Alarmados, los funcionarios habían notado que con el correr de los años el pensamiento del docente ganaba en juventud y espíritu crítico. Lúcido, de una filosa ironía de cuyas estocadas disfruta, Grüner habló de los límites del neo-desarrollismo pisoteados en estos días por las masas en Brasil, y su convencimiento de que no se trata de discutir cuáles forma de capitalismo queremos sino de debatir las alternativas a un sistema que agoniza y amenaza a arrastrar en su hora terminal, a la Humanidad en su conjunto.
– Algunos ven a la actual crisis como el principio del final del capitalismo. Como todo policial negro, la historia del capitalismo está repleta de crímenes. ¿Cree que en este relato, el villano morirá de muerte natural? ¿No es confiar demasiado en el destino?
– No conozco ninguna “izquierda” que confíe (ni demasiado ni un poco) en el destino. En todo caso, desde los trágicos griegos para acá, el destino es más bien algo para temer antes que para tenerle confianza. Que el capitalismo mundial, carcomido desde adentro por sus contradicciones estructurales, está en situación de crisis terminal, no cabe ninguna duda. No hace falta ser muy de izquierda para constatar eso: se puede apenas ojear el New York Times o The Economist para comprobar el pánico generalizado que cunde entre las clases dominantes de las grandes potencias capitalistas (incluso las “emergentes”, como China): desocupación, pauperización, derrumbe de los restos de “Estado de Bienestar”, degradación de los servicios de salud y educación, catástrofe de la vivienda, etcétera. Y no para allí: guerras, terrorismo, racismo, fundamentalismos de todo tipo. La crisis no es una mera cuestión económica: es una gigantesca descomposición política, social, cultural, moral y hasta psicológica. El villano no está muriendo de “muerte natural”, sino de su propia podredumbre interna. Su misma historia es un cáncer nauseabundo que lo mina desde la raíz. Como en el famoso cuento del señor Valdemar de Edgar Allan Poe, ya está muerto y descomponiéndose, sólo que ni él ni nosotros terminamos de darnos cuenta. Ahora bien, no es cuestión de esperar que su “destino” se cumpla. Porque, mientras tanto, esa peste nos contamina a todos –puesto que todos, nos guste o no, somos partículas del sociometabolismo del Capital al que alude István Meszarós-, y va a terminar arrastrando a la humanidad al abismo: como decía Rosa Luxemburgo, el socialismo no es la única posibilidad: la otra es la más absoluta barbarie.
El capitalismo ya ha abierto esa puerta: estamos en estado de vértigo, asomados al vacío. Por fortuna los pueblos, aunque a veces pareciera que llegan al borde de ese precipicio paralizados, finalmente reaccionan: ahí están las “primaveras árabes”, Turquía, Brasil, y todos los días hay alguna novedad en ese sentido. Esas reacciones son todavía confusas, contradictorias, fragmentarias, no tienen una organización o dirección coordinada, ni un proyecto alternativo visible. Parecerían estar aún en la fase de pura negatividad . Pero no son, me parece, cualunquismo anti-político ni mera rabia del “que se vayan todos”. Algo diferente está ocurriendo, sólo que está en el punto de puro acontecimiento , sobre el cual no podemos todavía establecer códigos. Lo importante es que cada vez más sectores de la sociedad mundial empiezan a comprender que dentro de los límites del “sociometabolismo” no hay salvación posible.
No se trata de ilusionarse con esperanzas desmedidas o apresuradas, pero sí de extraer una lección eterna: el villano siempre necesita que le demos el último empujón, antes de que algún milagro satánico le permita recuperarse. Entonces, no, no es cuestión de “confiar” en que la Historia con mayúscula lo saque de en medio: eso sería creer que la historia es como la Naturaleza, con leyes rígidas y repetitivas que se van a cumplir a rajatablas. Pero la historia es algo que hacemos todos , aunque no podamos elegir las condiciones en que la hemos heredado. Cito, como casi siempre, a Sartre: no se trata de lamentar lo que la historia nos ha hecho, sino de averiguar qué somos capaces de hacer nosotros con eso que nos ha hecho.
Brasil, un cóctel que no tenía que explotar pero explotó
-En estos días Brasil presenta un fenómeno interesante. A la irrupción de las masas en las grandes ciudades ahora se suman las centrales obreras, los trabajadores organizados. ¿Las tibias mejoras de los últimos años en el vecino país tienen que ver con esta reacción popular y las limitaciones de un modelo?
