Brecha
—Venís acuñando la categoría “consenso de los commodities” para referirte a un modelo productivo y cultural regional invisibilizado en el relato político de los gobiernos progresistas, ¿Qué hechos, datos o acontecimientos de la actual coyuntura sudamericana te parecen que refuerzan o resignifican tu tesis sobre la “ilusión (neo) desarrollista”?
—Creo que, en los últimos años hubo una suerte de “blanqueo” del consenso de los commodities. Me explico. La expansión del neoextractivismo, y la conflictividad asociada a éste, hay que leerlas desde una perspectiva dinámica. En esa línea, el consenso de los commodities tiene varios momentos. La primera fase es la del período de auge económico, de apertura política, pero también de no reconocimiento de los conflictos asociados a la dinámica extractiva. Esta fase se extiende aproximadamente desde 2002-2003 hasta 2008-2010, época en la cual varios gobiernos progresistas, consolidados en sus respectivos mandatos (algunos en un contexto de reelección) fueron admitiendo una matriz explícitamente extractivista, debido a la virulencia y la visibilidad a nivel nacional que adquirieron ciertos conflictos territoriales y socioambientales: ahí los casos del Tipnis (Bolivia); la construcción de la megarrepresa de Belo Monte (Brasil), la pueblada de Famatina (Argentina) y las resistencias contra la megaminería (Argentina), la suspensión final de la propuesta Yasuní (Ecuador), el conflicto por el proyecto megaminero de Aratirí (Uruguay), entre ellos. La respuesta de los diferentes gobiernos progresistas fue la estigmatización de la protesta ambiental y la deriva hacia una lectura conspirativa. Optaron por un lenguaje nacionalista y el escamoteo de la cuestión, negando la legitimidad del reclamo y atribuyéndolo, sea al “ecologismo infantil” (en Ecuador), al accionar interesado de ONG extranjeras (en Brasil y Bolivia) o incluso al “ambientalismo colonial” (según el vicepresidente García Linera, en Bolivia). Ni que hablar de Argentina, donde se minimizó el conflicto en Famatina, se buscó su reencapsulamiento en la esfera provincial y la megaminería fue finalmente blanqueada; esto es, presentada como parte legítima del proyecto kirchnerista.
Se abrió, entonces, lo que llamo una segunda etapa que nos interna en un período de blanqueo u oficialización del consenso de los commodities, a raíz de los conflictos en los territorios. Esta corresponde también a una época en la cual los gobiernos progresistas redoblaron la apuesta, a través de la multiplicación de los proyectos extractivos, paradójicamente utilizando un discurso industrialista. Para el caso de Brasil, el Plan de Aceleración del Crecimiento multiplica el número de represas en la Amazonia. En Bolivia es la promesa del “gran salto industrial”, fórmula lanzada en 2010 y basada en la multiplicación de los proyectos extractivos (gas, litio, hierro, agronegocios, entre otros). Para el caso de Ecuador, es el avance de la megaminería y el final de la moratoria del Proyecto Yasuní (2013). Por su parte Venezuela formuló en 2012 el plan estratégico de producción del petróleo, que implica un avance de la frontera de explotación en la faja del Orinoco, donde se hallan los crudos extrapesados (no convencionales). Argentina lanzó el Plan Estratégico Agroalimentario 2010-2020, que proyecta un aumento de la producción de granos, al tiempo que avanza en la explotación de los hidrocarburos no convencionales, a través del fracking. Entre 2013 y 2014 Uruguay anuncia de modo unilateral dos aumentos en la producción de la pastera UPM (ex Botnia); y el conflicto por Aratirí se profundiza.
Además, como afirma Martínez Alier en un artículo reciente, la balanza comercial de países como Argentina, Colombia, Brasil, Perú y Ecuador ya presenta un saldo negativo. Se exporta mucho y sin embargo no se cubre el costo de las importaciones. Esto no sólo conlleva más endeudamiento sino también más extractivismo, a fin de cubrir el déficit, con lo cual entramos ya en una espiral perversa.
—¿Qué líneas de continuidad o ruptura tiene el actual desarrollismo con el modelo desarrollista de sustitución de importaciones pregonado en la década del 60 en la región.
