Un primer balance general de la etapa post-Chávez. Por Reinaldo Iturriza

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Reinaldo Iturriza fue ministro del Poder Popular para las Comunas y ministro del Poder Popular para la Cultura de la República Bolivariana de Venezuela.

Nota editorial

Las revoluciones habitan la angustia y la agonía frente a la posible explosión del deseo originario, y al espanto y la melancolía de los retrocesos. La revolución socialista de Chávez forma parte del horizonte utópico de nuestros pueblos, y eso no podrá ser destruido por el imperialismo y su derecha ahijada y abyecta; tampoco por la burocracia y sus privilegios. Si no nos apuramos, el socialismo del siglo XXI va a parecer una consigna del siglo pasado, y para escuchar a Chávez — sin ruborizarnos — tendremos que editarlo y ponerle una camisa blanca.

Reinaldo Iturriza nos apresura en su libro Con gente como esta — publicado por la Editorial El Colectivo — a que hagamos la revolución, en vez de elaborar teorías sobre cómo hacerlas; a salir manchados, sucios y nuevamente prestos para retomar la senda.

Enel intervalo que va desde marzo de 2018, cuando, junto a otros compañeros, comencé a trabajar la tierra en una pequeña parcela muy cerca del predio que sirve de asiento a la Comuna Socialista El Maizal, y junio de 2020, pocos meses después de iniciada la cuarentena con motivo de la pandemia, escribí lo que hoy pudiera llamar una radiografía cultural del chavismo. Son veintiún textos que publiqué en Saber y poder entre junio y agosto de 2019, pero que en realidad escribí en menos de un mes, a razón de un texto diario, salvo los últimos de la serie.

La idea, o quizá más bien la necesidad de escribir un conjunto de textos sobre una temática que a mí mismo, por entonces, me resultaba un tanto indescifrable, me había estado rondando la cabeza durante semanas. La conversé con un par de amigos, intentando delinear los contornos de una eventual serie, identificando aquellos temas que nos acechaban. Sucedió entonces que, por primera vez en mucho tiempo, encontré un lugar para trabajar. En casa, donde trabajé durante tres años y medio, una vez fui liberado de mis responsabilidades en Cultura, llevaba algunos meses encerrándome en el estudio pasadas las 10 de la noche y hasta que despuntaba el alba. Estaba realmente exhausto. La oportunidad de un nuevo espacio me permitió reordenar el tiempo y algunas ideas. Entre ellas, la que finalmente dio lugar a la radiografía cultural del chavismo, cuyos textos integran este libro, sumados a otros dos, afines en temática: «Con gente como esta», de julio de 2018, y «Comenzar de nuevo», de junio de 2020. Uno lo abre, otro lo cierra, y ambos definen el título.

Inmediatamente después de la radiografía cultural del chavismo, me dispuse a saldar una deuda política y teórica de índole muy personal, y me concentré en lo que entiendo como la «cuestión económica», un tema de estudio que había postergado durante mucho tiempo.

La idea de que el liderazgo político de la Revolución bolivariana simplemente había decidido, en mal día, arrear sus banderas programáticas, renunciando en la práctica, y más allá de cualquier retórica, al socialismo del siglo XXI en tanto horizonte estratégico, para abrazar, sin más, el neoliberalismo, me resultaba no tanto insoportable, como puede serlo para el desengañado, sino sobre todo insuficiente. Tal prédica me parecía maniquea, engañosa, pero sobre todo salpicada de moralina, como cualquier prédica que pretende explicar el curso de las cosas políticas a partir de esa circunstancia maldita que es la traición.

El problema es que el relato oficial, que en teoría ha debido servir como soporte argumentativo de las medidas que se estaban adoptando en materia económica, fundamentalmente a partir de 2016, resultaba tan o más insuficiente que aquella prédica y, lo que es peor, algunas de aquellas medidas eran aplicadas en un clima de mucha opacidad, en ocasiones sin que mediara explicación pública alguna. Invariablemente, pretendía justificarse la supuesta inevitabilidad de cualquier decisión apelando a la realidad agobiante de la guerra económica, el bloqueo o las sanciones económicas. Predominaba en el ambiente la firme sospecha de que una parte muy importante de la explicación que, en una democracia, merecen las mayorías populares, nos estaba siendo escamoteada deliberadamente, a lo que habría que sumarle el insoportable estado de resignación que induce la idea misma de inevitabilidad, de que no tenemos más alternativas que aceptar el estado de cosas, por más intolerable que este sea.

En tal contexto, en octubre de 2019, comencé a trabajar en una serie que intitulé «Cuarentena», lo que por cierto no guarda relación alguna con las circunstancias que debimos afrontar seis meses después, a propósito de la pandemia, sino con la idea, en boca de algunos voceros de la clase política antichavista, de que el chavismo debía ser tratado como una «enfermedad contagiosa», y que por tanto lo que correspondía era el «completo aislamiento del país», vía bloqueo comercial y político, planteamientos que se hacían tan temprano como en 2017.

El uso y abuso de estas metáforas biologicistas me serviría como pretexto para incursionar en el análisis de los conceptos de biopolítica y gubernamentalidad, de Michel Foucault. Equivocado o no, pertinente o no, ese fue el punto de partida que elegí para comenzar a estudiar la «cuestión económica» y, más específicamente, para intentar comprender a profundidad el fenómeno del neoliberalismo. Este trabajo me permitió elaborar algunas hipótesis y arribar a algunas conclusiones preliminares, sobre las que volveré más adelante.

