Entre derechas nuevas y viejas nos jugamos nuestra existencia. Por Daniel Campione.

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El reciente atentado contra la expresidenta y actual vicepresidenta ha suscitado con renovada fuerza la cuestión de las extremas derechas. Creemos que la reflexión fecunda sobre el tema y las acciones consecuentes no radican en combatir a grupúsculos marginales sino en desenmascarar el “ultrismo” reaccionario que hoy ocupa parte creciente del escenario

El título de esta mesa refiere a las “nuevas derechas”, pese a lo cual me quiero circunscribir a las derechas extremas. Lo hago desde el entendimiento de que, aquí y en otras latitudes, se vive un proceso de “ultraderechización”. Me refiero con ese término no sólo a que aparecen nuevas expresiones de ultraderecha y adquieren un auditorio creciente, sino a que las derechas preexistentes se radicalizan, en una deriva hasta ahora no contenida hacia una “refundación” a base de posiciones extremas.

Quiero aquí ocuparme brevemente de la extrema derecha que realmente crece y toma importancia en Argentina. Que no es la de los pequeños grupos que tienen resabios nazis explícitos o invocan de modo más general a los fascismos del siglo XX como referencia. Tampoco hay que entretenerse demasiado con desvaríos anarcocapitalistas que pretenden realizar su modelo en zonas aisladas a las que no llega ningún aparato estatal, o incluso plantean la colonización de otros planetas.

Entendemos que la mirada sobre las extremas derechas no debe solazarse en el ataque a grupos que sostengan posiciones más o menos delirantes, en general ultraminoritarias. Éstos en general son reducidas fuerzas de choque, a veces sin aptitudes, adiestramiento o recursos para ejercer con eficacia ese rol. Y son muy poca cosa si no tienen estímulo y ayuda de núcleos menos marginales, más numerosos y con cierta capacidad organizativa y financiera.

Sin la necesaria contextualización, la crítica de los ultras entre los ultras adquiriría visos de sermón moral, sin mayor productividad política.

La preocupación mayor, por lejos, no pueden ser las sectas, por más que revistan peligrosidad e incluso puedan cometer hechos tan deletéreos como un magnicidio. Se requiere a mi juicio enfocar hacia el conjunto de las derechas. Y ver las interacciones y los efectos de “arrastre” que se dan entre sectores más radicales y los que se supone más moderados.

Los hechos recientes y su investigación van dejando al descubierto la existencia de organizaciones de extrema derecha que promueven el viraje desde el discurso “antipopulista” a la incitación a arrasar con la legitimidad proporcionada por el voto, sin excluir para ello la supresión física del visualizado como enemigo.

De todas maneras los núcleos que aparecen calificados como para disputar posiciones de poder e influir en el itinerario político general son los autodenominados “libertarios”, bajo la bandera del repudio sin cortapisas de la política y de los políticos. Y de la demonización del Estado y la exaltación de lo privado.

Quiero referirme entonces a la derecha ultraliberal en economía y con propensiones autoritarias crecientes en política. La que ha creado sus propios partidos con buenos resultados en la provincia de Buenos Aires y mucho más en la Ciudad, con proyección creciente en otros lugares del país.

 A la vez que influye sobre núcleos de la coalición Juntos por el Cambio, que parecen propensos a dejar de lado el tono tecnocrático y de pretensión racional a favor de un discurso de “orden” a como dé lugar, que asocia reformas económicas radicales con intervenciones violentas que prevengan movimientos de resistencia o sofoquen a los ya producidos.

Coincidimos con Ernesto Semán en que “más que polarización, lo que hay en Argentina es una clara radicalización de la derecha”. 

Expresiones derechistas de signo conservador en su origen, son arrastradas bien a alianzas explícitas con la ultraderecha o pasan a adoptar, cada vez más, buena parte de la agenda extrema de esas agrupaciones.

En Argentina se vive un proceso en esa dirección, lo que ha quedado claro hace un tiempo en el agrio debate, entre distintas corrientes de la coalición Juntos por el Cambio a propósito de abrir o no el camino al ingreso de los llamados “libertarios” a la alianza opositora. Fueron varias las manifestaciones acerca de “no dejar a nadie afuera”. La evidencia se refuerza en la medida que se asiste a la aspiración de al menos una de las principales precandidatas a convertirse en un espejo argentino de la imagen y las propuestas irradiadas por Jair Bolsonaro.

