Entrevista por Diego Genoud
En el programa Fuera de tiempo del 20 de julio de 2024
Daniel Campione, profesor de Teoría del Estado en la Universidad de Buenos Aires, es autor de libros como Para leer a Gramsci y Los años de Menem. En base a la teoría gramsciana, analiza la llegada de Javier Milei a la presidencia, los errores que cometió el Gobierno anterior, las herramientas que debería utilizar la oposición y las diferentes caras de la derecha cuando llega al poder.
—Milei lleva ya más de siete meses en el gobierno con un ajuste brutal, como él mismo dice, el mayor de la historia de la humanidad. Y hoy el conflicto más importante que parece tener, por lo menos en la superficie, es con los actores del mismo poder, con los mercados, con el Fondo Monetario Internacional, con algunas voces del establishment que discuten con él o le reclaman que vaya para un lado, que vaya para el otro. ¿Cómo hay que entender esa tensión de Milei con un poder que quizás lo precede?
—Viene bien una diferenciación de Antonio Gramsci. Él diferenciaba la grande de la pequeña política y también los movimientos de la coyuntura de los movimientos estructurales. A mí me parece que una de las formas de acercarse a esto que ocurre entre el gran capital, la derecha clásica, por un lado, y Milei, por el otro, es que hay una concordancia estructural de mediano y largo plazo. Todos le reconocen el ajuste en sí a Milei. También se identifican con lo que suelen llamar las reformas indispensables. Esto que en el reciente Pacto de Mayo se expresa en reforma laboral, reforma previsional, reforma tributaria, apertura económica. En todo eso hay acuerdos estratégicos. No por casualidad le votan la Ley Bases y le firman el Pacto exponentes de diversas variantes de la derecha y la habitualmente llamada centro-derecha. Pero hay discrepancias importantes en la táctica, en el modo de llevarlo adelante, que a mi juicio tienen por basamento diferencias en lo que también, volviendo a Gramsci, se llama los intereses económicos corporativos, los de sector, no los que abarcan a toda una clase. No los que construyen hegemonía de una clase presentándola como portavoz de los intereses de toda la sociedad, sino los intereses de la construcción en la obra pública, de ciertos choques con los intereses inmediatos de los bancos, que por supuesto la juntan con pala, como es costumbre.
Pero todos estos sutiles juegos financieros, difíciles de entender, a veces chocan contra algunos intereses inmediatos. Entonces me parece que esto se mueve en esa dualidad. En general, los economistas, sobre todo los economistas liberales críticos de Milei, empiezan con un saludo a la bandera hacia el ajuste y por ahí le reconocen la baja de la inflación -otros comienzan la crítica ahí mismo de cómo bajó la inflación- y después una retahíla de objeciones que llevan incluso a negarle la identidad liberal, como suelen hacer, entre otros, Ricardo López Murphy y Roberto Cachanosky. Creo que no hay que simplificar, no hay que pensar que hay identidad absoluta de objetivos y están escenificando algo para la platea. Esa es una interpretación que puede haber algo de eso en algún momento, pero no me parece particularmente fecunda. Sí que hay una identificación, menos que identificación, un acuerdo estratégico, un acuerdo estructural. Se le reconoce a Milei que está tratando de llevar a cabo esa agenda que la derecha trata de imponer desde los 70 y nunca lo logró del todo. La hegemonía imposible, que es el título de un libro de Fernando Rosso. Realmente imposible es mucho, pero sí muy difícil. Pero a la hora de la instrumentación hay temores, hay choques de intereses y hay diferencias de visión. Lo de Milei es muy tosco en muchos aspectos y la tosquedad lleva, como todos sabemos, a lo ofensivo, al hostigamiento al periodismo, aún al relativamente afín a su pensamiento. Y eso indudablemente despierta resquemores.
—Hay gente como Cavallo, como el propio Carlos Rodríguez, más allá de algún resquemor personal, que lo que plantean es que Milei puede arruinar una oportunidad histórica, como ya lo hizo Macri hace no tantos años, ¿no?