Derrota y clausura

Antes de continuar es importante hacer una precisión: tanto la radiografía cultural del chavismo, y por tanto este libro, como luego «Cuarentena», son al menos en parte la resultante de una derrota y de lo que podría llamarse una clausura. La que fue derrotada fue la tentativa imperialista de forzar un «cambio de régimen» en Venezuela, lo que debía suceder poco tiempo después de producirse la autoproclamación de Juan Guaidó como «presidente encargado», el 23 de enero de 2019, con manifiesto apoyo estadounidense. Esa misma noche escribí el primero de una brevísima serie de artículos que fueron publicados por Telesur:

Escribo estas primeras líneas cerca de la medianoche del miércoles 23 de enero. La velocidad con la que se suceden los hechos obliga a ordenarlos. En la ruleta de la historia, hay truhanes apostándole fuerte al caos y la desmemoria.

Con caos me refería principalmente a la violencia:

Afuera, la violencia es un rumor lejano. Ese rumor ha vuelto a instalarse entre nosotros desde el día lunes: al llamado de un pequeño grupo de efectivos de la Guardia Nacional a desconocer al presidente Nicolás Maduro, ocurrido durante la madrugada, le han seguido varios focos de violencia en el oeste de la ciudad, en horas de la noche. Catia, El Valle, La Vega, La Pastora: todas parroquias populares.

Un par de días después, quedaba muy claro que, «a diferencia de 2014 y 2017, cuando la violencia se expresó fundamentalmente en los territorios controlados por el antichavismo, casi siempre en zonas acomodadas, en esta oportunidad se concentrarían en las zonas populares, al menos en una fase inicial».

Con desmemoria me refería al sistemático ocultamiento de las víctimas mortales de la violencia cuando estas eran chavistas, como ocurrió en abril de 2013, cuando el antichavismo pretendió desconocer la victoria electoral de Maduro:

Estos hechos no caben en el relato dominante porque la mayoría de las víctimas mortales eran chavistas, y ninguna antichavista. Pero ¿qué ha ocurrido en la sociedad venezolana desde entonces? ¿Qué traumas ha sufrido? ¿Qué mutaciones ha experimentado? ¿Qué explica que aquellas terribles circunstancias resulten ajenas al propio chavismo?

Entonces, recurrí a un término sobre el que volvería varias veces en los días subsiguientes: shock.

Desde entonces la sociedad venezolana está en shock, y esa es una historia de la que muy poco se ha contado. La importancia de contarla tiene que ver en buena medida con el hecho de que hay fuerzas muy poderosas interesadas en que nos quedemos sin memoria. Y contarla pasa también por recuperar nuestro lenguaje.

Acto seguido, delimitaba explícitamente el auditorio al que deseaba dirigirme:

Esto último vale no solo para quienes luchamos en Venezuela, sino para quienes, en cualquier parte del mundo, luchan por la igualdad y la justicia, y por evitar la catástrofe capitalista. La pérdida de capacidad heurística de nuestros marcos interpretativos es algo que nos afecta a todos por igual, en mayor o menor medida. Y para ser capaces de transformar primero es preciso comprender. Hoy Venezuela nos interpela. Nos plantea un serio desafío. Evadir el tema por tratarse de un asunto «tóxico» no puede seguir siendo una opción. Tenemos que ser capaces de sobreponernos a la intoxicación discursiva de los poderes fácticos globales. Ya solo poner en duda el relato de la «crisis humanitaria» es un paso importante. Lo que no significa, de ninguna manera, negar los graves problemas. Pero solucionarlos pasa por develar el entramado de relaciones de poder y saber tras aquel discurso. Nuestro punto de partida no puede ser precisamente aquello que es necesario explicar.[1]

Persuadido de la imperiosa necesidad de traducir a un público global el inminente peligro que se cernía sobre el país, decidí echar mano de un formidable libro, ampliamente conocido: La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, de Naomi Klein.[2] Como intenté demostrar en el segundo artículo de la serie para Telesur,[3] las declaraciones, y en general la actuación del gobierno estadounidense, de los gobiernos latinoamericanos alineados bajo su mando, de los voceros de la Unión Europea, así como de la clase política antichavista, se inspiraban en la doctrina del shock neoliberal. Para cualquiera que hubiera leído el pormenorizado recuento histórico de Klein, era evidente que lo que se fraguaba contra Venezuela obedecía a la mecánica del capitalismo del desastre, de una forma que rayaba en lo manualesco.