El expresidente afirmó que sus ideas económicas son similares a las de Javier Milei. Y la presidenta de PRO está involucrada desde hace años en el impulso a que las balas de plomo sean una de las herramientas permanentes del aparato estatal. Producida la combinación entre las ideas ultraliberales en lo económico y el enfoque ultrarrepresivo de cuestiones de lo que mal se denomina “seguridad”, el posible margen de discrepancia con el líder “libertario” se vuelve estrecho y quizás irrelevante.

Las organizaciones más radicales vienen teniendo éxito en “ultraderechizar” el debate público, haciendo aceptables discursos y narrativas que hasta hace poco tiempo no lo eran.  Por ejemplo, que se pueda instalar en los medios un debate sobre la legalización de la venta de órganos es una muestra de esos logros, así sea para condenar esa siniestra interpretación de la libertad de mercado.

Son significativas aquí palabras de Miguel Mazzeo: “Bufones peligrosos, los libertarios le sirven a las clases dominantes para “popularizar” la flexibilización laboral, la desregulación económica, la privatización; para idealizar el perfil “fisiocrático” de la Argentina; para promover el desarrollo de un Estado en clave penitenciaria; en fin, le sirven para ampliar los márgenes del mercado capitalista y el Estado de malestar.”

Ya hace cuatro años que un derechista extremo es presidente de la primera potencia regional. Hace nada más que un par de años que un dirigente “ultra” significativamente apodado “el macho” expulsó de Bolivia a un gobierno progresista. Y hace sólo unos meses que otro ultraderechista disputó con posibilidades de éxito la primera magistratura de Chile. Nada garantiza que en Argentina no pueda ocurrir un encumbramiento similar.

¡Ah, la república!

No es tampoco casualidad el uso de cierta terminología, que marca otro sendero de radicalización. Las derechas hablan cada vez más de república y menos de democracia. Eso es síntoma de que se asigna más gravitación al juego de las instituciones que a la soberanía popular. Lo que emana del sufragio, por ejemplo, puede y debe ser “corregido” en todo o en parte por el Poder Judicial cada vez que sea necesario.

Tal como se hizo en Brasil con el expresidente Lula para impedir un muy probable triunfo electoral. Similar a lo  que se intenta en Argentina con la actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, pasa sacarla del juego democrático con una condena a “inhabilitación” a perpetuidad para ocupar cargos públicos.

La “prensa libre”, otro supuesto atributo republicano, tiene a su cargo lanzar y luego azuzar con el mayor ímpetu las acusaciones de corrupción más allá de su veracidad real, para convertirlas en “verdades” mediáticas. Entre sus instrumentos está el de enaltecer a los que llaman “jueces independientes”, que son todxs los que muestran la dosis de espíritu reaccionario y subordinación que le demandan.

El Poder Judicial y los grupos económicos propietarios de medios tienen en común que son órganos a los que nadie elige. Y son conducidos, de modo público, como los grandes grupos de medios, o entre bambalinas, como el poder judicial; por quienes poseen el dinero y acumulan poder al margen de la voluntad popular.

En Argentina, incluso las expresiones de la derecha más radical vienen envueltas de “republicanismo”. Tal proclamada afección por las instituciones republicanas, es trasmutado en impulso contra la voluntad popular. Ello a partir de un pseudoelitismo de ciudadanos autopercibidos como “conscientes” e “informados” que quieren arrebatar el poder político de una masa a la que suponen ignorante y manipulada por liderazgos verticalistas y clientelares.

El sedicente “republicanismo” erige en sus enemigos a una masa creciente de conciudadanos empobrecidos, a quienes estigmatiza por recibir auxilios de parte del Estado, y por su supuesta incapacidad, o falta de esfuerzo, para generar sus propios ingresos.

Los considera “peligrosos” para el lugar de bienestar al que le daría derecho su laboriosidad y mayor formación cultural. Una contraposición de los ciudadanos “productivos”, sujetos de la república a recuperar, enfrentados a quienes dependen en todo o en parte de alguna de las ramificaciones del Estado nacional. A menudo con inclusión de los empleados públicos de todas las jurisdicciones y niveles.

