Daniel Campione.
La burguesía argentina parece lanzada a una política que no admite la menor concesión, que no se dispone a prestar el mínimo acuerdo con medidas gubernamentales que puedan significar una limitación a sus ganancias o al libre ejercicio de su derecho de propiedad, aún en el caso en que esos condicionamientos sean casi simbólicos. Valgan dos ejemplos recientes: El gobierno declaró hace un tiempo los servicios básicos de comunicaciones (telefonía celular, Internet, tv por cable) como servicio público y restringió, no suprimió, los aumentos de precios. El reducido núcleo de empresas del sector decidió ignorarlo y fijó un aumento mucho mayor. Algo similar ocurre con el “aporte extraordinario y solidario” que afecta a fortunas personales importantes (las empresas como tales no tributan). Tras dedicarle feroces críticas en nombre de que afectaría la producción y, por supuesto, la propiedad privada, desde cuando todavía no era siquiera un proyecto legislativo, ahora, con la ley respectiva aprobada y en trance de pagar, se lanzan a una batalla comunicacional y judicial para trabar la aplicación. Las organizaciones corporativas que representan al capital más concentrado, como AEA o el Foro de Convergencia Empresaria se colocan a la cabeza de estos reclamos.
¡Ni un tanto así! parece la consigna a la que, sin proclamarlo, se ajustan. No están dispuestos a someterse a ninguna regulación, rechazan cualquier disciplina tributaria y repudian cualquier política que quiera apartarse siquiera un poco del servicio a sus intereses inmediatos.
Mientras tanto el gobierno pone todo su empeño en dar un trato amable al gran capital y no vacila en asumir el costo político de un retroceso cuando se encuentra frente a resistencias empresarias que no había calculado. Prohibió la importación de maíz, ante las protestas de los productores rurales pasó a fijar un cupo, siguieron los reclamos y abandonó toda restricción. La ley de teletrabajo, con aspectos positivos, fue en parte distorsionada por una reglamentación diseñada a impulso de las patronales. El propósito de retrotraer aumentos en el precio de la carne terminó en un acuerdo tan restringido que sólo afecta al 3% del consumo. En el caso de la medicina prepaga, dispuso un aumento, lo anuló de inmediato, y ante la reacción de las grandes empresas de ese negocio (la salud no es más que eso para ellos), volvió a habilitar un incremento, si bien menor que el dispuesto inicialmente. Podrían agregarse otros ejemplos. La línea marcada por el abandono del proyecto de expropiación de Vicentín parece prolongarse por tiempo indefinido y con claudicaciones cada vez mayores.
La política del gobierno frente a las clases populares es bien distinta. El deterioro del nivel de ingresos de la mayoría de la población toma mayor profundidad, mientras las medidas para frenar la inflación afectan más a las paritarias que a los precios. La decisión de terminar con el IFE y disminuir el “costo” de otros programas sociales, incluidas en el presupuesto 2021, no ha sido revertida, mientras el nivel de pobreza trepa a más del 40% y a más del 50% si se mide entre los menores de edad. Más allá de las cifras, basta recorrer las calles y ver el creciente aumento del cartoneo, la venta ambulante, la mendicidad abierta o disimulada, las familias enteras en situación de calle, para darse cuenta que el deterioro de la situación social bordea la catástrofe. La despareja reactivación de algunos sectores de la economía está muy lejos de compensar o siquiera aminorar las pérdidas sufridas a lo largo de 2020.
Las circunstancias de la pandemia y los sufrimientos y las contradicciones que produce, están en pleno despliegue. Nuestro país se encuentra entre los más afectados de América Latina, región que a la vez se halla entre las más impactadas a escala mundial. El gran capital, como siempre, trata de descargar las consecuencias sobre las clases explotadas y, de ser posible, aprovechar la situación para hacer crecer sus ganancias.
Atravesamos un momento que puede marchar hacia una agudización de la lucha de clases. Un combate como el que sostuvieron los aceiteros marca la diferencia entre dirigencias a las que ni siquiera se las puede llamar conciliadoras, porque juegan para las patronales, y las que mantienen la independencia de clase y una firme voluntad de lucha. Más allá de las especiales circunstancias que confirieron margen a los aceiteros para llegar al triunfo, el camino clasista y combativo es indispensable para, en estas difíciles circunstancias, revertir o al menos mitigar el deterioro de las condiciones de vida y de trabajo. Una de las aristas necesarias es la amplia solidaridad con aquellos sectores con menor nivel de organización y consecuentes falencias en su capacidad de lucha. La creciente masa de los pobres de toda pobreza necesita del más amplio acompañamiento para incrementar la fuerza y capacidad de resistencia de sus organizaciones.
De las clases dominantes no se puede esperar absolutamente nada. Ningún discurso de la ética o de la “responsabilidad social” los hará desistir de su programa de máxima: El ajuste salvaje apuntalado en lo que llaman las “reformas estructurales”, laboral, previsional,tributaria, del estado, todas exclusivamente orientadas por el servicio de sus intereses. Hay que salir a dar el debate contra la superstición absurda que tratan de imponer, que ellos son los que “producen” y los que “dan trabajo” y por lo tanto toda la vida social depende de sus ganancias y lo que tengan a bien invertir de sus descomunales beneficios. Son las trabajadores y trabajadores les que generan la riqueza y sufren la explotación. Ellos necesitan de alternativas, en la lucha social y en la construcción política, que se planteen la realización de transformaciones profundas, y no la generación de ilusiones de “endulzar” el dominio del gran capital.