Cuando La doctrina del shock… fue publicado, en 2007, la terapia de shock económico neoliberal aplicada contra la sociedad venezolana en 1989, era un lejano recuerdo. Mucho había ocurrido desde entonces: la rebelión popular de febrero de aquel mismo año; la insurgencia de los militares bolivarianos en 1992; la fragua del chavismo, durante la segunda mitad de la década de los noventa; la victoria electoral de Hugo Chávez, en 1998; la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente y la redacción de una nueva Constitución, que sería refrendada popularmente, en 1999; el cruento golpe de Estado de 2002, que por cierto tuvo algo de doctrina del shock, pero que fue derrotado en menos de cuarenta y ocho horas por un contragolpe popular que restituyó a Chávez en la Presidencia; la resistencia popular contra el lock out empresarial y el paro-sabotaje de Petróleos de Venezuela, entre diciembre de 2002 y enero de 2003; la creación de las primeras Misiones, concebidas para saldar la enorme deuda social contraída durante décadas de gobiernos antipopulares; la victoria del chavismo en el referendo popular de 2004, que determinó la continuidad de Chávez en el poder; la holgada victoria electoral de Chávez en 2006, quien hacía poco se había declarado partidario de construir un «socialismo del siglo XXI».

De vuelta a enero de 2019, lo que también revelaba una relectura del libro de Klein era la manera como, a partir de la desaparición física de Chávez, en 2013, quizá el shock emocional, político y cultural fundante de la etapa que recién iniciaba, el país había comenzado a mutar, lenta pero obstinadamente, trocándose en un lugar en buena medida irreconocible para las generaciones a las que nos había correspondido la tarea de reconstrucción nacional durante los primeros años de la Revolución bolivariana.

Fueron muchas las descargas de electroshock que debimos soportar desde entonces: caída en picada de los precios del petróleo, violencia política, retirada estatal del mercado, shock de oferta, asedio económico, hiperinflación, shock de demanda, por nombrar solo algunas de ellas. La autoproclamación de Guaidó, con la nueva oleada de violencia que le acompañó, debía ser el último shock, el que diera al traste con lo que quedaba en pie de todo lo que habíamos conquistado. Este movimiento fue concebido como el inicio de la escalada definitiva, la cosecha de una siembra destructiva de años, que había logrado infligir innumerables traumas a la población. Aquella tentativa tuvo su momento culminante el 23 de febrero, cuando debió concretarse la intervención militar «humanitaria» a través de la frontera con Colombia. Frustrada esta incursión por el Gobierno nacional, por su Fuerza Armada, por la movilización popular, la tentativa tuvo su final de opereta con el fallido intento de golpe de Estado del 30 de abril, al que dediqué el último de mis artículos para Telesur.[4] Un mes después, me encontraba redactando los primeros textos de la radiografía cultural del chavismo. En retrospectiva, estoy en posición de comprender cabalmente por qué me dediqué a realizar esta radiografía.

Luego de aquella derrota política y militar del antichavismo, y en apariencia superado el último de sucesivos traumas nacionales, finalmente había lugar para un ejercicio que, aunque a primera vista tenía mucho de introspectivo, consistía realmente en un «examen de lo que somos» («Radiografía sentimental del chavismo»), en la medida en que buena parte de lo escrito era el resultado de un fluido y permanente intercambio con muchos compañeros y compañeras de militancia. Me animaba la necesidad de realizar un retrato aproximado, una suerte de instantánea de lo que había terminado siendo el chavismo en el que nos reconocíamos. Igualmente me animaba el deseo de conjurar o confirmar una sospecha, que muchas veces habíamos rumiado en privado, y otras tantas la habíamos expuesto públicamente, pero como una amenaza latente:

la sospecha de que se había producido una clausura, que una parte del chavismo había desaprendido cómo luchar, que había renunciado a la voluntad de transformar el estado de cosas.

Pronto, en la medida en que escribía, la sospecha devino certeza: la clausura se expresaba en la «lealtad resignada» de cuadros dirigentes, en su burdo pragmatismo, en el abandono del «espíritu de escisión», en palabras de Gramsci; en la debilidad del oficialismo por la «política boba»; en el ejercicio de la política «que no es capaz de empatizar con la tragedia popular»; en la «actitud vociferante de los conversos», a propósito de la cual volví sobre el libro de Naomi Klein; en el sectarismo de los «pocos, pero irreductibles» de izquierda; en quienes se aferran a Chávez como «salvador eterno» y que, en su ausencia, han optado por salvarse a sí mismos; en la «nueva clase de burgueses»; en el funcionariado que no da la cara, no explica, no informa, y sobre todo no acompaña a la gente; en la actitud de quienes, en lugar de defender la fortaleza, están en realidad saqueándola, y en el silencio frente al saqueo, porque «en fortaleza asediada cualquier disidencia es traición»; en la mala fe de los intelectuales que alguna vez militaron en el chavismo y que luego se apresuraban a declarar el «fracaso» de la revolución bolivariana; en la impotencia de los indignados; en el muy conveniente «olvido» de que, además de nacional y popular, Chávez era un político de izquierda; en quienes ven «traidores y enemigos» en cualquier migrante venezolano; en quienes optan por una «defensa acrítica del gobierno».

Hecho el examen, inevitablemente parcial, de lo que somos, fue relativamente sencillo concluir que, asumiéndonos como parte de una fuerza política atravesada por fuertes tensiones, era mucho lo que habíamos cambiado; que no era en lo absoluto cierto que habíamos sido capaces de superar, indemnes, aquellos traumas; que estos habían dejado una huella profunda en «el alma popular» y que esta estaba mutando.