—Veo escasas continuidades y claras rupturas. Más allá de la retórica nacionalista en boga, uno de los elementos clave es la asociación con los capitales privados multinacionales, cuyo peso en las economías regionales, lejos de atenuarse, se fue acentuando a medida que se expandían y multiplicaban las actividades extractivas. Un nuevo desarrollismo, más pragmático y en clave extractivista, no necesariamente ligado a las formas del estatismo propio de los años cincuenta-setenta, asoma como rasgo central de la práctica dominante, y configurando la nueva hegemonía. Además, el efecto de reprimarización de las economías se profundiza con el rol cada vez mayor que tiene China en América Latina.
El “maldesarrollo” no tiene que ver solamente con modelos de producción sino también con modelos de consumo que prevalecen tanto en el Norte como en el Sur global, con lo cual estamos frente a un problema de fondo, de orden civilizatorio. Esto no significa desresponsabilizar a los gobiernos latinoamericanos, cuando vemos que éstos promueven activamente dichos modelos de maldesarrollo a través de políticas públicas y los presentan como la panacea. Es lo que hizo el kirchnerismo en la última década, a través del modelo sojero, el de megaminería y ahora con el de hidrocarburos.
Tomemos el modelo sojero: en vez de pensar en una transición y salida del monocultivo, el gobierno redobla la apuesta a través del Plan Estratégico Agroalimentario 2010-2020, que plantea un aumento del 60 por ciento de la producción de soja, con los efectos que esto tiene en términos de deforestación, corrimiento de la frontera agropecuaria y, por ende, de mayor criminalización y represión de poblaciones campesinas e indígenas. A esto sumaría los efectos socio-sanitarios que se están haciendo públicos y los nuevos convenios con la trasnacional Monsanto y los conflictos desatados en la provincia de Córdoba, que también ilustran la relación entre modelo sojero y regresión de la democracia. Por último, agreguemos el proyecto de la nueva ley de semillas, que avanza en el sentido de la mercantilización. Así, pese al fuerte imaginario agrario que hay en Argentina, la visibilidad del agronegocio como modelo de maldesarrollo es cada vez mayor.
—Los gobiernos de la región aducen que China, o muchos de los países del Brics (grandes inversores en el área de los commoditites), ejercen una suerte de dominación suave, ya que como hegemón no se entrometen en la agenda doméstica gubernamental, en contraste con el injerencismo estadounidense. ¿Qué te parece esta lectura política?
—Creo que es de una gran ingenuidad. Lejos de la autodefinición como “país en desarrollo”, China constituye hoy una gran potencia económica, con un ascenso vertiginoso y una diversificada presencia a nivel global. El ingreso a un mundo multipolar tiene a China como uno de los candidatos firmes a convertirse en posible hegemón en el moderno sistema-mundo. Según el Consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos, para el año 2030 Asia habrá superado a América del Norte y a Europa combinadas en términos de un poder global basado en el nivel de PBI, población, gasto militar e inversión tecnológica. En este marco, en los últimos años los intercambios entre América Latina y China se intensificaron notoriamente. Tal es así que China ocupa el primer puesto como país de destino de sus exportaciones para Brasil, Chile y Perú; el segundo para Uruguay, Venezuela y Colombia, el tercero para Argentina. Asimismo, es el principal país importador para Brasil y Paraguay, y el segundo para Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Honduras, México, Perú, Panamá y Venezuela.
Así, en el sector de hidrocarburos, están presentes en la región las cuatro grandes empresas de origen chino: Sinopec, la Corporación Nacional de Petróleo de China, la China National Offshore Oil Company y Sinochem. Por otra parte, no podemos dejar de mencionar la participación conjunta en explotaciones por parte de Sinopec con Repsol Brasil, y de Sinochem con Statoil Brasil (ambas de origen europeo) y la adquisición del 50 por ciento del grupo Bridas (Argentina) por parte de Cnooc. Bridas, que es la propietaria del 40 por ciento de las acciones de Pan American Energy, explota el yacimiento petrolífero más importante de Argentina, Cerro Dragón, en Chubut. También están presentes capitales chinos en Vaca Muerta, para la explotación de hidrocarburos no convencionales. Puede concluirse que el tipo de inversiones que la región latinoamericana recibe de China no tiende a desarrollar capacidades locales, ni actividades intensivas en conocimiento o encadenamientos productivos. Tiende a potenciar las actividades extractivas en detrimento de aquellas con mayor valor agregado, lo cual genera un efecto reprimarizador de las economías de América Latina.
