La actitud de votar por fuerzas políticas y candidatos de los que no se tiene la mejor opinión, no por convicción sino por temor del triunfo de otras que juzgamos aún peores, puede llevar a descalabros difíciles de enmendar.
Corría el año 1989. El que escribe estas líneas rondaba los 30 años. Se realizaban comicios presidenciales, en medio de una situación de crisis económica, con una aceleración del nivel de precios que ya bordeaba la hiperinflación. El Plan Primavera, sucesor del Plan Austral, no daba más de sí. Los llamados “capitanes de la industria”, núcleo de conglomerados empresarios que había pactado con el gobierno, ya se alejaban de los acuerdos alcanzados.
El Fondo Monetario Internacional también le quitaba sustento a las políticas gubernamentales, luego de haber acorralado a esa gestión con continuas y exigentes demandas sobre el rumbo de la economía y el pago de la asfixiante deuda externa.
Las luchas populares iban en aumento, expresadas sobre todo por los frecuentes paros generales y otras medidas de protesta en las que predominaba el papel del movimiento obrero.
A ese cuadro se agregaba que el sostén institucional del gobierno de Raúl Alfonsín se hallaba debilitado, al haber quedado en minoría parlamentaria y tras la pérdida de gobernaciones, entre ellas la más que estratégica provincia de Buenos Aires. Todo resultado de la amplia derrota sufrida por el radicalismo en las elecciones de 1987.
Elecciones y neoliberalismo.
Las elecciones presidenciales, que en principio estaban previstas para el mes de octubre, se adelantaron al 14 de mayo, ante la angustiosa situación que se vivía. En el mes de abril la inflación mensual fue del 33%, y al siguiente saltó a 78,6%. El índice de pobreza ya sobrepasaba el 45%. Se desataban saqueos de mercaderías por parte de grupos sociales desesperados por la carencia hasta de lo más básico.
De acuerdo al esquema bipartidista imperante en esos días, sólo había dos postulantes a la presidencia con verdadero potencial para alzarse con el triunfo: El candidato del justicialismo y gobernador de La Rioja, Carlos Menem y el gobernador de Córdoba candidateado por el radicalismo en el gobierno, Eduardo Angeloz.
El postulante radical hacía su campaña con propuestas de fuerte tono neoliberal. Anunciaba sobre todo una drástica reducción del gasto fiscal y una disminución del aparato del Estado. Hablaba con frecuencia de que usaría un “lápiz rojo y una tijera” para señalar y “recortar” gastos y organismos públicos a ser eliminados. Todo en un contexto de desregulación y de privatizaciones. Estas últimas podían dar lugar a empresas “mixtas”, con participación tanto privada como estatal.
Enfrente se hallaba Menem. Sus apelaciones se distinguían por una gran vaguedad, pero parecían traslucir una orientación nacionalista y el propósito de mejorar el destino de las trabajadoras y trabajadores acosados por la pobreza. Hablaba con mucha frecuencia de hacer una “revolución productiva” y de producir un “salariazo”. Reivindicaba a la “América morena” y proponía una gesta para recuperar las Islas Malvinas.
El autor de esta nota y algunos de sus amigos, sentíamos desconfianza hacia el gobernador riojano. Sus ambigüedades y algunos rasgos de su trayectoria previa llamaban a la prevención. Razonábamos sin embargo que al provenir del peronismo la base social de ese movimiento; la poderosa estructura sindical, el partido justicialista con sus tradiciones de nacionalismo popular, serían todos factores que le impedirían virar hacia políticas neoliberales.
Más aún, nos parecía improbable que Menem deseara siquiera dar un giro de ese carácter. Y si tomaba ese rumbo, la resistencia de sus bases le impediría avanzar por ese camino.
Teníamos por lo tanto la disyuntiva de, bien sufragar por un presidenciable que anticipaba hasta con entusiasmo un ajuste neoliberal y tenía como base una “clase media” que tendíamos a despreciar; o hacerlo por alguien con sustento obrero y popular, y por lo tanto imposibilitado (suponíamos) de adoptar una política semejante a la que promovía su ocasional rival.