La potencia de la memoria

Irónicamente, el mismo libro al que había recurrido en enero de 2019 para denunciar la ofensiva y las pretensiones de los capitalistas del desastre, nos ofrece hoy un retrato del clima preponderante en 2006, particularmente en Latinoamérica, cuando aquellas mismas fuerzas se encontraban a la defensiva y, en algunos casos, en franca retirada. Por mucho que, dieciséis años después, aquella nos parezca una realidad ajena, extraña, irrepetible, la clave está en no ceder a la tentación de la nostalgia. Lo que narra Naomi Klein en el último capítulo de La doctrina del shock… no debe ser leído como aquello que fuimos capaces de ser, sino fundamentalmente como aquello que, en buena medida, aún define lo que somos, incluso si, por instantes, llega a parecernos inconcebible.

Por las razones que acabo de exponer, permítaseme hacer un apretado, y sin embargo extenso resumen de lo que allí se plantea. Klein comienza por recordarnos que en aquel momento lo que predominaba era «una pérdida de fe generalizada en la promesa central del libre mercado», entendiendo por tal la caricatura que del mercado ha difundido la prédica neoliberal: «que el aumento de riqueza revertirá en todos».

En sus treinta y cinco años de historia, el programa de la Escuela de Chicago ha prosperado a través de la estrecha cooperación de poderosos empresarios, cruzados ideológicos y líderes políticos autoritarios. En 2006 muchas figuras clave de cada uno de estos tres campos estaban o bien en la cárcel o bien siendo juzgadas.

Había tenido lugar «un giro radical del mito de la creación neoliberal». Si bien la «cruzada» neoliberal había conseguido revestirse de «una capa de respetabilidad y legalidad conforme progresó», esa misma capa «estaba siendo levantada de forma muy pública, revelando debajo un sistema de enormes diferencias de riqueza que a menudo se habían forzado con la ayuda de medios groseramente criminales».

Los «efectos de los shocks» habían sido cruciales «para crear la ilusión de un consenso ideológico», pero aquellos efectos «estaban empezando a desgastarse». En buena medida, la eficacia de los shocks radica en su capacidad de persuadirnos de que serán permanentes, pero «la conmoción, por su propia naturaleza, es un estado transitorio».

En aquel entonces, muchos pueblos del mundo habían asumido que «el estado de shock había pasado por fin», habían recuperado «el equilibrio, el valor y la confianza», y estaban «dispuestos de nuevo a luchar por la igualdad económica y social». Finalmente, habían comenzado a sacudirse el «miedo colectivo». En este punto, Klein pasaba a centrar su atención en lo que estaba aconteciendo en América Latina.[5]

Refiriéndose a la altísima valoración de la democracia que hacían los pueblos de Uruguay y Venezuela, según los resultados de cierta encuesta, Klein concluía:

En otras palabras, en los dos Estados latinoamericanos donde los resultados electorales supusieron un desafío real al Consenso de Washington, los ciudadanos han renovado su fe en el poder de la democracia de mejorar sus vidas. En marcado contraste con este entusiasmo, en países donde las políticas económicas no han cambiado a pesar de las promesas hechas durante las campañas, las encuestas muestran de manera consistente una erosión de la fe en la democracia, que se refleja en unos niveles de abstención cada vez más altos, en un profundo cinismo hacia los políticos.

Estas últimas líneas pueden leerse como un eco de lo que ocurre actualmente en Venezuela. Pero sigamos con Klein: «En América Latina, primer laboratorio de la Escuela de Chicago, la reacción» contra el neoliberalismo «no está dirigida contra los débiles o vulnerables, sino que apunta directamente contra la ideología que es la base de la exclusión económica». Identificaba «un irreprimible entusiasmo por probar ideas que fueron subvertidas en el pasado».

Eso que fue subvertido en el pasado fueron los experimentos de «socialismo democrático, entendiendo como tal no solo los partidos socialistas que alcanzaban el poder a través de elecciones libres, sino también las empresas y tierras dirigidas de forma democrática», algo que «había funcionado en muchas regiones». El socialismo democrático había logrado erigirse como una «tercera vía: no comunismo de Estado [y agregaría: no la descafeinada “tercera vía” de Tony Blair, en Reino Unido], sino mercados que coexistían con la nacionalización de bancos y minas, utilizando el dinero que estos daban para construir barrios residenciales dignos y buenas escuelas. Era una democracia tanto económica como política». El inconfesable «secreto» del neoliberalismo «es que estas ideas jamás fueron derrotadas en el campo de batalla de las ideas, ni tampoco fueron abandonadas por los ciudadanos en las elecciones. Fueron expulsadas a base de shocks aplicados en momentos políticos clave […]. Precisamente porque el sueño de igualdad económica es muy popular y, por tanto, muy difícil de derrotar en una lucha justa, es por lo que se adoptó en un principio la doctrina del shock».

Por eso, en Chile, fue aplastado a sangre y fuego el experimento socialista de Salvador Allende, aquel nefasto 11 de septiembre en 1973.