Las cúpulas de los poderes de hecho interpelan a un “republicanismo popular”, articulado sobre la “cultura del esfuerzo”, contrapuesta a todo camino solidario. Al respecto comentan Carolina Collazo y Adrián Pulleiro: “Vaciada de toda salida colectiva, la desconfianza empalma con la crítica a los valores del igualitarismo, ahora en nombre de la lucha contra los privilegios de la plebe, para enaltecer una salida hiperindividualista basada en el mérito personal. La audacia es parte del repertorio, al punto de plantear una «utopía liberal» que, aunque tiene mucho de huida hacia la nada, es capaz de disputar los sentidos sobre el futuro.”

La pretendida consolidación de “la República” necesita del llamado a silencio de las masas soliviantadas por los caudillos “populistas”. Y dejar todo el protagonismo a la ciudadanía individualista y de espíritu emprendedor, llamada a construir una “república” sólo destinada a los autoproclamados “republicanos”.

Las fuerzas de la derecha que blasona con la república pretenden nada menos que todo el poder, al menos hasta lograr completar la domesticación de la sociedad argentina.

No quieren piquetes, ni huelgas, ni feminismos desobedientes, ni defensas del medio ambiente que cuestionen la maximización de las ganancias.  No desean ya estrategias de “contención”, de concesiones parciales, de medidas compensatorias hacia una base electoral popular y en gran parte organizada.

Sólo se conforman con su oscura “República” refundada, hecha por y para lxs argentinxs que, según ellos, son los únicos que merecen su condición de tales. Aquellos que se imaginan competitivos y emprendedores, que nada lo esperan de la benevolencia del Estado y todo lo aguardan de las sabias decisiones de los inversores, El “buen clima de negocios” y la garantía plena a la propiedad, serían las bases de una “Nueva Argentina” que dejaría atrás lo que entienden y predican como largas décadas de decadencia.

Uno de los pseudorrepublicanos más eminentes, fugaz ministro de Economía que dejó triste memoria en ese cargo, ha dicho públicamente “Son ellos o nosotros.” Un viejo adagio enunciaba: “Del enemigo el consejo”.

“Discursos de odio” ¿Qué es esto?

Hoy se expande la condena genérica a “los discursos de odio”, como vehículo de contraataque ideológico frente a la derecha radicalizada. A menudo se los encara como si se generaran por la sola influencia de los medios de comunicación, el llamado “partido judicial” y los partidos de derecha, sin coordenadas sociales que los determinan.

Esos discursos son un fruto de algo aún más tangible, como es la difusión de un ideario que toma un conjunto de reivindicaciones motorizadas por el gran capital, el que aspira a movilizar todos sus vastos recursos para lograrlo. Lo que se produce en el contexto de una sociedad y un Estado en crisis, en lo que se percibe como un laberinto de decadencia del que no se encuentra cómo salir.

Se trata de recuperar un lugar central para las pertenencias y las orientaciones de clase al considerar a las extremas derechas y los llamados “discursos de odio”. Hoy gana espacio en muchas partes del  mundo, y en particular en nuestro país, la rabia contra lxs pobres, el ocultamiento de los enemigos de arriba que es acompañado y fortalecido con la incitación a buscar enemigos hacia abajo, vistos como perezosos, peligrosos, “negros”.

Se resiente el sostenido declive de la mitología de Argentina como sociedad blanca, orientada al ascenso social y al emprendimiento individual. La conciencia del deterioro de esos sueños, cuando no su violenta desmentida en un contexto inestable, inseguro y empobrecido, es guiada hacia la oscura fantasía que a menudo se verbaliza con “A los negros hay que matarlos a todos”.

Se trata de matar, en metáfora o en acto, para rediseñar una sociedad de plena “mercantilización”, en la que la libertad deseable sea la de mercado, por encima y a menudo en contra, de todas las demás.

No es verdad que el amor venza al odio, como reza la consigna tan levantada en nuestros días y que tiene ya largos años de andadura. Atribuir una hipotética victoria futura a los sentimientos amorosos, es una divisa simpática. Que sin embargo contradice los lineamientos básicos del conflicto social.

