Me parece necesario comenzar precisando a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de unidad. Estamos hablando de unidad política para la transformación social. Estamos hablando de la unidad política necesaria para afrontar un proceso de cambio revolucionario en la Argentina.
Un país y un mundo dominado por el capital
Nuestro país tiene su historia y su conformación económico-social específica, que debemos estudiar y reconocer si queremos promover cambios, pero también es parte del mundo en que vivimos que está dominado por el capital.
En nuestro país y el mundo en que vivimos el capital y sus lógicas llegan a todos los rincones, tiñen todas las banderas, se apropian de los saberes y las historias de los pueblos, se adueñan de los diccionarios y de las palabras, metabolizan a su favor iniciativas locales o sectoriales; cooptan voluntades, iniciativas políticas y organizaciones dentro del Estado o muy lejos del Estado.
Quienes no han comprendido a fondo la dominación del capital se ilusionan con atajos que supuestamente permitirían escapar a sus lógicas: matar a los hombres con canas y enterrar la historia para no volver a fracasar; crear paraísos privados o identidades intolerables; encontrar la palabra o la bandera que nunca usaron los poderosos; rechazar recursos de los Estados locales y financiarse con ONG financiadas por los Estados de las metrópolis capitalistas; reducirse a la mera individualidad para no contaminarse; refugiarse en los muros de una secta o en el desierto para preservar la pureza anticapitalista; argumentar inocencia porque se piensa desde las tripas y se supone que nuestras tripas están al margen del capitalismo; renegar de la Patria que pisan nuestros pies y donde enterramos nuestros muertos; y suspirar por algún lugar remoto, y difícilmente comprobable, donde la humanidad ganó la batalla definitiva contra la barbarie.
En nuestro país y en este mundo que vivimos, incursionar estos atajos o transitar la soledad política no nos hace más puros, ni más impermeables al capitalismo, ni más independientes del Estado. Por el contrario: quienes se pierden en esos caminos sin salida, los y las solitarias, los pequeños grupos, contienen casi siempre menos experiencia acumulada, menos capacidad militante y pensamiento crítico. Y desde esa debilidad terminarán haciendo mayores concesiones a propuestas y prácticas que no tienen vocación revolucionaria.
Se puede sobrevivir y aún ganar visibilidad dentro del capitalismo con propuestas rengas, con declaraciones oblicuas, con silencios cómplices, pero quien quiera enfrentar al capitalismo tendrá que apelar a algo más que a la picardía política.
En nuestro país y el mundo en que vivimos la posibilidad de autonomía de las lógicas del capital está determinada por una acumulación de prácticas y pensamiento crítico fuertemente enraizada en nuestra historia nacional, en las mejores experiencias y conclusiones de las luchas de nuestros pueblos y con una visión precisa de cómo está funcionando el capitalismo en el mundo y que nos están enseñando las luchas de resistencia. No es casualidad entonces que las estrategias predilectas del capital hayan sido promover la fragmentación social y política, la destrucción de las organizaciones políticas de izquierda y la ruptura entre generaciones de militantes con vocación revolucionaria.
El capital tiende a perpetuarse en la dominación, podemos intentar desentrañar y denunciar sus lógicas, pero no pedirle que deje de velar su propia supervivencia. Si nos oponemos al capital me parece necesario prestar atención a cuestiones que hacen a nuestras propias prácticas.
Reconocer y juntar los pedazos de nuestras izquierdas.
Revisando nuestras prácticas y lo que hemos construido resulta evidente que si le ponemos la lupa a cada experiencia, a cada organización, a cada pedazo de nuestras izquierdas, los resultados son muy pobres. Pero visto en conjunto, no nos falta historia de lucha, ni experiencias valiosas, ni intelectuales brillantes, ni militancias abnegadas, ni pequeñas organizaciones que han sido capaces de resistir y sobrevivir. Por eso cuando hablamos de promover la unidad política para la transformación social, también estamos hablando de elegir un destino que supere la mera sobrevivencia, condimentada cíclicamente por el duelo de los compañeros/as que se nos van, detrás de propuestas que ofrecen la promesa de mayor incidencia política. Estamos hablando también de salir de elecciones perversas como la de optar por apuestas berretas pero que al menos llenan la ilusión de ser parte de alguna disputa de poder, o por apuestas irrelevantes que cambian muy poco, pero que ayudan a dormir tranquilos. Estamos hablando de apostar a reconocer y juntar los pedazos de nuestras izquierdas y tratar de parar una alternativa visible de otro proyecto de país y de otra política.
Nuestra cultura de izquierda no es favorable a la unidad.
Si desde los argumentos expuestos, la promoción de la unidad sería una cuestión sencilla y necesaria, la realidad es bastante diferente. Nuestra cultura de izquierda no es favorable a la unidad. Las iniciativas unitarias son valoradas con sospecha. La unidad significa ceder posiciones, negociar. Siempre se ve con mejores ojos a la compañera o el compañero que pone límites en nombre de preservar la identidad y los principios de la organización, que al que insiste en buscar puntos de acuerdos con otras fuerzas, o a quien propone identidades más amplias y abarcadoras. Finalmente, hay una mirada mágica o determinista sobre cómo se concretan los procesos unitarios. Frente a hechos históricos incontrastables, en sentido contrario, seguimos insistiendo en que «la unidad surge de la lucha» o de la profundización y extensión del trabajo de base, porque «se dividen las organizaciones, no los pueblos».
He tratado de identificar como enemigos de la unidad a tres lastres de nuestra cultura de izquierda: el vanguardismo, el espontaneísmo y el basismo. De todos ellos, el más identificado y criticado es el vanguardismo. Los otros son iguales de dañinos y para peor están ocultos, tienen patente de virtuosos.