Los latinoamericanos de hoy están retomando el proyecto que fue brutalmente interrumpido hace tantos años. Muchas de las políticas que plantean nos resultan familiares: nacionalización de sectores clave de la economía, reforma agraria, grandes inversiones en educación, alfabetización y sanidad».[6]

Sobre los movimientos populares latinoamericanos, Klein destacaba que lo «más sorprendente es la aguda consciencia de que es necesario protegerse de los shocks del pasado: los golpes, los terapeutas del shock extranjeros, los torturadores formados en Estados Unidos, así como también del shock de las deudas y de las devaluaciones de los años ochenta y noventa». Adicionalmente, a su juicio, «están aprendiendo a construir amortiguadores para los shocks en los modelos de organización que proponen. Son, por ejemplo, mucho menos centralistas que en la década de 1970, lo que hace más difícil desmovilizar todo un movimiento eliminando a unos pocos líderes».

Sobre la revolución bolivariana, afirmaba:

A pesar del sobrecogedor culto a la personalidad que rodea a Chávez y de sus intentos de centralizar el poder a nivel del Estado, las redes progresistas en Venezuela están a la vez muy descentralizadas, con el poder residente en las comunidades mediante miles de consejos de barrio y cooperativas […]. Este enfoque de red es lo que permitió a Chávez sobrevivir al intento de golpe de Estado de 2002: cuando su revolución se vio amenazada, sus seguidores bajaron en masa de los barrios pobres que rodean Caracas para exigir su vuelta al poder, un tipo de movilización popular que no sucedió durante los golpes de los años setenta.

En realidad, si millones de venezolanos y venezolanas nos movilizamos para restituir a Chávez en el poder, es porque lo que estaba en juego era nuestra revolución y no solo la de Chávez.

Pero continuemos. Klein destacaba, correctamente, que Chávez había hecho de estas redes descentralizadas un asunto de «primer orden, dándoles derecho a optar primero a los contratos del gobierno y ofreciéndoles incentivos económicos para que comercien entre ellas […]. Es la lógica opuesta a la privatización de los servicios del gobierno. En lugar de subastar fragmentos del Estado entre las grandes empresas y perder el control democrático sobre ellas, la gente que usa los recursos recibe también el poder para gestionarlos, creando, al menos en teoría, tanto puestos de trabajo para gestionarlos, como servicios públicos más eficientes.

Cerraba su repaso de la escena regional con las siguientes palabras:

Es lógico que la revuelta contra el neoliberalismo se encuentre en sus fases más avanzadas en Latinoamérica. Puesto que fueron los primeros en someterse al […] shock de laboratorio económico y político, los latinoamericanos han tenido más tiempo para recuperarse y reorganizarse. Los años de protestas en las calles han dado luz a nuevas agrupaciones políticas y finalmente han logrado reforzarse, no para tomar el poder, sino para empezar a cambiar las estructuras de poder del Estado.[7]

En las últimas páginas de su libro, Klein se detiene en la descripción de los mecanismos de la doctrina del shock y en la manera de neutralizarlos y sobreponerse a sus efectos:

Cualquier estrategia basada en la explotación de la ventana de oportunidades que surge a raíz de un shock traumático descansa en gran medida en el elemento sorpresa. Un estado de shock, por definición, es un momento en el que se produce una pausa entre acontecimientos que se están sucediendo a gran velocidad y la información existente acerca de ellos […]. Sin una historia, somos intensamente vulnerables frente a aquellos dispuestos a aprovecharse del caos para su propio beneficio; muchos de nosotros fuimos vulnerables después de aquel 11 de septiembre [de 2001, en Estados Unidos]. Tan pronto como disponemos de una nueva historia, una nueva forma de entender la realidad, que nos ofrece una perspectiva acerca de esos brutales acontecimientos, recuperamos nuestro sentido de la orientación y el mundo vuelve a ser comprensible.

Es decir, resulta fundamental construir colectivamente un relato riguroso, convincente, coherente, consistente, que nos haga inteligible la realidad. Justo a esto me refería en aquel artículo publicado en Telesur, a propósito de las falencias de nuestros marcos interpretativos.

Una vez que se descubren y se entienden los mecanismos de la doctrina del shock, profunda y colectivamente, es más difícil atacar por sorpresa a las comunidades como un todo, resulta más complicado confundirlas: se vuelven resistentes al shock.

Si bien es cierto que «los terapeutas del shock se esmeran por borrar la memoria», es igualmente cierto que «es posible crear nuevas narrativas. La memoria, individual y colectiva, es la respuesta más potente frente al shock».[8]

El libro termina con algunos notables ejemplos de comunidades afectadas por un evento traumático que, no obstante, no reaccionaron con «regresión». «A veces, frente a una crisis, crecemos».

Todos estos ejemplos de colaboración popular en la reconstrucción de un territorio afectado por la guerra o el desastre siguen un mismo hilo conductor: la gente afirma que no solo se trata de reconstruir sus casas, sino también de curar sus heridas psíquicas, su trauma personal. Es perfectamente lógico. La experiencia universal de sufrir un gran shock se resume en el sentimiento de absoluto desamparo. Frente a fuerzas de incalculable potencia, los padres son incapaces de defender o salvar a sus hijos, los cónyuges se pierden el uno al otro, y los hogares, el lugar de protección por antonomasia, se convierten en trampas mortales. La mejor forma de superar esa indefensión consiste en ayudar, en tener derecho a formar parte de un proceso de recuperación colectivo […]. Los esfuerzos de reconstrucción aquí descritos representan la antítesis del complejo ethos del capitalismo del desastre, con su búsqueda perpetua de la tabla rasa y las páginas en blanco sobre las cuales diseñar nuevos modelos de Estado. Como las cooperativas agrícolas e industriales latinoamericanas, son por naturaleza fruto de la improvisación, y emplean las herramientas oxidadas que están a mano, que no estén rotas, que no hayan desaparecido, en suma […]. No se proponen hacer borrón y cuenta nueva, sino más bien hacer acopio de todos los errores, los restos, los escombros y las ruinas, y reconstruirlo todo a partir de ellos.