Una lucha en la que la violencia, material y simbólica, su posesión y despliegue es un componente esencial. Los poderes fácticos alternan violencia y consentimiento y nunca dejan de tener “acorazada de coerción” como enseñó Gramsci, su capacidad hegemónica. Pueden ejercer capacidad de convicción luego de imponerse por la fuerza y también resguardar el consenso obtenido con ejercicio de violencia selectiva o amenazas latentes de restaurar un dominio plenamente coercitivo. Nada de eso puede ser controlado o regulado sólo con algo que pueda llamarse “amor”.

Los llamamientos “consensualistas” son desmovilizadores. ¿A qué acuerdo se puede llegar con quienes esperan un nuevo turno de gobierno para emprender una ofensiva cuyo punto de partida sería un golpe devastador y fulminante a las clases subalternas (Cuando dicen “no tenemos 100 días tenemos 100 horas), contra los derechos y el nivel de vida de trabajadores y pobres? Y esa amenaza la han proferido los supuestos “moderados” de la coalición de derecha.

Existe un programa impulsado por el núcleo de los poderes fácticos que abarca medidas en diversos campos. Reforma laboral, debilitamiento sindical, reforma previsional con perjuicio de los regímenes especiales y aumento de la edad jubilatoria, transformaciones tributarias de sentido regresivo, privatizaciones. Asimismo alineamiento punto por punto de la política exterior a los dictados de EE.UU, adopción de una política de seguridad ultrarrepresiva alineada con las directivas en la materia de las agencias estadounidenses e israelíes, adecuación de la política de defensa a los lineamientos del Comando Sur.

A su programa económico-social de ofensiva en toda la línea, suman una propuesta cultural que va en contra de la mayoría, sino de la totalidad, de las conquistas en ese campo. Desde las demandas ecologistas, la perspectiva de género, la reivindicación de los pueblos originarios, hasta el lenguaje inclusivo despiertan sus iras y están dispuestos a borrarlos del mapa. Para volver a una sociedad de valores conservadores, donde los individuos aislados disfruten de una presunta “libertad” contraria a cualquier iniciativa solidaria y a toda construcción colectiva.

Estos odios se extienden por supuesto al movimiento obrero, sin excluir siquiera a los sectores más burocráticos y conciliadores. En una metáfora de matices sombríos, el líder de PRO habló de la necesidad de “sacrificarlos” sin demasiado sufrimiento. Y a corto plazo podrían proyectarse sobre toda organización que pretenda discrepar con el programa del gran capital. Mucho más si se proponen confrontar de un modo activo. Como sostiene Ezequiel Adamovsky:

 “…más temprano que tarde, el constante desprecio hacia las clases bajas y sus derechos, la erosión de los consensos democráticos básicos y el mayor autoritarismo distribuido en la sociedad se revertirá contra el conjunto de las agrupaciones que no sean suficientemente de derecha. Porque la grieta se monta sobre el par peronismo/antiperonismo, pero también lo excede”.

En qué se puede coincidir con quienes esperan utilizar de ariete a los sectores más duros y extremos, para imponer una pedagogía de la derrota definitiva, un nuevo dominio que convierta en indefendible cualquier idea “populista”, mucho menos “socialista”. E incluso la adjudicación al Estado de cualquier función que exceda al “Estado gendarme” más tradicional.

Parlamento sin hegemonía.

Algo que escasea es la comprensión en toda su dimensión de que existe un masivo descreimiento en la dirigencia política que se expande hacia una profunda desconfianza en la democracia. Y un porcentaje creciente de ciudadanos que asume con indiferencia la forma de gobierno existente, dispuestos a apoyar a algún sistema dictatorial si éste le proporciona soluciones para sus problemas acuciantes.

No es una situación particular de Argentina sino de toda la región. Hay encuestas sobre promedios latinoamericanos que indican que el apoyo ciudadano a la democracia ha descendido al 49%, desde cifras superiores al 60% hace una década. El 27% se muestran predispuestos a apoyar a un gobierno autoritario. Más del 70 % piensa que se gobierna para el beneficio de unos pocos poderosos y no de la mayoría. Los partidos políticos y los poderes legislativos ostentan un abrumador desprestigio y otro tanto ocurre con las autoridades judiciales.