– La pregunta es asimismo interesante. En estos casos suele haber un grado alto de incertidumbre sociológica y política: ¿dónde trazamos la raya, la frontera, entre las mejoras “intra-sistémicas” que producen una suerte de satisfacción conformista, y las que, al contrario, terminan promoviendo más demandas que no van a poder ser satisfechas en los límites del sistema tal como es? ¿Y si, además, los mismos que al principio se “conforman” en otro momento ya no lo hacen más? Por otra parte, mucho depende del “modelo” de legitimación sobre el cual se ha construido la conformidad. Primero, el modelo económico-social: en el caso de Brasil (pero no es el único), como se ha repetido hasta el cansancio, en la década pasada se han ido incorporando entre 30 y 40 millones de personas a una mayor capacidad de consumo. Pero es de consumo : en nada ha cambiado –incluso se ha deteriorado- su posibilidad de acceso a un buen sistema de salud, de educación, de transporte, rubros que siguen estando marcadamente “elitizados”.
Además, esa ilusión tibiamente “desarrollista” de nueva clase media (un “logro” al menos curioso proveniendo de un partido de origen sindical) ha planeado por encima de una estructura social que está entre las más regresivas del mundo en términos de la brecha entre los más ricos y los más pobres. Paradójicamente, la “creación” parcial de una nueva clase media (suponiendo que es eso lo que haya ocurrido, en el mejor de los casos) agudiza el contraste en la percepción de los que quedaron afuera, y provoca una suerte de resentimiento social al subrayar la inequidad. Agréguense la grotesca corrupción de la clase política dominante, la economía clandestina y paralela pero fuertísima del narcotráfico y sus consecuencias de violencia, etcétera. Y finalmente, el hecho –que también ha sido muy mencionado en las últimas semanas, aunque me parece que sin sacar todas sus conclusiones- de que las masas populares brasileñas, con pocas excepciones históricas, fueron siempre más bien receptoras pasivas que protagonistas de su propia historia: el “mejoramiento” de ciertos sectores, pues, no hace más que despertar ese deseo de protagonismo autónomo, que choca contra la rigidez del sistema político tradicional (que ni Lula ni mucho menos Dilma pudieron o quisieron transformar de fondo). Esa mezcla era un cóctel que no tenía por qué explotar, pero explotó. Hay siempre un elemento de indeterminación en estos acontecimientos. Pero una vez que el acontecimiento ocurre, nos damos cuenta retroactivamente de que había condiciones para su ocurrencia. En efecto, la dialéctica entre demandas crecientes y una parálisis sistémica para satisfacerlas produce una presión subterránea que tarde o temprano estalla por algún lado. Es interesante que tanto en Brasil como en Turquía el “pre-texto” fue una protesta “municipal” relativamente menor –un módico aumento en el pasaje del transporte público, el proyecto de construir un shopping en un parque- transformada en una bola de nieve vertiginosa que pone en jaque al sistema político de conjunto, y que no se detiene simplemente dando marcha atrás con las impopulares medidas que la pusieron a rodar. Y no solo eso: que en Brasil ahora se sumen las centrales obreras podría significar un salto cualitativo enorme que haga saltar al movimiento por encima del “corralito” social de la juventud pequeño-burguesa, etcétera. Veremos: la cosa se mueve.
-Muchos intelectuales críticos se han sumado al gobierno K. El problema es que la militancia oficialista parece no haberles dejado lugar para la capacidad crítica. Son solidarios con Evo Morales pero se atragantan cuando a los qom el Vaticano parece más accesible que la Casa Rosada.
– Es una cuestión bien compleja. Un “intelectual crítico”, me parece, no es solamente el que critica a un gobierno de turno, a las corporaciones económicas o a la ideología dominante en los medios, y así. Es, ante todo, el que empieza por someter a (auto) crítica su propia relación (consciente o inconsciente) con el poder. No digo que sea nada fácil de hacer: los dispositivos culturales hegemónicos (lo digo en plural, porque hay más de uno, sean opositores u oficialistas, que se alimentan mutuamente) generan casilleros de sentido común, “andamiajes” de significaciones básicas, y el debate queda encerrado en esos “corralitos” (K / no-K, y así). Hasta los intelectuales más avisados podemos caer en ese “doble vínculo” ideológico. Hay que intentar resistir, incluso forzándose a eso.