—Exacto. Está muy bien el término de la oportunidad histórica. Parte del pensamiento de derecha. Y lo de hablar del pensamiento de derecha es siempre una simplificación. Pero, bueno, no tenemos más remedio que esquematizar un poco. Vienen de arrastre con ese relato de la oportunidad perdida. El relato de la larga decadencia que, como sabemos, Milei hace arrancar de 1916 a más tardar, como guía interpretativa general de la historia argentina. Y dentro de ese relato de la larga decadencia, sucesivas oportunidades de hacer un cambio de rumbo, una reforma intelectual y moral definitiva, entre comillas, y que se van frustrando. Y la torpeza de Milei podría llevar a una nueva frustración. Fíjate, no lo mencionamos hasta ahora, pero el debate en torno a política internacional o a relaciones exteriores. Está claro que pelearse con todos los principales socios comerciales de Argentina no parece ser un camino ordenado hacia la acumulación de capital y la maximización de las ganancias, que son los objetivos de fondo en principio de la gran empresa.
—Sos coautor de un libro que se llama Los años de Menem. Y hoy también aparece una división entre los sobrevivientes del menemismo. Algunos sienten que Milei es un improvisado que desconoce la herencia de Menem, los modos de ejercer el poder de Menem, las alianzas que construyó Menem. ¿En qué se parece este momento, 30 años después, a ese momento de los años de Menem?
—La primera semejanza que me viene a la cabeza -no igualdad, semejanza- es el sentido de profunda crisis, de algo que viene de arrastre y ha puesto en el límite a la sociedad argentina en general y a la economía en particular. Aquel escenario de hiperinflación, de saqueos, del Fondo Monetario bajándole el pulgar al gobierno de Alfonsín, un poco era una circunstancia de tocar fondo que habilitaba a un recomienzo. Esta etapa tiene, sin la hiperinflación que Milei se atribuye haber evitado, pero que no sucedió, una gran semejanza con esto, con un antecedente diverso. Venimos del fracaso palmario indiscutible de un gobierno peronista. En ese momento, Menem era el portador de una versión del peronismo frente al fracaso de un gobierno radical. Y ahí está una gran diferencia. No sé si la principal, pero sí una importante desemejanza entre Menem y Milei. Menem viene del peronismo, llega con el discurso de, como todos sabemos, el salariazo, la revolución productiva, la América morena, las patillas de Facundo. Todo un repertorio populista a más no poder, para utilizar el lenguaje tradicional. Milei viene de afuera del sistema sin un pleito central con el peronismo, pero sí claramente desde el no peronismo. Y llega dando todo el recetario ultraliberal sin disimularlo, articulándolo en odios, resentimientos y sobre todo decepciones. Y llega hasta ahí al gobierno diciendo, como ha argumentado muchas veces, yo dije exactamente lo que iba a hacer. Al revés de Menem, que es muy recordado el comentario: “si yo decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. A Milei lo votaron al menos con mediana claridad sobre qué es lo que pensaba hacer, lo que no quiere decir que lo votaran precisamente por lo que pensaba hacer o por todo lo que pensaba hacer.
—Vistos estos 40 años de democracia, los distintos gobiernos que se fueron alternando, llegamos a Milei justo cuando son 40 años de la democracia argentina. Mirando para atrás, y en ese recorte arbitrario, quizá, de 40 años, ¿a Milei lo pensás como una excepción o como algo ya recurrente? O sea, ¿la sociedad argentina vuelve a buscar expresiones que hablen el lenguaje del mercado, que expresen algo similar a lo que Milei vino a traer?
—Creo que no es una excepción en ese sentido, al menos desde 2015. A Mauricio Macri se lo vota en tanto que fundador de un partido de derecha o de centroderecha, con una mirada benévola. Con un programa que atenuaba un poco la impulsión del libre mercado, no tenía la desfachatez, la radicalidad del de Milei, pero claramente estaba situado allí con un discurso que lo atenuaba, lo que todos recordábamos: la revolución de la alegría, rescatar lo que se hizo bien.
—Y Menem fue reelecto también. Ya se sabía quién era Menem.
—A eso iba. Y en 1995 Menem es reelecto con lo sustancial de su programa de privatizaciones realizada con los despidos y los retiros voluntarios, con el aumento del desempleo, el incremento de la pobreza, etcétera. Ahí también hubo claramente una apuesta. En ese caso fue una apuesta a la seguridad, a terminar definitivamente con la sombra de la inflación y de la hiperinflación en particular. En ese sentido también articula en cierta medida con Milei. Lo que me parece muy particular de Milei es esta radicalidad en el planteo, este propósito de reconfigurar la sociedad desde la base hecho explícito, que se ve en muchas cuestiones. Me parece que la escenificación más fuerte que hizo Milei de esto en las últimas semanas o en el último par de meses es cuando habló de ser un infiltrado en el campo enemigo, un topo que roe desde adentro al Estado. No hay que tomarlo al pie de la letra. Milei no viene a destruir al Estado como tal, viene a reconfigurar ese aparato estatal para utilizarlo inclusive como actor, para hacer las reformas que pretende hacer. Menem, o mejor, los analistas que estaban cerca de Menem decían que les hacía reír. Gustavo Beliz era uno de ellos, aquellos que hablaban solo de retirada del Estado. Sin un Estado fuerte, decía Béliz, no hubiéramos podido hacer esto. Y creo que lo de Milei necesita ciertas fortalezas del Estado.