El “ejercicio normal de la hegemonía”, que Antonio Gramsci daba como característico de los regímenes parlamentarios está hoy en fuerte declive. Hay parlamentarismo pero no hay hegemonía propiamente dicha. La definición del autor de los Cuadernos de las formaciones hegemónicas como caracterizadas por la existencia de “unidad económica y política, una unidad intelectual y moral, en un nivel no corporativo sino universal, de hegemonía de una agrupación social fundamental sobre las agrupaciones subordinadas» (Gramsci 2012: 139) dista de estar reflejada en la vida política actual.

El estudioso gramsciano Fabio Frosini sostiene que “… la hegemonía supone que de los grupos sociales a los que el proyecto hegemónico se dirige, la clase dominante espera una respuesta, una forma activa de colaboración» (Frosini 2017: 55)

Las clases subalternas no están predispuestas hoy a una “forma activa de colaboración”. Incluso más, predomina el enojo hacia una dirigencia que no da respuestas, a unas instituciones que se convierten en opacas detentadoras de privilegios. Que se hallan empeñadas en una lucha por el poder que en gran medida no afecta a dimensiones ideológicas sino al empeño en crear o mantener prebendas para los grupos en disputa.

Lo peculiar de esa situación es que las responsabilidades no son puestas por la mayoría de la población en cabeza de los detentadores de las grandes empresas. Ésos que incrementan precios con mecanismos oligopólicos, prestan servicios públicos desastrosos, lucran con necesidades fundamentales como la salud y la educación, mantienen al menos a parte de sus empleados en situaciones de precariedad. Las mismas que se apoderan a bajo costo de los bienes públicos y excluyen al conjunto de la población de su disfrute, mientras los deterioran en un grado a menudo irreversible.

 Son en cambio “los políticos” los que se llevan el mayor rechazo, designados en general, sin mayor diferenciación entre izquierdas y derechas, sin atención a sus historiales respectivos. Cifrándolo todo en el real o supuesto nivel de corrupción y con muy poca atención a sus propuestas concretas.

No se trata de que esa asignación de “culpas” errada exprese un consenso homogéneo con la ideología de las clases dominantes. Responde más bien al sentido común imperante, teñido de conformismo y en el que los “núcleos de buen sentido” no ganan primacía por ahora y, por el contrario, son los componentes conservadores e incluso reaccionarios del mismo los que más afloran a la superficie. Esa configuración del sentido común se reelabora y se realimenta por medio de la labor consecuente de los “aparatos de hegemonía” que, como ya lo sabía Gramsci, a menudo no emiten una ideología sistemática ni homogénea, sino procuran articular y estimular a los peores elementos del sentido común.

Al respecto, cabe la caracterización que hacen dos investigadores de la comunicación “…es interesante remarcar la novedad que al menos una parte de esta derecha de la derecha supone en términos del discurso político. Novedad que se puede resumir en la manera en que combinan estos tres elementos: la figura del nuevo outsider del sistema político, la idea de que la verdadera grieta es la que existe entre la gente común y los políticos, y —tal vez la más importante— la referencia a una fuerza antisistema.” (Collazo-Pullieiro).

Todo se da bajo la fuerte influencia del ideario neoliberal, que sitúa el origen de todos los males en el excesivo gasto público, en la emisión monetaria sin control y en una carga tributaria para las empresas a la que contra toda evidencia motejan de “desmesurada”.

El comportamiento de esas variables se supone que demuestra la maldad e ineptitud incorregible de la dirigencia. De una manera más general, se trata de destruir o debilitar al máximo todo sentido de acción colectiva, de realizaciones solidarias, de motivaciones diferentes a las apetencias mercantiles y los impulsos individualistas.

 La dificultad para la construcción hegemónica de la clase dominante y las dirigencias políticas, judiciales, comunicacionales y culturales que le responden, no tiene por ahora como contraparte a sectores subalternos con capacidad para construir y expandir una hegemonía alternativa. No está en ruedo político y cultural un proyecto de reemplazo para el de una clase dominante que no consigue, y a veces parece que no pretende, convertirse en dirigente.

