad de líneas de tensión con el dominio del capital no anula, al contrario, la centralidad de la lucha de clases. Los intelectuales del capital tratan de demostrar que las clases ya no existen, o las reducen a distintos niveles de ingresos o categorías profesionales. El trabajo asalariado, sin embargo, está allí. Y sobre todo está viva la lucha de clases, expresada en las acciones de las clases subalternas que intentan poner límites al dominio del capital.

La gran deficiencia viene de que no se logra superar una modalidad de resistencia, y no toma aún carnadura real e inmediata una perspectiva de contraofensiva, que aproveche las múltiples fisuras del predominio del gran capital para reconstruir una proyección de alternativa radical.

Esa radicalidad tiene que apuntar a la totalidad del orden social, proyectándose sobre el plano económico, político y cultural. Las reivindicaciones de una sociedad sin explotadores ni explotados, sin un un estado represor al servicio de los poderosos, de un orden de efectiva democracia e igualdad que reemplace las pantomimas al servicio del capital, todas siguen estando disponibles y se conjugan con otras nuevas, o percibidas con fuerza y centralidad renovada.

La apuesta a un mundo socialista y comunista puede y debe volver a ser la bandera de los trabajadores, de los pobres, de las mujeres, de los marginados por cualquier razón, de los asqueados por múltiples motivos de un orden social injusto.

Las ideas de Marx siguen iluminando el camino hacia un mundo signado por la igualdad y la justicia.


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