Por empezar, seguridad, defensa, justicia, toda la mano coercitiva del Estado no está sufriendo ni va a sufrir, creo yo, ni una destrucción, ni un achicamiento, ni una retirada, sino un afianzamiento como brazo armado eventual, hay que ver si en acto, de las políticas que quiere seguir Milei. Pero en el terreno de la política económica pasa algo similar. Necesita una política económica activa, privatizaciones, reforma laboral a fondo. Todo eso suscita resistencias y necesita del Estado actuando, del Estado legislando. Fijémonos, Federico Sturzenegger, el desregulador por excelencia prácticamente, si bien la cartera tiene un nombre más largo, es el ministro de la desregulación. ¿Qué es lo primero que hace? Vamos a hacer la ley Hojarascas para derogar no me acuerdo cuántos cientos de leyes que son regulaciones inútiles, etcétera. Pero empieza ahí con el lenguaje de la ley, procurando activar al Poder Legislativo detrás de un programa concreto. Y el mismo Pacto de Mayo, se ha dicho son principios generales, son vaguedades, no tienen ningún efecto. Bueno, pero se hizo el Pacto de Mayo y ahora viene el Consejo de Mayo, una particular representación entre política y corporativa, legisladores, poder ejecutivo, gobernadores, empresarios, sindicalistas para cranear, al menos en teoría, qué camino se va a seguir para implementar ese decálogo, que no habría que subestimar. Es cierta su generalidad. Es cierto que algunas de esas cuestiones, como el punto uno sobre la propiedad, está en la Constitución Nacional de alguna manera. Pero es un diseño, un esbozo de una línea de acción y de la voluntad de concitar, de convocar a voluntades muy variadas y a tradiciones políticas distintas detrás de ese programa. Que hasta ahora medianamente lo vienen logrando.
—Mencionabas en un texto reciente las distintas caras de la derecha y que hay dos mitos opuestos en la izquierda, en el progresismo, en el peronismo, de analizar a la derecha o como una derecha sin proyecto de país o como una derecha casi inexpugnable que vuelve al poder, que tiene claro sus intereses. ¿Por qué te parece importante en este contexto recuperar esa distinción o analizar esas maneras quizás superficiales que tiene la oposición hoy a Milei de ver o de describir los comportamientos de las distintas expresiones de la derecha?
—Lo que yo intenté en ese artículo que citás, que por otra parte es una nota breve, superficial también a la fuerza, por una cuestión de extensión, es hacer un llamado a una mayor reflexión, a dotar de mayor complejidad y mayor profundidad la mirada sobre la derecha. Y además estaba pensando, al escribirlo, en algo también de Gramsci, que no desarrolla demasiado, pero él en su momento argumenta que hay que debatir con los mejores exponentes del campo enemigo y no con los más elementales, los más toscos y por lo tanto más fáciles de rebatir y de permitir que los otros ganen la batalla. Entonces me inclinaba hacia ese lugar porque los dos puntos extremos son o la derecha no sabe lo que hace, ni siquiera sabría defender sus intereses, o la derecha domina de una forma omnipotente en función a una sabiduría que supera todo. Y, no, la derecha domina en ese conjunto. Los entrevistadores consuetudinarios de Milei, que, como se dice en el lenguaje periodístico, le tiran centros todo el tiempo y los periodistas más sofisticados de La Nación pueden estar alineados en el mismo dispositivo.
Ojo, no estoy diciendo que en el fondo están de acuerdo y simulan que no, tipo conspiración . Son distintas miradas y otras veces son la misma mirada con diferente nivel de sofisticación, con distinto nivel de profundidad, pero apuntando en la misma dirección. Entonces creo que desde la mirada de izquierda progresista, del peronismo consecuente, de lo que se quiera, hay que aprender a debatir con los mejores sin descuidar nunca el combate ante una opinión pública más amplia. Por ejemplo, Agustín Laje. Laje escribió un libro de más de 500 páginas sobre la nueva derecha, la batalla cultural, y trata de hacer una fundamentación, por supuesto, más que discutible, pero profunda, circunstanciada, rigurosa, en torno a la necesidad de construir una derecha unificada que vaya mucho más allá del pensamiento libertario, que abarque a los católicos, a los nacionalistas. Un planteo complejo en un libro para 50.000 lectores. Bien, pero lo escribe. No deja de lado ese campo del público más politizado, más intelectualizado, que por allí leyó a los clásicos griegos de los que habla o a Hegel. Pero ese mismo Agustín Laje u otros que están muy de acuerdo con él operan en las redes con videos de cinco minutos que tienen un millón de accesos.