Estos hombres y mujeres, «arraigados en las comunidades en las que viven […], se consideran meros reparadores, tomando lo que encuentran y arreglándolo, reforzándolo, haciéndolo mejor y más equitativo. Sobre todo, hacen acopio de resiliencia. Para cuando llegue el próximo shock».[9] Un espíritu muy similar me animaba cuando escribí «Con gente como esta», el primer texto de este libro: rendir tributo a esos hombres y mujeres.

El pasado todavía no ha ocurrido

En abril de 2020, apenas dos meses antes de redactar «Comenzar de nuevo», el texto que cierra este libro, me encontraba inmerso en el trabajo de «Cuarentena», leyendo a raudales y tomando notas. Fue entonces cuando leí por primera vez un libro que considero fundamental para comprender el signo de nuestros tiempos: Realismo capitalista, de Mark Fisher.[10] En mi primera y única incursión en YouTube quise dar cuenta parcial de aquel descubrimiento.[11]

Es cierto que Realismo capitalista fue escrito en Reino Unido, es decir, en un país ubicado en lo que Fernand Braudel definía como una «zona intermedia» alrededor del «pivote central» de la economía-mundo capitalista, lugar que todavía ocupa Estados Unidos, aunque todo parece indicar que más temprano que tarde será desplazado por China.

Venezuela, en cambio, está situada en una de las «zonas marginales», caracterizadas por su condición de «subordinadas y dependientes, más que participantes», y en las cuales «la vida de los hombres evoca a menudo el purgatorio, cuando no el infierno».[12]

Tal circunstancia determina, inevitablemente, que algunas de las cuestiones sobre las que reflexiona Fisher nos resulten poco familiares, aun cuando estas terminen afectándonos en mayor o menor grado, como aquellos pasajes en los que explica el profundo impacto que, para el país europeo, supuso la ascensión del posfordismo.

Pero más allá de lo geográfico y sus implicaciones económicas, circunstancias de otra naturaleza, relativas al tiempo histórico, hubieran podido hacer del libro de Fisher, en caso de haberlo leído en 2009, cuando fue publicado, un documento inasible, que nos hablaba de una realidad tan distinta a la nuestra que casi hubiéramos podido concluir que vivíamos en mundos paralelos. De alguna forma así era:

aquel final de década, quizá como nunca antes en su historia, la vida de las mayorías populares venezolanas estaba muy lejos de evocar el infierno, aunque fueran muy conscientes de que tampoco vivían en el paraíso, para seguir con las metáforas de Braudel. En lugar de haber sido cancelado, el futuro aguardaba como una promesa. Frente a nosotros, el horizonte se ensanchaba, pleno de posibilidades.

Florentino no solo había sido capaz de derrotar al diablo, sino que lo retaba a nuevos contrapunteos. Todavía se escuchaba el eco, fuerte y claro, de las palabras de Chávez ante la Asamblea General de Naciones Unidas, en septiembre de 2006: «Ayer el diablo estuvo aquí, huele a azufre todavía», refiriéndose al mandatario estadounidense, George W. Bush. Dos años más tarde, y aunque pueda parecer una anécdota intrascendente, Venezuela ostentaba el récord Guinness como el país más feliz del mundo. Las mayorías rebosaban confianza y dignidad: el país sería capaz de dejar atrás su condición subordinada y dependiente.

Todavía en 2013, Venezuela ofrecía un fuerte contraste respecto de lo que ocurría en buena parte del planeta. Un brevísimo y sentido texto de Jorge Riechmann, escrito a propósito de la desaparición física de Chávez, testimonia lo que aquí afirmo:

Las estrategias de huida hacia adelante que está practicando la plutocracia que nos gobierna no tienen futuro –y nos privan de futuro. Vaciar de contenido la democracia, destruir los sistemas de protección social, reforzar aún más la dominación del capital sobre el trabajo, explotar los recursos naturales como si fuesen infinitos o ahondar en un modelo energético radicalmente insostenible nos acercan a abismos de sufrimiento humano que las mayorías sociales aún no calibran. Todo indica que el siglo XXI será terrible.

No obstante, continuaba Riechmann,

en esta dificilísima tesitura, las esperanzas donde podemos hacer pie nacen sobre todo en América Latina. El socialismo del siglo XXI de Hugo Chávez y sus compañeros, el neozapatismo mejicano, el Buen Vivir (sumak kawsay, suma qamaña) de las comunidades andinas, son sendas practicables hacia otras formas de vida humana donde «libertad» o «sostenibilidad» no sean las palabras hueras en que se han convertido estos términos dentro de los discursos dominantes.