No se puede estar opinando sobre todo el tiempo, porque seguro que metemos la pata. Hay, sí, creo, un principio primero: conservar cierta autoimpuesta distancia irónica, para poder mantener la mayor autonomía de juicio posible. Esto no implica no tomar partido, sino al contrario, tomarlo apasionadamente pero con rigor y serenidad crítica. Y es imposible –lo sería para mí, al menos- hacerlo como más o menos orgánico de cualquier “oficialismo” (hay un oficialismo de la oposición, también). Todo eso es un esfuerzo, pero no es un mérito: es el resultado de toda una historia del moderno intelectual crítico después de la II Guerra Mundial (pienso en “modelos” como Sartre o Pasolini), condenado a desgarrarse entre las figuras del intelectual tradicional, “académico”, y el intelectual “orgánico”, de tipo gramsciano. En el medio hay una tierra de nadie, una especie de exilio desclasado. Allí estamos: des-territorializados , como se dice, sin dejar de buscar un lugar. No es una solución, ni una receta: es lo que se puede hoy. Pero me permito insistir: todo oficialismo es necesariamente paralizante para la crítica. Ninguno nos va a dar ese lugar, se mueven con otra lógica. Ya se ha visto hasta el hartazgo que es una vana ilusión creer que se puede intelectualmente influir sobre el poder. A veces, quizá, habrá que hacerlo (cada uno sabrá cuándo), pero entonces se abraza otro compromiso, no estrictamente “intelectual”, como yo lo concibo.
El final de las “restauraciones” bonapartistas
-Aquel 2001 del “que se vayan todos”, terminó sin que la clase política sufriera un rasguño, ¿o lo que sucedió realmente, es que ese sentimiento continúa latente?
– No creo que sean instancias y momentos políticos comparables. Téngase en cuenta lo siguiente: en diciembre de 2001 habíamos tocado fondo, el país entero era un polvorín a punto de estallar, allí sí sabíamos que eso podía ocurrir en cualquier momento, y ocurrió. Pero, pese a toda su espectacularidad y dramatismo (y costo de vidas), el estallido fue limitado. No es mi intención minimizarlo, porque supuso para las masas populares un aprendizaje importantísimo en términos de su autonomía de acción política y autoorganización (las asambleas, los piquetes, las fábricas recuperadas, la democracia “horizontal”, etcétera). Sin embargo, por un lado no se pudo articular un proyecto, una organización consistente ni una dirección políticamente consciente que implicara una transformación radical, un viraje hacia “otra lógica”; y por otro, el “Que se vayan todos” aludía a los políticos tradicionales, a los “representantes” malos o corruptos, pero no alcanzaba a, digamos, las multinacionales o las clases dominantes en su conjunto. Ese hiato entre la negatividad del cuestionamiento y la positividad de un proyecto alternativo permitió que la fracción más inteligente de la clase política tradicional –digamos, para abreviar, la fracción “K”- pudiera lograr una suerte de “restauración” del sistema político burgués, también al calor del llamado “viento de cola”, y recoger algunas de las demandas del 2001 para reconstruir parcialmente la legitimidad del sistema.
Ahora estamos en una fase muy diferente, tanto a nivel nacional como mundial. La crisis global del Capital se ha profundizado muy agudamente a partir del 2008, el “viento de cola” amainó muchísimo, y hemos entrado en una nueva etapa (brumosa, sin duda, y no siempre plenamente consciente, pero el “ruido” es innegable) de cuestionamientos, con mucho menos “resto” para hacer un bonapartismo creíble y ahondar la equidad y la inclusión de “todos y todas”.
Resumiendo: otra vez retroactivamente, ahora vemos que diciembre del 2001 estaba al principio de un nuevo ciclo burgués, que fue posible por las limitaciones de aquel movimiento; ahora, en cambio –y no solamente en la Argentina, como muestra el ejemplo de Brasil- estamos al final de esas restauraciones “bonapartistas”, en el sentido de que ellas ya han dado todas las concesiones que podían dentro de los límites de los respectivos “modelos”. Esa experiencia los pueblos ya la hicieron: a partir del nuevo “vacío” que podría abrirse, tendrán que imaginar otra. Ojalá puedan reactivarse las huellas de aquel “aprendizaje” del 2001/2002, no para repetir lo mismo con todas sus fallas, sino para al menos acercarse a la creación colectiva de esa “otra lógica” que citábamos.
-Generalmente, el reformismo cuando no profundiza el reparto de la riqueza, deriva en gobiernos más de derecha. ¿Es un escenario posible para la Argentina, o usted piensa que poca cosa va a cambiar…? ¿Cómo caracteriza al actual gobierno?