Más allá de las expresiones de deseo que podemos encontrar en los documentos de la Cepal, o en ciertos analistas (Mónica Bruckmann, por ejemplo), estamos lejos de una relación de cooperación Sur-Sur. Antes bien, estamos asistiendo a la consolidación de nuevas y vertiginosas relaciones asimétricas entre América Latina y China. La emergencia de una nueva dependencia, cuyos contornos –en término de ordenamiento económico y jurídico– y condiciones de subordinación (y de desarrollo) se estarían definiendo, hacen plausible la hipótesis del pasaje del consenso de los commodities al consenso de Beijing, lo que traerá aparejado nuevas consecuencias políticas, sociales, ambientales y culturales.
—Muchos intelectuales orgánicos del rumbo progresista regional, como el vicepresidente boliviano García Linera, defienden el modelo extractivista con dos ejes bien claros: que la captura de renta posnacionalización de recursos permite fomentar planes sociales y, por otro lado, recuerdan que los países periféricos deben completar la senda del desarrollo económico para luego, sí, poder dar un salto cualitativo en la matriz productiva.
—Bolivia es uno de los países en los cuales la política de planes sociales está directamente atada a la renta extractiva. Sin embargo, creo que se exagera la relación entre planes sociales y reducción de la desigualdad. En realidad, a la hora de hacer un balance ya se está viendo que en países como Ecuador y Argentina, en la última década, la disminución de las desigualdades fue mínima y la concentración económica mayor. Sucede que si el patrón de distribución de riqueza no es afectado, como afirma el ecuatoriano Alberto Acosta, “los ricos seguirán siendo más ricos, y los pobres, pueden en algún caso mejorar sus condiciones de vida, gracias a una serie de ejercicios clientelares del Estado, pero seguirán siendo marginados y dependientes”. Tengamos en cuenta que el 19 por ciento de la población latinoamericana, según estimaciones de la Cepal, recibe planes sociales. Podemos compartir la medida, pero de ninguna manera podemos afirmar que esto se traduzca en una reducción significativa de las brechas de desigualdad. Los excluidos siguen siendo excluidos y, más que nunca, dependientes de las políticas gubernamentales.
Por otro lado, es un error seguir creyendo que hay una senda evolutiva que conduce del subdesarrollo al desarrollo. El extractivismo no conduce a un modelo de desarrollo industrial o a un salto de la matriz productiva, sino a más reprimarización y a la consolidación del maldesarrollo, insustentables en diferentes niveles y dimensiones, que abren a una fase de criminalización y violación de derechos humanos. Por último, hay que pensar de modo más global, no quedarnos en la cuestión nacional y regional: los sucesivos informes sobre los límites del crecimiento, la huella ecológica, el calentamiento global, entre otros, nos envían claras señales hacia los países del Sur de que el modelo de desarrollo industrial propio de los países del Norte no puede ser universalizable, ya que tenemos un solo planeta, y queremos conservarlo.
—El agronegocio sojero y la megaminería ganaron cierto consenso social y un significativo apoyo gubernamental gracias a su alta renta en divisas. ¿Los promotores petroleros del fracking recorren la misma estructura narrativa que las anteriores oleadas extractivistas para promocionar la viabilidad del gas shale?
—Para comenzar, no es lo mismo el agronegocio, en términos de renta en divisas, que la megaminería. En el libro mostramos las limitaciones de esta lectura respecto de la megaminería, contestando punto por punto los argumentos y datos de la Cámara Empresarial Minera. No los voy a repetir acá. Por otro lado, el libro tiene un capítulo largo sobre el fracking donde analizamos la construcción de lo que llamamos el “consenso sobre el fracking”, el cual se monta sobre una campaña nacionalista (la expropiación parcial de YPF), y en la asimilación entre soberanía hidrocarburífera y soberanía energética.
No es casual que esta campaña haya arrancado luego de la aprobación del convenio con la multinacional estadounidense Chevron. A partir de ahí, la estrategia comunicacional del gobierno se propuso minimizar todas las irregularidades e ilegalidades cometidas, colocando un manto de olvido sobre las múltiples dudas que había respecto del citado convenio. Más aun, buscó construir un consenso en torno del fracking, mostrando que de la mano de YPF éste no es sólo “seguro” y “necesario”, sino además altamente “beneficioso” para el país. Así que, si bien encontramos una narrativa “eldoradista”, ésta se hace en clave fuertemente nacionalista; algo que el gobierno argentino explotó al máximo, al punto de identificar la selección de fútbol con YPF, y el valor de la recuperación de YPF con la figura de Messi.