Cabe a esta altura señalar que el inclinarnos por el “menos malo” de los candidatos del sistema estaba naturalizado para nosotros. Veníamos de la militancia en el Partido Comunista. Esa agrupación había hecho un hábito, sostenido por décadas, de buscar “progresismo” o “nacionalismo”, así fuera con lente de aumento, en un ala de las disputas interburguesas, y apoyarla en consecuencia. Habíamos votado por Ítalo Luder en las presidenciales de octubre de 1983.
Era cierto que el PC se había autocriticado de las decisiones de ese tipo desde 1985 y 1986, había pasado a buscar aliados a su izquierda, incluido el trotskismo, y abandonado la idea de aliarse con la fantasmagórica “burguesía nacional”.
Nuestro reloj atrasaba un poco y lo sabíamos. Pero el espanto ante una ofensiva neoliberal que estimábamos segura nos hizo alejarnos de la propuesta comunista, que llevaba a Néstor Vicente para presidente por la coalición Izquierda Unida, con el Movimiento al Socialismo como el otro actor principal. Y tomamos la decisión de votar al riojano.
Celebradas las elecciones y tal como se preveía en esa coyuntura más que crítica y de padecimientos populares, Menem se impuso por más de diez puntos sobre su contendiente.
Las peores amenazas se hacen realidad.
El resto de la historia todxs la recuerdan o conocen por relatos o lecturas. Una vez asumido como jefe de Estado, el hombre de las frondosas patillas abandonó toda ambivalencia y asumió un programa procapitalista y neoliberal de una profundidad y velocidad que es muy probable que Angeloz no se hubiera atrevido siquiera a soñar.
Privatizaciones de numerosas empresas públicas, desregulaciones generalizadas, despidos masivos de personal estatal, fueron sólo algunas de las medidas antipopulares y reñidas con cualquier concepción del nacionalismo que adoptó.
Este impulso inesperado tuvo otro componente tanto o más sorpresivo, al menos para nosotros. A poco andar, y con variadas tácticas de cooptación, Menem consiguió el apoyo del grueso del aparato sindical, de la totalidad de los gobernadores peronistas, de la conducción del Partido Justicialista y de la casi unanimidad de los parlamentarios de ese signo. Apenas un pequeño bloque de ocho diputados saltó de vereda para enfrentarse con los rasgos principales de la política menemista.
La supuesta resistencia de las estructuras del peronismo se había derretido antes de comenzar. Se nos brindaba una dolorosa lección acerca de que la finalidad de obtención o conservación del poder podía superar a cualquier escrúpulo ideológico y a todas las lealtades sociales y políticas preexistentes. Al menos así era en el seno del que suponíamos el nacionalismo popular por excelencia.
A la hora de evaluar la dolorosa experiencia, se hizo carne en nosotros la convicción de que elegir una entre las opciones que proponían fuerzas directa o mediatamente orientadas por la burguesía era un camino estéril y peligroso. Y que era políticamente infecundo tratar de incidir a la hora de determinar qué sector de los profesionales de la política pasaría a regir el aparato estatal, al servicio de fines que nunca coincidirían con los nuestros.
Y nos hicimos el propósito a futuro de votar por las propuestas de izquierda, definidas como contrarias al capitalismo e identificadas con la clase obrera y los sectores populares. Experimentábamos la sensación de habernos caído en un pozo y madurábamos el objetivo de no sufrir nunca más un tropiezo semejante.
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Quizás el relato de estos sucesos ocurridos hace más de tres décadas pueda parecer ocioso o innecesario. Es posible en cambio que, con todas las diferencias y salvedades que se pueden formular entre aquella época y la nuestra, nos diga algo acerca de encrucijadas que nos plantea el presente y el futuro inmediato.
Fuente: https://tramas.ar/2023/08/23/votar-a-lo-nuestro/