En estos días, tomó notoriedad una célebre frase del pensador marxista y luchador contra el fascismo durante el siglo XX, Antonio Gramsci, que con lucidez advirtió en una reflexión histórica que, por lo universal de su contenido, nos pertenece a todas las épocas: el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos.
Sin embargo, quisiera en estas líneas señalar que las monstruosidades expresadas con la furia propia no de un monstruo, sino de quien responde a una estrategia retórica comunicacional para anunciar en tono beligerante que eliminará del mapa al Ministerio de Salud y otros tantos que a su proyecto político resultan un elefante ineficiente, no son propuestas innovadoras.
Ya en 1993, en plena ola neoliberal, el Banco mundial en un reconocido informe llamado “Invertir en Salud”, proponía a los Estados “subdesarrollados” como el nuestro, el financiamiento privado de la salud bajo la lógica de la competencia de mercado para los servicios sanitarios, dejando la inversión pública únicamente para los sectores vulnerados de la sociedad. La recomendación para los gobiernos era financiar un conjunto de medidas de salud pública y servicio esenciales para las personas sin capacidad de pago, mientras que el resto de la población fuera financiada en forma privada. La noción de aseguramiento cobraba fuerza política en los debilitados Estados de esos años. Es decir, la idea, propuesta durante la gestión macrista y ahora retomada por los libertarios, de la creación de un seguro contra riesgos con gasto de bolsillo para el que pueda y para el resto, un subsidio estatal que permita afrontar la demanda mínima de servicios. Nada nuevo bajo el sol. Sólo que asegurar la salud de las personas no es lo mismo que asegurar un auto como intentan simplificar en sus discursos mediáticos. Si hay granizo y el seguro contratado no lo cubre, el auto quedará abollado. Pero si alguien adquiere una enfermedad no cubierta por el aseguramiento, probablemente la persona muera.
Para no pensar que se trata de una discusión técnica ni teórica sino política, veamos qué pasó con los países que introdujeron estas reformas en sus sistemas sanitarios. Un caso testigo es el de Colombia, hoy en proceso de profunda rediscusión por los efectos negativos en cuanto al derecho a tener salud que tuvo la Ley 100 de seguridad social de los noventa. A pesar de las promesas de universalidad, integralidad y solidaridad, en los hechos el subsidio a la demanda de la ciudadanía no hizo más que profundizar las asimetrías sociales y económicas y acrecentar la desigualdad e inequidad en salud. La privatización de los servicios aseguró las ganancias de los sectores del complejo médico industrial pero no la salud y la vida de las personas, más aún de los sectores empobrecidos. Lo que al oído puede resultar endulzante como “poder elegir dónde atenderse”, “ no ser cautivos/as de tal o cual hospital”, etc, no se trata ni más ni menos que de la expansión de un mercado voraz que necesita más y más clientes que consuman sus “productos”. Pero ¿qué pasa con aquella persona sin seguro y que tiene una urgencia médica impostergable? Pues deberá decidir entre morirse o endeudarse. Así de sencillo. Los espejitos de color se pondrán oscuros para ese/a ciudadano/a.
En Argentina, estos debates también tuvieron lugar en esos años. Filgueira Lima, quien apareció en los últimos días como posible referente de salud de un eventual gobierno libertario, tampoco es una figurita nueva. Como subsecretario de salud de la provincia de La Pampa en plena reforma neoliberal menemista, impulsó la privatización de la salud pública, en consonancia con los pedidos del Banco Mundial. Sin embargo, el entonces llamado hospital de autogestión, aparece hoy reciclado bajo la idea de que las instituciones de salud deberán generar sus propios recursos compitiendo por el uso de “los vouchers” de usuarias/os, ahora devenidos/as en clientes, mientras que aquellas que no lograran captar sus intereses de compra quebrarán como quiebra una empresa que no logra vender sus productos. Ni los propios voceros de tales propuestas logran explicar con claridad cómo implementarían una reforma semejante, pero sí deberían recordar la profunda resistencia que trabajadores/as de la salud junto a la comunidad mantuvieron frente a la autogestión de los servicios públicos de salud, que no es otra cosa que su privatización. Si no pudieron avanzar en su implementación por esos tiempos, deberían saber que tampoco será sencillo hacerlo ahora. Tenemos memoria.
En síntesis, que nuestro sistema de salud se encuentre debilitado, que su progresiva fragmentación no ha hecho sino profundizar las inequidades de acceso a la atención, que quienes trabajamos en los servicios públicos exijamos mejorar nuestras condiciones laborales, no indica que la crisis deba resolverse bajo la lógica de mercado. Por el contrario, la mercantilización de la salud atenta contra el derecho de todo ser humano a llevar una vida digna sencillamente porque la salud no es un producto que se fabrica en serie como un auto sino que es una construcción colectiva que involucra dimensiones sociales y subjetivas que no pueden comprarse.
Es hora de que estos debates se expliciten en la agenda política y no sólo electoral y que la ciudadanía se involucre en comprender las propuestas y sus posibles efectos. Sólo con participación popular podremos sentar las nuevas bases de un sistema de salud universal y verdaderamente solidario. Sin dudas, privatizarlo no sólo no resolverá sus deudas históricas sino que profundizará las brechas ya existentes.
Pilar Galende Villavicencio
Médica generalista
Presidenta de la Federación Argentina de Medicina General y Equipos de salud