Los poderes fácticos sí vienen resultando exitosos a la hora de acotar cada vez más lo que se percibe como límites de lo posible. Lo que va acompañado del empeño, también en general realizado, de sacar de la agenda muchos temas que llevan explícito o aún implícito el cuestionamiento a los intereses o las acciones de su clase: Poco se plantea hoy el rol que juegan las empresas multinacionales, tan cuestionadas en otras épocas. Las críticas a los organismos financieros internacionales se tiñen de fatalismo y las explicaciones de la insoportable inflación profesan el credo monetarista.

La democracia menguante

Las clases dominantes buscan un tipo de democracia representativa que arrastre a la población al encierro respecto de la política, apenas matizado por un voto sumiso cada dos o cuatro años, por opciones que no se aparten mayormente de los lineamientos del establishment. Si ese ordenamiento falló o amenaza fallar, llega la hora de los mecanismos preventivos o correctivos que desarticulen la orientación no deseada del voto popular.

Cuando la participación sólo electoral tiende a ser rebasada y hay presencia en las calles, la respuesta reaccionaria es aislar, desprestigiar, reprimir a quienes tienen el atrevimiento de manifestarse, de disputar desde sus colectivos el espacio público a la “gente de orden”. La misma que se cree dueña de ese espacio, para utilizarlo sólo para deambulares individualistas o para enarbolar sus propias demandas.

Los poderes fácticos quieren restringir al mínimo el vuelo autónomo respecto al gran capital de las diferentes instancias de la sociedad civil. Y devolver a los propietarios de los medios de producción el manejo pleno de todos los resortes de la vida social.  En paralelo, minar el poderío de cualquier sector que cuente con alguna capacidad y voluntad si no para enfrentar con éxito esos propósitos, siquiera para atenuar sus efectos.

Como afirmaba un periodista, Carlos Villalba hace poco, reflexionando en torno al reciente atentado: “Desde hace varios años en muchos países de Latinoamérica y el Caribe, las características de sus constituciones y las democracias que sustentan parecen quedarle demasiado estrechas a los intereses de los grupos económicos, a pesar del ritmo acelerado de la concentración de sus riquezas y de que los gobiernos les respondan sumisos, con políticas de ajuste dirigidas por el Fondo Monetario Internacional.”

En los últimos días, después del atentado, se ha hablado hasta el agotamiento de que se ha roto el “acuerdo social” en el que estaría basada, desde 1983, la democracia argentina.

Pareciera no asignarse alcance a incumplimientos flagrantes del pacto democrático que vienen de mucho más atrás. Aquel “con la democracia se cura, se come, se educa” ha quedado hace tiempo desvirtuado en una sociedad con 40% de pobres, un índice de indigencia que bordea el 10% de las personas y con sistemas públicos de educación y de salud en progresiva y hasta ahora irreversible declinación en su calidad y cobertura.

También cabe reparar en que, si algo pone en riesgo a nuestra democracia, es su progresiva degradación, con la constatación cotidiana de que cada vez son menos las decisiones importantes que tienen algún correlato en la voluntad popular. Se gobierna al margen de las promesas a los electorados. Y a despecho de identidades partidarias el grado de obediencia a los poderes fácticos es progresivamente mayor.

Otra apelación que circula es que se alteró la “paz social” y se trata de garantizarla. Esto resulta asimismo problemático, ya que, en las actuales condiciones de nuestra sociedad, tal “paz” puede llevar a una interpretación que la aplique sobre todo a las clases subalternas. Ellas deberían acallar sus protestas y disminuir su nivel de movilización, como forma de garantizar un “orden” que se encuentra amenazado.

Y no podía faltar tampoco el cliché de la “unidad nacional”, invocación con algo de pensamiento mágico. La que parece aspirar a que clases sociales con intereses antagónicos y tendencia al enfrentamiento, arriben a algún pacto duradero “para beneficio de todos.”

Mientras tanto, los poderosos afilarán tranquilos sus armas para apuntalar sus próximos ataques. Y es probable que esta vez utilicen pertrechos pesados y de fuerte carga destructiva.

¿Qué hacer, en estas circunstancias?

Los que aspiramos a una transformación social profunda debemos ser conscientes de la necesidad de enfrentar las posiciones que sólo proponen profundizar las propuestas neoliberales hasta límites destructivos.

Propuestas que tienden a captar a parte de los sectores medios y aún a una porción de los más populares. La desesperanza, el miedo a perder el lugar, siquiera modesto e insatisfactorio, que se tiene en la sociedad, la indignación encauzada hacia los políticos en lugar de contra los verdaderos dueños del poder, alimentan ese consenso regresivo.

