Fuente: https://tramas.ar/2021/11/29/radiografia-de-una-conmocion-electoral-primera-parte/
Los cuatro datos relevantes de las recientes elecciones legislativas fueron el voto castigo al gobierno, el avance de la derecha, la irrupción del bolsonarismo y la importante presencia de la izquierda.
Estas tendencias quedaron circunstancialmente oscurecidas por el repunte que logró el oficialismo, luego de su gran caída en las primarias previas (PASO). El gobierno festejó y la principal oposición lamentó esa recuperación. Pero ese episodio no modificó los resultados generales de los comicios.
La concurrencia de votantes fue baja en comparación a los promedios previos, pero no frente a los porcentuales prevalecientes en la región. Tampoco reapareció el masivo rechazo a las urnas que imperaba a comienzos del nuevo siglo.
La polarización volvió a demoler la tentativa de una fuerza intermedia, pero en los márgenes de la grieta emergieron dos potentes expresiones de la derecha y la izquierda. Esa novedad trastoca el escenario político.
El sostén subyacente
La oposición derechista obtuvo el 42% de los sufragios frente al 33% del oficialismo. En una contienda presidencial habría estado al borde de la victoria en primera vuelta. Conquistó impensables localidades, pintó de amarillo el grueso del mapa nacional y logró mayorías en los cinco distritos más poblados.
Ese triunfo fue apuntalado por el explícito sostén del poder económico, mediático y judicial. La clase dominante olvidó las frustraciones y los malos negocios de la era Macri. Aportó sin titubear el unánime respaldo del agro-negocio y el mayoritario apoyo de la industria y los bancos.
Igualmente decisivo fue el espaldarazo de los medios de comunicación, que impusieron la agenda, las figuras y la ideología predominante en los comicios. Instalaron un clima de insultos y mentiras descalificatorias de cualquier idea progresista y apuntalaron un sentido común de aprobación del neoliberalismo.
Los medios desplegaron su doble vara para eximir a los candidatos derechistas de las denuncias que focalizaron en los funcionarios. Retomaron además un discurso denigratorio del país, para achacar todos los males de Argentina al “populismo”, las conquistas sociales y el protagonismo popular. Con esa desvalorización resucitaron las fantasías de prosperidad en una remake de Cambiemos.
La campaña negativa para irritar a la población tuvo aristas enloquecedoras en los picos de la pandemia. Los medios hegemónicos despotricaron contra la dureza y la liviandad de las restricciones y emitieron esquizofrénicos reclamos de mayor severidad y mayor flexibilidad de esas limitaciones.
También criticaron la falta de vacunas y el mal uso del abundante stock, mientras descalificaban las inmunizaciones existentes y enaltecían las ausentes. Los medios objetaron las variedades aplicadas en el país y elogiaron las utilizadas en el exterior. Exigieron, además, el fin de los barbijos cuando eran indispensables y subrayaron su conveniencia cuando perdieron primacía. Este agobiante clima de hostilidad tuvo altos réditos electorales para la oposición.
La derecha sepultó los últimos vestigios del periodismo profesional y todas las normas de difusión de noticias con un mínimo de objetividad. Los comunicadores reemplazaron a los legisladores como protagonistas de la vida política y recrearon la antigua función de la prensa como vocera directa del establishment. El propio negocio del entretenimiento perdió peso frente a esa labor proselitista. Para reforzar su prédica reaccionaria sin afrontar riesgos económicos, los grandes medios diversificaron su fuente de ingresos con inversiones en múltiples rubros.
La derecha también contó con el sostén del aparato judicial, que maneja una casta de cortesanos asociados con el macrismo. Esa camarilla asegura la impunidad de todos los negociados del gobierno anterior. Convalida por ejemplo desde hace 20 años, la estafa que perpetró la familia de Mauricio Macri contra el Correo.
Todas las causas que involucran a personajes de Cambiemos (provisión de armas a los golpistas de Bolivia, desfalco de las autopistas, querellas por el endeudamiento con el FMI, espionaje de la mesa judicial) duermen en los tribunales. Ningún procesado de esa mafia conoce la cárcel y a lo sumo deben afrontar un dorado exilio (“Pepín” Rodríguez Simón). Los mismos jueces mantienen las causas contra el kichnerismo como un seguro de su propia impunidad. Cuando la acusación ya es insostenible, optan por anularla en forma sigilosa (Memorándum con Irán).