Concluía:

Visité Venezuela el pasado verano, en una estancia de varias semanas. Por primera vez en mi vida, me encontré en una situación en la cual uno ¡podía estar a favor del gobierno! Resultaba algo tan insólito, una anomalía histórica de tal calibre, que uno no acababa de estar descolocado. ¿Recuerdan ustedes aquello que decía el poeta: que una patria, amigo, es un país con justicia? Bueno, la República Bolivariana de Venezuela no es todavía un país con justicia, pero en los últimos años se había puesto en camino hacia ello. Ojalá pueda seguir caminando ese camino, ahora que falta Hugo Chávez.[13]

Ciertamente, todavía no era un país con justicia: en la presentación del que sería su programa de gobierno para el período 2013–2019, el mismo Chávez había advertido: «No nos llamemos a engaño: la formación socioeconómica que todavía prevalece en Venezuela es de carácter capitalista y rentista». Aquel era un «programa de transición al socialismo y de radicalización de la democracia participativa y protagónica». Puntualizaba: «el socialismo apenas ha comenzado a implantar su propio dinamismo interno entre nosotros».[14] El 20 de octubre de 2012, reunido con su Consejo de ministros pocos días después de haber sido reelecto como presidente, Chávez ofrecería el último de sus grandes discursos programáticos, más tarde conocido como «Golpe de timón». El hilo transversal de su reflexión pública, que se extendió durante más de tres horas, volvió a ser el de la transición al socialismo, con especial énfasis en los innumerables obstáculos que habría que sortear.[15]

Muchas cosas habían cambiado en 2020. El estado de resignación inducido por la idea de inevitabilidad, de que no tenemos otra alternativa que aprender a lidiar con el estado de cosas, a la que me refería antes, hacía que la definición misma de «realismo capitalista» adquiriera aires de renovada familiaridad: «la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa».[16] El presente descrito por Fisher nos había alcanzado.

En un texto de 2016, el borrador de la introducción de su libro inconcluso Comunismo ácido, y en coincidencia con Naomi Klein, Fisher afirmaba:

Si hubo un acontecimiento fundador del realismo capitalista, se trató de la violenta demolición del gobierno de Salvador Allende en Chile por parte del golpe del General Pinochet, apoyado por los Estados Unidos. Allende estaba experimentando con una forma de socialismo democrático que ofrecía una alternativa real tanto al capitalismo como al estalinismo. La destrucción militar de la presidencia de Allende, y las encarcelaciones y torturas masivas que vendrían después, son apenas el ejemplo más violento y dramático de los esfuerzos del capitalismo para aparecer como el único modo «realista» de organizar la sociedad. En Chile no solo se terminó con una nueva forma de socialismo; el país, además, se transformó en un laboratorio en el que se ensayaron las medidas que luego se lanzarían en otros centros del neoliberalismo (desregulación financiera, apertura de la economía al capital extranjero, privatización). En países como los Estados Unidos y el Reino Unido, la implementación del realismo capitalista fue mucho más gradual y, además de la represión, incluyó incentivos y tentaciones. Pero el efecto final fue el mismo: extirpar la idea de un socialismo democrático o un comunismo libertario.[17]

Pero esta notable coincidencia no es lo más importante.

Lo que encuentro más sugerente en Mark Fisher es su voluntad de redoblar la apuesta de Naomi Klein: no se trataría solo de recuperar la memoria individual y colectiva, creando nuevas narrativas, sino de asumir que «el pasado todavía no ha ocurrido», que «constantemente hay que volver a narrar el pasado», precisamente porque «el objetivo político de los relatos reaccionarios es sofocar los potenciales que aún esperan en él, listos para ser despertados otra vez».[18]

Sofocar los potenciales que aún esperan en el pasado: esta sola idea ya es extraordinariamente potente.

¿Qué otra cosa es el relato antichavista si no una gigantesca y pertinaz empresa por sofocar los potenciales que aún anidan en aquel momento histórico en que el socialismo apenas había comenzado a caminar entre nosotros?

Con el propósito de privarnos de futuro, como diría Riechmann, el antichavismo forjó un eficaz relato cuyo punto de partida fue suprimir el pasado, narrándolo a conveniencia. Súbitamente desapareció de la escena el gran problema estratégico que nos planteábamos entonces: el de la transición al socialismo. Según aquel relato, el socialismo no solo habría continuado su camino, sino que habría terminado por prevalecer, conduciéndonos a una tragedia casi inenarrable, a un insondable abismo de privaciones materiales y espirituales, a una pesadilla de la que no logramos despertar. Luego, en el presente, y como por supuesto es inconcebible plantearse una alternativa distinta del capitalismo, este relato nos satura con postales del apocalipsis y numerosos ejemplos de las que ya quisiera fueran todas profecías autocumplidas.

La eficacia de este relato, que sin lugar a dudas ha prendido en el sentido común, es que, al menos en principio, exime al antichavismo de cualquier responsabilidad: en el presente, en la medida en que se limita a asumir el papel de víctima; de rendir cuentas sobre todo lo que hizo y continúa haciendo para que las potencialidades del pasado (construir un país con justicia) no se realicen; y de plantear una propuesta de cara al futuro.

