Hace algunos días el presidente electo, Javier Milei, nos sorprendió (o no tanto) con la noticia de que el pago de la segunda cuota del aguinaldo corría peligro para los empleados públicos. “No hay plata”, dijo. Independientemente de lo preocupante que resulta escuchar, que alguien que se dice especialista en economía y acaba de ser elegido presidente, no sepa que la recaudación depende del nivel de actividad y que éste, en parte, depende del consumo de esos empleados públicos que él pretende recortar (por lo que, paradójicamente, puede suceder, y ha sucedido en varias oportunidades de nuestra historia, que un recorte presupuestario termine aumentando el déficit fiscal y no al revés); esta declaración parece haber tocado una fibra sensible que, lamentablemente, nos es familiar en momentos de desesperación y crisis: el odio.
El odio contra una casta que pareciera ahora no estar conformada por los “políticos corruptos”, sino por cualquier empleado público. Porque los políticos de “la casta” vuelven todos: la terrorista de Bullrich; Caputo, el que “se fumó” (en palabras del propio Milei) el préstamos del FMI; Roberto Dromi, múltiple acusado de recibir coimas durante el gobierno de Carlos Menem; y la lista podría seguir hasta el cansancio. Ellos no son “casta”, la “casta” somos los docentes, los investigadores del Conicet, que ahora somos tildados de parásitos. “Con la nuestra no”, repiten a coro, luego del anuncio sobre el aguinaldo, evasores profesionales que nunca han pagado un impuesto y estarían presos por dicho delito en los países que dicen admirar y tienen como modelo.
Pero, más allá de la curiosa rara avis del evasor-indignado, y de lo preocupante que resulta está lógica cuasi fascista de intentar mitigar la frustración individual canalizándola violentamente contra un enemigo imaginario a quien destruir; lo más preocupante de todo es la premisa que está detrás de estos anuncios del Presidente electo y que articulan, en gran medida, casi todas sus propuestas de gobierno y particularmente este desprecio por el empleo público.
Milei ha dicho en reiteradas oportunidades que todo impuesto es un robo. Literalmente. Por eso puede decir, entre otras cosas, que va a terminar con la obra pública desde su primer día de gobierno. Pero, además de las consecuencias en términos prácticos, de recortes presupuestarios, a los que lo lleva esta premisa, ¿qué nos dice esa afirmación sobre la sociedad a la que aspira Milei? Si todo impuesto es un robo, esto quiere decir que no es esperable que nadie haga un esfuerzo por el bienestar del otro, por el bienestar colectivo.
Los impuestos (y resulta decepcionante, aunque necesario, tener que estar reflexionando sobre algo tan elemental) son una de las herramientas que tienen las sociedades de organizar su vida en común. Si todo impuesto es un robo, no deberíamos esperar que haya fuerzas de policía velando por la seguridad de todos y todas, por ejemplo. ¿Con qué las financiaríamos? Por eso Milei está de acuerdo con la libre portación de armas. Si todo impuesto es un robo, entonces la seguridad es un problema individual. Si yo tengo dinero, me compro un arma y, si mi vecino no tiene, que se preocupe él. Si todo impuesto es un robo y no hay obra pública, entonces no deberíamos esperar tampoco que nuestras calles estén asfaltadas; o mejor dicho, deberíamos asfaltarlas nosotros y nosotras. ¿Cómo? Cobrando peajes por ejemplo, para quien quiera transitarlas. Por eso Milei ha dicho que hasta las calles estarían mejor si fueran privatizadas. La afirmación de que todo impuesto es un robo es la negación de la idea misma de comunidad.
El asunto es que, contrario a lo que sostiene Milei, en sociedades tan desiguales como las nuestras, si no existieran los impuestos, si no existiera el Estado y si no existiéramos los empleados públicos, habría una enorme cantidad de bienes y servicios que, o bien directamente no existirían o se producirían, o bien no serían accesibles para la enorme mayoría de la población. Sólo a modo de ejemplo, en el área metropolitana de Buenos Aires sólo 1 de cada 3 hogares de aquellos que están en el 20% de menores ingresos tiene computadora, contra 9 de cada 10 de los que están en el 20% de mayores ingresos. ¿Por qué un chico o chica que tiene la suerte de nacer en un hogar con computadora tiene derecho a hacer menos esfuerzo para aprender que uno que no tuvo esa suerte? ¿No hablan de meritocracia los mismos que ahora dicen “con la mía no”? ¿Cómo podemos convertirnos en una sociedad donde se premie el mérito, sin un esfuerzo colectivo para mitigar los privilegios de nacimiento?
La enorme mayoría de los empleados y empleadas públicos/as somos docentes, médicas, enfermeros, profesionales de la salud en general, policías, y toda una serie de gente que, en sus quehaceres burocráticos diarios, trabaja para que existan bienes y servicios que son de uso colectivo y que no existirían sin esos trabajadores. Otro ejemplo en el que participo directamente: la cantidad de personas que asiste a establecimientos educativos universitarios se ha casi sextuplicado en estos últimos 40 años de democracia con la creación de nuevas universidades públicas; se ha casi triplicado en el 40% de menores ingresos en el área metropolitana de Buenos Aires en los últimos veinte años. Y no es sólo un asunto del impacto que el Estado puede tener en esas personas individuales que ven que su vida cambia (no sólo por el trabajo al que van a poder acceder) cuando entran a una universidad. Es el impacto colectivo que produce tener más ingenieros, programadoras, más médicas, más administradores, y también más historiadoras y cientistas sociales que nos ayuden a construir una memoria colectiva.
Entonces, y para finalizar, no nos confundamos: Milei no nos dice que la Argentina tiene un problema en cómo se organiza su empleo público, o en la cantidad de empleados públicos por habitante, de eficiencia en el Estado; Milei nos dice que todo impuesto es un robo. Y si todo impuesto es un robo, no hay comunidad posible. Cualquiera con un conocimiento mínimo de historia, de política o de economía, sabe que no hay desarrollo económico y social posible sin Estado. Tenemos que poner toda la energía que nos queda en defenderlo.