Eso es, no lo subestimemos, saber hacer trabajo intelectual y moral, como decía Gramsci. Trabajar coordinadamente sin contradecir una esfera con otra para un público muy selecto de los que dan el debate que después se difunde en las masas y el nivel, no diría más bajo, sería despectivo, pero más general, menos politizado, menos imbuido del debate de ideas más abstracto. Un viejo aforismo de la izquierda decía “del enemigo el consejo”. Creo que hay que tomar en cuenta esos diversos modos de operar, porque ahí también hay una simplificación me parece con el tema de la lucha ideológica y de la comunicación. Las redes son mitificadas. Entonces parece que solo vale lo que se hace en las redes. Tomemos el consejo de ellos: libros de 500 páginas y redes. No hay por qué elegir una cosa o la otra. El pensamiento dicotómico -si esto sí, lo otro no; si blanco no negro- es uno de los grandes perjuicios a la hora de construir pensamiento y de construir política.
—En Para leer a Gramsci obviamente analizás las categorías clase dominante, clase subalterna. ¿Cuál es para vos la derrota previa de las clases subalternas de los sectores subalternos a la llegada de Milei? ¿Cuál es la derrota de esos sectores que están en contra del proyecto de Milei la que allanó el camino? Porque había mucho de derrota antes de la elección del 19 de noviembre.
—Si uno toma el ciclo histórico largo, lo estructural y no lo coyuntural, todo remite a 1976, a la represión, al genocidio como respuesta exitosa o parcialmente exitosa, en sus términos, a la movilización de masas y el ascenso popular, la radicalización ideológica de los últimos años 60 y primeros años 70. Ahora sí vamos a lo cercano, el peronismo, al ungir como candidato presidencial a Sergio Massa, al renunciar una vez más Cristina Fernández de Kirchner a su candidatura, era la tercera elección presidencial a la que iba con un candidato sustancialmente ajeno o que vivían ellos como ajeno. Scioli, Alberto Fernández, Sergio Massa. De los tres, el que llega a la presidencia, Alberto Fernández, produce una especie de derrota sin combate que es la peor derrota. Un amigo mío, psicoanalista, es partidario de separar los términos. Él dice: la derrota es dolorosa, pero no es letal. El fracaso -y él le llama fracaso a la derrota sin combate- suele ser ilevantable. Yo no diría que es ilevantable, pero es algo que produce mucho desconcierto, mucho dolor y esa sensación de -si fuera los términos de la mitología clásica- los dioses nos han traicionado, no nos han escuchado. Aquellos de los que nosotros esperábamos una palabra orientadora no la han dado, han fallado. Me parece que en esa lógica, en esos 12 años que van de 2011 a 2023, donde no hay crecimiento económico y donde en gran medida lo que no aumenta, por cierto, es el desempleo, pero sí hay un incremento de la pobreza y un deterioro de los ingresos, dejan una huella muy fuerte. Y cuando asume Unión por la Patria la Presidencia, se presenta como la coalición que va a solucionar la catástrofe social que había provocado el gobierno de Cambiemos, la presidencia de Mauricio Macri, y empeora esos indicadores que había denunciado como catástrofe. Eso es muy serio. Una cosa es formular promesas de mejora y fracasar. Y otra cosa es decir: vamos a revertir la destrucción que produjo el adversario y profundizar esa destrucción. Es como una derrota al cuadrado.
—En el libro te referís también a las distintas generaciones, al desfasaje generacional y citás a Gramsci cuando habla: Hay una generación vieja de ideas anticuadas y una generación joven de ideas infantiles. Falta en el medio el anillo histórico intermedio, capaz de reunir. ¿Cómo mirás esa definición a la luz de lo que pasó con los jóvenes hoy, que se dice que fueron un insumo central y siguen siendo un respaldo central para el gobierno de Milei?