– En cierto modo, la caracterización del kirchnerismo ya la hice telegráficamente en la respuesta anterior. Digamos, rápido: fracción muy “astuta” de la clase política tradicional que advirtió que para reconstruir un capitalismo “serio” (los de Menem y la Alianza aparentemente habían sido “en broma”) tenía que producir un cierto viraje respecto del neoliberalismo más salvaje, prestar un poco de oídos a las demandas del 2001, procurar una “mediación” entre las fracciones de la burguesía y entre esta y los sectores populares sin alterar sustantivamente la lógica básica de acumulación, jugar algunos gestos de autonomía respecto del Imperio, y así.
Genéricamente dicho: bonapartismo más o menos reformista. Ningún misterio. Con una situación económica internacional relativamente favorable y cierta capacidad estatal para distribuir e “integrar”, la cosa durante un tiempo marchó relativamente bien (con los tironeos del caso como ocurre siempre en los bonapartismos, las pataletas histéricas de la clase media irracionalmente “gorila” y del “Clarín”, nada grave), compensando ciertas concesiones a las clases populares con alianzas “cruzadas” con fracciones de la burguesía, la burocracia sindical y la vieja clase política, especialmente la peronista (sobre todo después del fracaso o abandono de la transversalidad”).
Esta posibilidad de un precario equilibrio se rompió en el 2007 / 2008: el llamado “conflicto del campo” y los que vinieron después fueron –con todas sus especificidades- una refracción del ahondamiento de la crisis internacional y el fin del “viento de cola”. A partir de allí, y aún con todas las idas y vueltas que se puedan contabilizar, el “giro a la derecha” era inevitable, como lo es siempre que los bonapartismos alcanzan un límite de su “relato” que implicaría, como decíamos, pasar a otra lógica de transformaciones estructurales más profundas. Algo que no está dispuesto a hacer, por razones “de clase”. Véase Perón a partir de 1951 y en 1974, por ejemplo. Y bien, ahí tenemos el motivo estructural – más allá de las voluntades individuales, incluso – de la “derechización” sintomatizada por la ley antiterrorista, el proyecto X, o en estos días, y en otro registro pero que no es ajeno, el acuerdo escandaloso con Chevron y el ascenso de Milani. El gobierno no tiene otro camino, va a seguir así. Y aclaremos: cualquier otro que viniera haría lo mismo, quizá aún peor; si el gobierno no es la solución sino parte del problema, la oposición “burguesa” tampoco puede ofrecer salida alguna. En lo esencial va a seguir todo igual, es decir peor.
La historia, conflictos y votos
– ¿Donde está la izquierda?
– La izquierda, en el sentido más general del término (“general”, pero no impreciso: para mí “izquierda” significa una crítica radical que tiende a transformar de raíz los andamiajes del “sociometabolismo”, y no cualquier “progresismo”) está dondequiera una praxis combativa logre mostrar lo que veníamos diciendo: que no hay solución dentro de los límites actuales del (o de los) “modelo/s”. La izquierda es una dis-locación de la lógica dominante, que por lo tanto no puede evaluarse con los códigos convencionales del sistema político burgués: desde ya, se presenta a elecciones y aspira a conquistar bancas o espacios en las instituciones estatales, pero eso es solo un momento de aquella praxis.
El peso verdadero de la izquierda no está en la cantidad de votos (aunque cuantos más, mejor) sino en los conflictos que protagoniza, en la militancia cotidiana. En este sentido, hay que distinguir: si es por conflictos y militancia, hay mucha izquierda últimamente, ya sea que se defina explícitamente así o no, en los movimientos barriales y juveniles, en el sindicalismo combativo, etcétera (incluso quienes se autotitulan kirchneristas a veces llevan adelante conflictos que al gobierno no le gustan). Por otro lado, en un sentido “partidario”, está el FIT (Frente de Izquierda y los Trabajadores), una novedad importante en el panorama político reciente, más allá de limitaciones y contradicciones propias: es la primera vez desde el retorno de la democracia que distintas fuerzas de izquierda apuestan a la unidad dentro de sus diferencias, y eso puede implicar un “salto cualitativo” que no se reduzca a la suma de las partes. Vale la pena a su vez apostar a esa apuesta, por decir así: en primer lugar, para que al menos exista en el espacio público una voz radicalmente distinta, que empiece a discutir no meramente qué capitalismo queremos, si no si queremos el capitalismo o somos capaces de inventar otra cosa. Esto tampoco, obviamente, lo va a hacer la oposición de derecha, ni siquiera la de “centroizquierda”.
Artículo publicado en el Periódico de la CTA Nº 96, correspondiente al mes de julio de 2013
* Equipo de Comunicación de la CTA