—¿A qué te referís cuando hablás de urbanismo neoliberal?
—Me refiero al modelo de ciudad que hoy se impone en nuestro país, expresado en el vertiginoso proceso de especulación inmobiliaria que mercantilizó hasta el paroxismo las condiciones de acceso a la vivienda, cuestionando la tradición de los espacios públicos. Enrique Viale lo denomina también “extractivismo urbano”. Lejos de salir del modelo de ciudad neoliberal, en los últimos diez años los diferentes gobiernos profundizaron la acción del mercado de la mano de los grandes agentes económicos. También incluimos en el libro la expansión de los megaemprendimientos residenciales –al estilo de los countries–, comerciales y turísticos, que se reactivaron de la mano de desarrolladores y grandes grupos inmobiliarios a partir de 2004. Un ejemplo de ello son las urbanizaciones cerradas acuáticas que construyen su oferta en torno a paisajes asociados al agua y que hoy amenazan ecosistemas estratégicos y frágiles, como los humedales y las cuencas de los ríos, imprescindibles para la sustentabilidad del aglomerado metropolitano.
En clave regional, organismos como la Unasur han dado debates y acciones soberanas muy interesantes en el capítulo de la defensa (Consejo de Defensa Sudamericano), en materia política (desconexión de la OEA), e incluso antinarcóticas (despegue de la doctrina del Comando Sur). ¿Por qué te parece, entonces, que el proceso de integración regional no aborda de manera encendida cómo desconectarse de las grandes cadenas de valor mundial que profundizan el perfil primarizante de nuestra economía
—La Unasur defiende una perspectiva neoestructuralista, desarrollada por la Cepal, que parte del reconocimiento de que la acumulación se sostiene en el crecimiento de las exportaciones de commodities o bienes primarios. Ya en 2010 el brasileño Bresser Pereira escribió sobre el neodesarrollismo señalando que “en la era de la globalización, el crecimiento liderado por las exportaciones es la única estrategia sensata para los países en desarrollo”. El neoestructuralismo aparece así como la base conceptual de los gobiernos progresistas en cuanto a la concepción del desarrollo. Esta posición, hoy sostenida por la Cepal, fue presentada oficialmente en la Unasur en la reunión de Caracas, en junio de 2013, centrada en el tema “Recursos naturales para un desarrollo integral de la región”, que subraya las condiciones privilegiadas que ofrece América Latina en la actual fase, en términos de “capital natural” o de recursos naturales estratégicos, demandados por el mercado internacional, muy especialmente Asia.
El neoestructuralismo tiene una concepción sobre los bienes naturales que instala un campo de ambigüedad entre la noción de commodities y recursos naturales estratégicos. Si bien la política de desarrollo se orienta al crecimiento de las exportaciones y la asociación con grandes corporaciones trasnacionales, también busca un control mayor por parte de los estados de la renta extractiva, en materia de hidrocarburos y energía. En una suerte de wishful thinking, la región propone como estrategia industrializar los recursos naturales, que algunos avizoran a través de la relación estratégica con China (véase Mónica Bruckmann). Otros autores consideran que a partir de la primera parte del siglo XXI ya no es posible hablar de deterioro de los términos de intercambio (tal como lo hacía Raúl Prebisch en décadas pasadas al criticar la estructura productiva de los países latinoamericanos y dar cuenta de las relaciones asimétricas del intercambio comercial con los países desarrollados). Pero los deseos no pueden contra la realidad, ya que lo que tenemos es un escenario crecientemente reprimarizador. Y, además, pareciera que la caída de los precios de los commodities en los últimos tiempos no les darían la razón.
—La Alianza del Pacífico, en caso de ensancharse a nivel regional, ¿implicaría una profundización del modelo productivo extractivista?
—Es cierto que tres de los cuatro países que componen esa alianza (Perú, Chile, Colombia), son exportadores de commodities y son extractivo-dependientes (a excepción tal vez de México, el cuarto socio). Pero la profundización del extractivismo también se ha venido dando en un contexto de gobiernos progresistas. La industria retrocede en Argentina, e incluso en Brasil, frente a la demanda de commodities.