—En la complejidad de ese tema creo que hay algunos datos emergentes. Uno es que buena parte del pensamiento progresista y del peronismo siguió pensando en términos de un país que alguna vez existió pero ya no existe. Siguió hablándole a los jóvenes, pensándolos en una generación a la usanza de los 60 o 70, con expectativas de ir a la universidad. Y si ya iba a la universidad, de que el título le promoviera un trabajo más que aceptable, con expectativas de vivir mejor que la generación de sus padres, con apego hacia la idea de un trabajo formal, estable, la conciencia de una serie de derechos más o menos inamovibles. La última generación o las últimas generaciones que son objeto de eso, que no tanto en Argentina, pero en otros países se llama la uberización, el modelo de Uber, la informalidad laboral absoluta, la idea del emprendimiento, dependo solo de mí mismo, no tengo un horario, etcétera, esa generación no comparte y y tiene bastante sentido que no comparta esos valores de los años 60, 70. La generación anterior o las generaciones anteriores ven como un gran modelo a Mafalda. Mafalda está muy lejos de los cómics que consumen los que hoy tienen 25, 20, 15 años. Y en cualquier plano se podría buscar eso. Hay un cambio de sensibilidad. Gramsci era un gran estudioso de la cultura de masas. Él no hablaba de cultura popular porque decía: no es una cultura propia del pueblo, es la cultura que consume el pueblo. No le decía exactamente en estos términos, pero esa era la medida. Y él veía en profundidad estos cambios y veía cómo el sistema, por ejemplo, el sistema cultural producía para distintos públicos.
Milei comunicó muy bien para un público desconcertado, disperso, en gran medida signado por el individualismo, harto de las promesas de los políticos. La antipolítica siempre existió. Se puede rastrear la antipolítica en 1973, en plena primavera radicalizada. Si uno la busca, la encuentra. Y hay estudios que la encontraban en esa época, pero alcanzó una fuerza inusitada en esta etapa y Milei tomó hasta la estética de antipolítica o manifestaciones antipolíticas de sentido muy diferente, incluso contrapuesto al de él. “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Las canciones de Bersuit Vergarabat sobre todo “Se viene el estallido”. Una estética de la antipolítica de los 90, 2000. Harta del conservadurismo imperante de los diez años de Menem y de los dos cortos pero invivibles años de la Rúa y los pone al servicio de la idea opuesta. ¿Pero qué es lo que logra transmitir muy bien? El enojo, en primer lugar. Y en segundo lugar, aunque nos cueste más verlo y nos disguste verlo, la esperanza. Milei logra, en ese estilo iracundo, irracional, insultante, los calificativos peyorativos que le queramos agregar, pero logra plantear la idea de este laberinto yo los voy a sacar por arriba. Yo tengo una apuesta completamente distinta. Aquellas ideas socialistas, comunistas no sirven. Yo soy lo nuevo. Y un tema muy importante que ha recibido poca atención es que cuando algunos y algunas veíamos venir la ultraderecha, leíamos autores de extrema derecha, de nueva derecha, que todavía hablaban de populismo, como el contrapuesto, como el adversario, como el enemigo. Milei y otros cambiaron ese discurso y volvieron a lo de la Guerra Fría: El enemigo comunista, el zurdo, el rojo. Y esto, creo, ha sido mucho más eficaz. Porque ese conglomerado del populismo donde es populista Trump y era populista Fidel Castro y fue populista Mussolini había terminado de ser un chicle que de tanto masticarlo ya no tenía sabor a nada. En cambio, Milei vuelve a algo que en la memoria colectiva estaba inscripto, aún de los que no vivieron esa época. Los comunistas son los malos, nosotros somos liberales, tenemos que terminar con el socialismo. Y esas miradas siempre ganan con la conspiración. Muchos de los que en realidad son pretenden no serlo. Horacio Rodríguez Larreta es un zurdo, decía Milei.
—Es el discurso de la dictadura, ¿no?
—Por supuesto. Y de la generalidad de las dictaduras. Yo me he dedicado un poco a la historia de España. Leí hace poco un trabajo de un hispanista británico brillante, Paul Preston, que a lo largo de centenares de páginas sigue cómo diversos exponentes del franquismo, tanto ideólogos como dirigentes prácticos, hablaban todo el tiempo del complot judeomasónico y la conspiración bolchevique. Es más o menos, cambiémosle algunas palabras, la misma idea: que hay una gigantesca conspiración oculta o semioculta que hay que revelar. Y Miley usa ese término bíblico, la revelación. Hay que revelar para poder destruirla, para poder sanear la sociedad de los gérmenes que esa conspiración le imbuye, le inocula.