La derecha combinó este cimiento económico, mediático y judicial con una estrategia muy agresiva, que colocó al oficialismo contra las cuerdas. Su exhibición de poder indujo a muchos votantes a convalidar al ganador de la partida. Esa demostración de fuerza incluyó al final de la campaña varios intentos de precipitar algún escándalo (vacunación de niños), recuerdo (bolsos de López) o acontecimiento (asesinato del kioskero) que demoliera al gobierno. Mediante ese ejercicio cotidiano del poder real, la derecha impuso su preeminencia electoral.
Pero Cambiemos no tiene despejado su retorno al gobierno con la facilidad que imaginaba. La recuperación de votos del oficialismo en la provincia de Buenos Aires desconcertó a los derechistas y desencadenó un pase de facturas entre sus dirigentes.
En esa cúpula se procesa un agudo choque a la hora de precisar la estrategia de reconquista de la Casa Rosada. Los “halcones” mantienen en carpeta un menú de golpes destituyentes y promueven acciones para socavar al oficialismo antes de 2023. En cambio las “palomas” apuestan a una futura gestión compartida con sectores del peronismo. Por esa razón prefieren preservar el cronograma institucional. La UCR no tiene preferencias, pero demanda una drástica reversión de su irrelevante papel durante el gobierno anterior.
Todas las vertientes de la derecha apuestan al sometimiento de un oficialismo débil, que se autodestruiría consumando el trabajo sucio impuesto por el acuerdo con el FMI. Pero la forma de aprovechar ese desgaste no está definida. El liderazgo y la propia cohesión de Cambiemos están además amenazados por la inesperada irrupción de la ultraderecha.
Un monstruo en gestación
José Luis Espert mejoró sus resultados de las PASO y Javier Milei consiguió en la ciudad de Buenos Aires un inédito 17 %. Recolectaron votos con escándalos y provocaciones, pero no lograron transformarse en la tercera fuerza nacional de un espacio ya configurado.
Hay que evaluar esta modalidad de bolsonarismo sin exageraciones (“se instaló el fascismo”), ni menosprecio de su peligrosidad (“siempre hubo derechistas”). Los dos personajes reaccionarios de Argentina han sido fabricados por los medios. Carecen de trayectoria o militancia política previa. Milei adoptó la excéntrica pose de gritos, enojos y exabruptos que sus asesores le recomendaron, para capturar la audiencia, transformando la política en un programa de chimentos. Utilizó el dinero aportado por varias fundaciones estadounidenses para denostar a la “casta política”, que ahora integra con plenitud. Despotricó además contra el estado, ocultando que se sostiene con recursos públicos.
Como en otros partes del mundo, estos alocados personajes han sido auspiciados por los poderosos, para canaliza el descontento con los gobiernos inoperantes. Milei y Espert derrochan demagogia, para capturar el enojo de la clase media y la desesperación de los empobrecidos. Con esa fórmula aportan su grano de arena a la gestación de un eventual gobierno derechista.
Su prioridad es la erosión de las conquistas democráticas logradas al cabo de muchos años de lucha. Las tonterías económicas ultraliberales que enuncian están plagadas de inconsistencias y persisten por la simple complicidad del periodismo servil. Nadie les exige ejemplos históricos o ilustraciones prácticas de sus absurdas propuestas. Propician incendiar el Banco Central sin mencionar las consecuencias de esos disparates.
Los bolsonaristas alimentan el clima represivo que requería un gobierno de derecha. Milei trabajó para el genocida Antonio Domingo Bussi, rellenó su lista con defensores del terrorismo de Estado, cerró su campaña con un custodio exhibiendo armas y convalidó la destrucción de emblemas de las Madres de Plaza de Mayo.
Espert refrita la demagogia punitiva ocultando el repetido fracaso de todos los ensayos de “mano dura”. Omite que Carlos Ruckauf y Aldo Rico aumentaron la inseguridad con sus versiones de la tolerancia cero. Su renovada celebración de la muerte sólo incentiva el gatillo fácil de los policías corruptos, sin atenuar la expansión del delito.
La ultraderecha exaspera a las víctimas, convoca a la venganza y auspicia una espiral de violencia, desconociendo la estrecha relación de la criminalidad con la desigualdad. Las diatribas contra el garantismo impiden constatar que sin la resocialización de los presos, no hay forma de evitar la explosión de reincidencias, que tiende a convertir a la Argentina en un espejo de México o El Salvador.
Milei y Espert trabajan para el proyecto represivo que ya perfecciona Patricia Bullirch, con su segunda cruzada antimapuche. Buscan crear un enemigo interno agrediendo a los pueblos originarios, mediante la misma reivindicación del “Día de la Raza” que exaltan sus socios españoles de Vox.