Pueden alimentar las apelaciones ultraderechistas el desencanto con un sistema político que no brinda respuestas a necesidades perentorias, el ya mencionado resentimiento con un aparato estatal en el que los servicios a la población se deterioran día a día, el descontento con una dirigencia que aparece celosa de sus privilegios en medio de la precariedad y la pobreza.

El “programa” acordado con el FMI nos ata a un futuro de dependencia, economía re-primarizada, agronegocio, fracking, extractivismo minero, etc., con un devastador impacto ambiental y social. Los “ganadores” de este modelo de país son y serán muy pocos. Quienes viven en la indigencia y los que luchan contra el hundimiento en la pobreza, con pocas posibilidades de éxito, tienen todas las de perder si no se suscita un movimiento en sentido contrario.

En esas condiciones, la calificación de los políticos en su conjunto como una “casta” a la que es imperativo desalojar del poder, encuentra una audiencia favorable. La indefensión frente al gran capital en la que queda la ciudadanía si las mediaciones políticas caen no llega a ser captada. Amplias franjas sociales hallan encanto en las apelaciones contra poderes opresores, cuya extinción dejaría lugar para que los ciudadanos progresen en base a sus solas fuerzas.

Creemos que se trata de disputar el sentido común, de abrirse paso con la idea de que el horizonte de lo posible puede expandirse en dirección a una sociedad igualitaria y justa. De enarbolar una rebelión de izquierda. Y formular una denuncia consecuente de las acciones de los verdaderos factores de poder.

Se trata a la vez de desenmascar la supuesta rebeldía de derecha, que encubre el propósito del sometimiento más completo de toda la vida social al 1% de la sociedad que es dueño de los grandes negocios y de los medios de comunicación.

Y expandir la convicción de que el capitalismo no sólo es un orden basado en la explotación y en una desigualdad cada vez más acentuada, sino que amenaza destruir el planeta.

El trazado de una agenda contrahegemónica es un imperativo de la hora, so pena de dejar inerme a la mayoría de la sociedad frente al asalto emprendido desde arriba.

Hoy las lecciones de Gramsci acerca de cómo enfrentar en el terreno de la cultura y la lucha de ideas al poderío de la burguesía pueden ser muy útiles. Y la vieja consigna luxemburguiana “socialismo o barbarie” posee una actualidad creciente.

Enfrentamos expresiones bárbaras que con estilos diferentes al del fascismo de la primera mitad del siglo pasado, producen una nueva embestida contra lo poco de auspicioso que encontramos en nuestro mundo actual. Y se dirigen a obturar toda posibilidad de acceder a un orden social distinto. No se puede permanecer al margen, so pena de ganarse los duros reproches de Gramsci hacia los indiferentes.

Nuestros días, en el país y en el mundo, nos compelen a revistar en el orden de la “gran política” más que en de la “pequeña política” manipulada desde arriba.

Cabe recordar la definición gramsciana: “Gran política (alta política), pequeña política (política del día, política parlamentaria, de corredores, de intriga). La gran política comprende las cuestiones vinculadas con la fundación de nuevos Estados, con la lucha por la destrucción, la defensa, la conservación de determinadas estructuras orgánicas económico-sociales. La pequeña política comprende las cuestiones parciales y cotidianas que se plantean en el interior de una estructura ya establecida, debido a las luchas de preeminencia entre las diversas fracciones de una misma clase política.”

 Y asimismo es imprescindible, también en la veta gramsciana, distinguir los movimientos orgánicos de los de coyuntura, según su perdurabilidad y en la medida que afecten o no al conjunto de la sociedad.

Hoy nos podríamos encontrar en Argentina con un próximo triunfo electoral de una expresión radicalizada que asumiera un camino de acción parecido al de Bolsonaro en Brasil. Que trate de hacer retroceder 50 años todas las conquistas progresivas de la sociedad argentina. No podrá derrotarse esa posibilidad con opciones contemporizadoras ni con llamados al diálogo.  Estamos si no frente a una amenaza fascista sí ante un movimiento reaccionario que aspira a tomar rápidamente el control de las derechas en su conjunto.