En tanto que lo único que tiene para ofrecer es más neoliberalismo, el futuro de las mayorías populares se vería constreñido a un tiempo por venir cuya única diferencia respecto del presente estribaría en que, habiendo retomado el control del Estado, el antichavismo podría ejercer a sus anchas el rol de victimario. Más que realmente futuro, pura y simple reducción al absurdo. Fisher se interrogaba: «¿Y si el éxito del neoliberalismo no fuera la demostración de la inevitabilidad del capitalismo, sino un testamento de la magnitud de la amenaza planteada por el fantasma de una sociedad que podía ser libre?».[19] En nuestro caso, tendríamos que comenzar por asumir que el ruinoso estado de cosas en el presente es consecuencia de la conjura del peligro que representaba el espectro de un país con justicia.

Para estar en posición de ser portavoces de una política con futuro tendríamos que asumir, igualmente, que el socialismo del siglo XXI, más que una cosa del pasado, es el pasado que todavía no ha ocurrido, y que por tanto corresponde volver a narrarlo.

Volver a narrarlo significa asumir que el actual estado de cosas no guarda relación alguna con el socialismo, ni siquiera con el socialismo del siglo XX, sino que es capitalismo real puro y duro, y que lo que terminó prevaleciendo, a despecho del relato antichavista, fue el realismo capitalista retratado por Fisher; significa, insisto, asumir que el socialismo apenas había comenzado a implantarse entre nosotros, que estábamos en transición hacia, pero en algún punto esa trayectoria se vio interrumpida. Como lo he planteado en otra parte, «en lo absoluto puede considerarse a la Revolución bolivariana como un proyecto fracasado, sino como un proyecto inacabado».[20]

Continuará…

Notas:

[1] Reinaldo Iturriza López: «El experimento venezolano». Telesur, 27 de enero de 2019.

[2] Naomi Klein: La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre. Paidós Ibérica, Barcelona, España, 2007.

[3] Reinaldo Iturriza López: «Venezuela y el “capitalismo del desastre”». Telesur, 31 de enero de 2019.

[4] Reinaldo Iturriza López: «Venezuela: de furibundos y simulacros»Telesur, 5 de mayo de 2019.

[5] Naomi Klein: La doctrina del shock… Op. Cit. pp. 579–581.

[6] Ibíd. pp. 582–589.

[7] Ibídpp. 591–595.

[8] Ibídpp. 595–602.

[9] Ibídpp. 601–605.

[10] Mark Fisher: Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Caja Negra Editora, Buenos Aires, Argentina, 2016.

[11] Reinaldo Iturriza (22 de abril de 2020): La pandemia y el realismo capitalista, [Archivo de video], YouTube, https://youtu.be/pR7E4GIRs0A

Entonces comentaba: «La primera semana de cuarentena veíamos en casa la película “Niños del hombre”, de Alfonso Cuarón, que transcurre en una Londres distópica, en el año 2027. En la película, la propagación de cierto virus, sobre el que no tenemos mayores noticias, ha impedido la concepción de nuevos seres humanos durante los últimos veinte años. Entre otros detalles que saltan a la vista, podemos ver terribles imágenes de inmigrantes encerrados en jaulas, además en pleno espacio público. Pero, ¿es realmente una película distópica o, como sucede con las mejores obras de ficción, nos habla menos de un futuro improbable que de una realidad presente que exige cambios radicales? En nuestro tiempo presente, un virus ataca con particular saña no a niños y niñas, sino a las personas de la tercera edad. Y aquellas escenas de inmigrantes enjaulados nos recuerdan a las jaulas en territorio estadounidense, en las que encierran a los migrantes provenientes de Centroamérica, separando, por cierto, a niños y niñas de sus padres y madres. También nos recuerdan a los campos de refugiados en la civilizada Europa. Comentando esta misma película, Mark Fisher definía el concepto de “realismo capitalista”. Fisher se refería a ese sentido común, tan arraigado en nuestro tiempo, según el cual el capitalismo es el único sistema político y económico viable, resultándonos imposible imaginar una alternativa coherente.

[12] Fernand Braudel: La dinámica del capitalismo. Fondo de Cultura Económica, México, 2014, pp. 88–89.

[13] Jorge Riechmann: La insólita anomalía de poder estar a favor del gobierno. Público, 6 de marzo de 2013.

[14] Propuesta del Candidato de la Patria, Comandante Hugo Chávez, para la Gestión Bolivariana Socialista 2013–2019 (Plan de la Patria 2013–2019). Comando de Campaña Carabobo, Caracas, Venezuela, 11 de junio de 2012. p. 2.

[15] Hugo Chávez Frías: Intervención durante reunión del Consejo de Ministros. Todo Chávez en la Web, Instituto de Altos Estudios del Pensamiento del Comandante Hugo Chávez, Caracas, Venezuela, 20 de octubre de 2012.

[16] Mark Fisher: Realismo capitalista… Op. Citp. 22.

[17] Mark Fisher: Comunismo ácido. Introducción inconclusa, en: K-Punk. Volumen 3. Escritos reunidos e inéditos. Caja Negra Editora, Buenos Aires, Argentina, 2021. p. 125.

[18] Ibídp. 129.

[19] Ibídp. 130.

[20] Reinaldo Iturriza López: Hasta el 2021. Siete lecciones y un horizonte. Saber y poder, 13 de enero de 2021.

Fuente: https://medium.com/la-tiza/un-primer-balance-general-de-la-etapa-post-ch%C3%A1vez-92e192634f12


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