La penetración y capacidad de movilización de los bolsonaristas es aún limitada. Constituye más una amenaza que una fuerza dominante y nadie sabe si persistirán como una vertiente autónoma. Deben definir si forjarán un bloque propio o se sumarán a las triquiñuelas del parlamento. La maquinaria del congreso suele generar mutaciones camaleónicas entre los legisladores más improvisados. Pero esa disolución es tan sólo una posibilidad en la gravísima crisis social de Argentina. La vertiginosa consolidación de José Angonio Kast en Chile aporta un ejemplo muy próximo de las aterradoras consecuencias de la prédica ultraderechista.
Un castigo a la capitulación
El cuasi empate en la provincia de Buenos Aires no alteró la drástica pérdida de votos que ha sufrido el Frente de Todos en el último bienio. Esa remontada modificó el ánimo del oficialismo pero no el veredicto de las urnas.
Tampoco la recuperación de sufragios en Tierra del Fuego y Chaco compensó la seria recaída en Santa Fe, Chubut, La Pampa, Misiones y Entre Ríos. Los ajustados triunfos en Salta, San Juan y San Luis decepcionaron tanto, como el susto de Tucumán. El viejo postulado de invencibilidad del peronismo unificado quedó desmentido y el gobierno perdió la mayoría del Senado y su gran primacía en Diputados. Todas las paradojas enunciadas para disfrazar este retroceso (“ganamos perdiendo”) eluden constatar el alcance de la derrota.
La pandemia no explica lo ocurrido. Es cierto que durante la infección el oficialismo sólo obtuvo tres victorias en nueve elecciones de América Latina. Pero la hemorragia de adhesiones en Argentina fue más seria y Alberto Fernández no logró conservar el caudal, que por ejemplo mantuvo en los comicios de medio término su colega más cercano (Andrés Manuel López Obrador).
Los propios dirigentes de la coalición gobernante reconocieron que el empobrecimiento, la inflación y la desigualdad fueron más determinante del declive electoral que la pandemia. Por eso demandaron luego de la PASO una inmediata mejora del “bolsillo de la gente”, que el ministro Martín Guzmán desoyó para congraciarse con el FMI.
Alberto perdió la pulseada antes del escrutinio al convalidar las agresiones de la derecha. Desde su emblemática capitulación en el caso Vicentín toleró todas las provocaciones de la oposición. Descartó medidas de redistribución del ingreso frente a la prédica del ajuste y rehuyó la batalla en las calles, que en otros países permitió doblegar a los derechistas (Perú, Bolivia, Venezuela).
Con la misma pasividad aceptó la tiránica desinformación que imponen los medios hegemónicos. Archivó las iniciativas para democratizar esa actividad y se limitó a disputar los espacios aportados por los canales privados afines. Por ese camino nunca logró rivalizar en audiencia y efectividad con las gigantes que desde hace décadas manejan la pantalla.
Tampoco resucitó la ley de Medios que aprobó el Congreso y la justicia sepultó mediante un simple veto. La iniciativa de subdividir los grandes grupos de prensa, para crear un sector público con diversidad de opiniones siguió congelada. Mientras los vapuleados políticos deben someter la continuidad de sus cargos a la rotación del sufragio, el cuarto poder puede eternizar su inconsulto dominio.
La misma inacción oficial se extendió al poder judicial que enterró sus últimos resabios de ecuanimidad. En lugar de ampliar la Corte Suprema para licuar el arbitrario poder de los magistrados, Alberto esterilizó su reforma judicial en la trituradora del Congreso. Ese acto de impotencia estuvo más determinado por su complicidad con el entramado judicial que por simples ingenuidades institucionalistas. La tolerancia con la persecución de Milagro Sala confirmó una connivencia que tendrá efectos explosivos, si la clique judicial retoma el lawfare contra Cristina para apuntalar el retorno del macrismo. La deslucida campaña electoral del oficialismo coronó esa sucesión de agachadas. Los candidatos optaron por la frivolidad y las frases huecas, irritando a una población agobiada por el empobrecimiento y la desigualdad. Los mensajes afirmativos de buena onda contrastaron con la angustia popular y buscaron soslayar cualquier debate sobre el acuerdo con el FMI. El oficialismo privilegió las chicanas y los chisporroteos a cualquier polémica sobre el nefasto convenio que exigen los acreedores.
Claudio Katz