Derechas cuya principal expresión, la que gobernó entre 2015 y 2019, hasta no hace mucho, era catalogada por variados analistas como “moderna y democrática”. Y hoy está en trance de demostrar que no es ni lo uno ni lo otro.

En el fondo nos encontramos con el capitalismo desnudo, que como escribió Marx en su momento avanza chorreando sangre y lodo. Estamos frente a un proyecto de sometimiento de las masas populares, del que hay fuertes indicios que no vacilará en dar un lugar creciente a la coerción, hasta imponer un disciplinamiento que deje vacía las calles y garantice una fuerza de trabajo sumisa y resignada.

Para enfrentarlo necesitamos, lo enfatizamos, recobrar el sentido de la “gran política”, la que pone en discusión las bases mismas de la organización social.

En el cuadro de situación actual, la visión gramsciana que predominó en la década de 1980 y la siguiente, democratizante y reformista, acompañada por la “descomunización” y “desmarxistización” de Gramsci no tiene ninguna vigencia. El italiano fue un pensador de la revolución y el socialismo, desde su acción en Turín como intelectual orgánico de los consejos de fábrica hasta sus últimos escritos de los Cuadernos. Su mente no fue detenida por la cárcel fascista, como quería el fiscal que pidió su condena.

Queda planteado el desafío de volver a Gramsci, con los pies bien afirmados en el siglo XXI.

Si nuestras mentes incorporan la herencia gramsciana y la traducen en pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, no podrá detenerlas ninguna combinación puramente reaccionaria, que sólo le ofrece a las mayorías populares el ejercicio de un individualismo acotado por el sometimiento y la explotación, librado a una competencia destructiva, mientras apuntalan las ganancias de sus patrones, de los dueños del poder.

Como hemos expuesto brevemente, los personeros de las clases dominantes pretenden su avance con una agenda cada vez más radical y sin reparar en ningún tipo de costos. La verdadera lucha contra la extrema derecha no se reduce a una cuestión policial. Ni a una administración “prolija” de lo existente que procure no despertar la ira de los reaccionarios.

No se trata sólo de alertar sobre una posible catástrofe, sino de generar los medios eficaces para impedirla. No son las “derechas moderadas” asuman o no esa identidad, las que podrán derrotar a sus impulsores.

Las disyuntivas que están planteadas pueden ser resueltas por una política transformadora que tenga entre sus principales líneas de acción la búsqueda de una democratización radical. Que se asiente en un cuestionamiento progresivo de las relaciones de producción.

Se nos trata de aherrojar con tímidas discusiones acerca de la “redistribución de la riqueza”, que incluso en su apocamiento son vilipendiadas desde el poder real como un atrevimiento extemporáneo. Hoy no hay camino de redistribución drástica y permanente sin poner en tela de juicio la propiedad y la explotación. No existe una sociedad más justa dentro del capitalismo.

Mientras tanto, la movilización de masas en la denuncia del “ultrismo” neoliberal será una herramienta indispensable para frenar su avance. Que a su vez se convierta en una vía en dirección a una lucha decisiva en búsqueda de cambios de fondo.

Gramsci escribió, en uno de sus pasajes más famosos: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Podríamos agregar que no aparecerá ningún mundo nuevo sin la concienzuda destrucción de esas formas monstruosas.

Permítaseme evocar al respecto una estrofa perteneciente a una antigua canción de Joan Manuel Serrat:

No esperes de ningún modo
que se dignen consentir
tu acceso al porvenir
los que hoy arrasan con todo.

El texto aquí publicado se halla basado en la ponencia presentada por su autor en la Jornada Gramsci en la Biblioteca Nacional: de los Cuadernos a la vida, como parte de la mesa Nuevas derechas y neofascismo 2.0. La misma se realizó el 26/09/2022 en el Auditorio de la Biblioteca.

Fuente: https://contrahegemoniaweb.com.ar/2022/09/27/entre-derechas-nuevas-y-viejas-nos-jugamos-nuestra-existencia/

Daniel Campione
Daniel Campione

Profesor universitario en la UBA, investigador en temas de historia del siglo XX y actualidad política. Autor entre otros libros de «Los orígenes estatales del peronismo», «La guerra civil española: Argentina y los argentinos» y «Los años de Menem».


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