El vanguardismo
Quienes hemos recorrido algunos años de experiencia militante podemos citar una enorme variedad de argumentos que con que se pretende justificar esta autoproclamada condición dirigencial. Pero si en distintos momentos históricos estos argumentos cambian, permanece la confusión sobre las condiciones necesarias para validarse como vanguardia. Las organizaciones suelen equivocadamente suponer que por haber obtenido algunos logros que fortalecen la mística interna, el pueblo los reconoce como dirigentes. Se confunde también la vocación de dirigir, con dirección efectiva de los procesos populares de lucha. O en algunos casos, se supone que por haber encabezado un proceso popular en un momento histórico dado, ello se convierte en una condición permanente.
Tanta autoproclamación de vanguardia, ha puesto en cuestión la necesidad o no de una vanguardia. Incluso, me animaría a decir que en los tiempos que corren, quienes hablan para la tribuna universitaria, seguramente recibirán muchas adhesiones y miles de «Me gusta» afirmando que se oponen a cualquier definición de vanguardia.
Sin embargo, quienes se han tomado el trabajo de estudiar las revoluciones podrán comprobar que no ha habido revoluciones sin vanguardias, sin núcleos dirigentes que en los momentos cruciales encabezaron los procesos disruptivos de masas. La historia nos enseña que esas credenciales, a las que nunca tienen acceso los mezquinos, son sólo otorgadas por el pueblo. Y que es el mismo pueblo quien las renueva o las cancela.
Aclarado lo anterior, insisto en que el vanguardismo que se expresa en privilegiar siempre la autoconstrucción, siempre aparece como un obstáculo para las iniciativas políticas que promueven la unidad . Quizás sea la traba más conocida, pero no la única o la más importante.
El espontaneísmo
Suele afirmarse que la unidad la resuelve el pueblo con su propia lucha. Esta afirmación parece sustentarse en un hecho indiscutible. En los procesos de lucha se generan procesos de recuperación de la mejor memoria popular y de retroceso de influencia de las lógicas del capital. Las luchas populares, si son masivas, contribuyen a esclarecer cuáles son los principales problemas políticos a afrontar y ponen sobre la mesa las preguntas más pertinentes desde una perspectiva revolucionaria. Pero los procesos de lucha sólo generan unidad política que aporta a la transformación, si hay una actividad conciente que la promueva y liderazgos que encarrilen esa conciencia y energía popular en una dirección revolucionaria.
Un hecho político que demostró que se podía generar en una forma casi espontánea una gran rebelión popular, como fue el del 19 y 20 de diciembre de 2001, demostró también que tales acontecimientos no parieron unidad política de sus protagonistas, ni rumbos transformadores. La rebelión popular de 2001, hizo retroceder al neoliberalismo, pero fue capitalizado por fracciones progresistas de partidos políticos que venían gobernando. Se gestaron procesos de unidad pero en torno a proyectos de un capitalismo inclusivo, que garantizaron que se recuperara la institucionalidad política que había sido cuestionada.
Las luchas populares generan mejores condiciones para avanzar en la unidad política, pero no tienen virtudes mágicas, no la determinan. Sólo se crea unidad política si hay esfuerzos concientes para promoverla. La unidad no es un hecho mágico, es una construcción en el tiempo, sustentada en prácticas, gestos y disposición a ceder posiciones y protagonismos para alcanzar acuerdos comunes
Al producirse los hechos de la gran rebelión popular en Chile, que ha desmontado la máscara neoliberal herencia del pinochetismo, vale la pena festejar que quienes salieron a la lucha fueron capaces de romper ataduras con los partidos del sistema desde la derecha a la Concertación. No es para alegrarse la percepción de que la lucha popular no tiene dirección política, porque bajada la efervescencia popular lo que no pueda sostener al pueblo unido y organizado, quedará a expensas de las lógicas del capital. Los liderazgos, propuestas y organizaciones que no pudo crear el pueblo en lucha, serán reemplazados por liderazgos, propuestas y organizaciones que generará el sistema, desde sus medios de comunicación, sus ONG, sus redes sociales, sus políticos gatopardistas y encantadores de serpientes.
Los procesos unitarios no se fortalecen en forma gradual o evolutiva. Sucede que los esfuerzos por promover la unidad, pueden no ofrecer resultados contundentes durante largo tiempo; pero también que la siembra de años se recoge en unos pocos meses de lucha. Como ocurre con otros aspectos de la política: «sólo cosecha el que siembra».
El basismo
En contraposición a las dificultades generadas por posiciones vanguardistas y de las disputas entre organizaciones, nos hemos esperanzado en que si nos diluimos en el pueblo y los conflictos sociales, unirnos va a ser mucho más fácil. Quienes se animen a tales desafíos podrán advertir que muchas polémicas superideologizadas desaparecen. Sin embargo, quienes habitan en los barrios populares, aún los más marginales, o reductos poco visibles de poblaciones originarias, no escapan a la potencia fragmentaria del capital. No es cierto que los pueblos estén unidos por la base. Hay diferencias, hay peleas de pobres contra pobres, hay opresión y explotación entre pobres.
Quienes hemos transitado durante años esos espacios sabemos que en cada reunión invertiremos no menos de la mitad del tiempo en tratar de desarmar conflictos donde están presente buena parte de los prejuicios, las falsas tensiones y las lacras que nos impone el capitalismo. Sabemos también que si hay temas que se abordan casi «naturalmente» como el de la violencia contra las mujeres y el de la lucha contra la discriminación a las migrantes; hay otros temas como la necesidad de la unidad con otras organizaciones o sectores sociales diferentes (trabajadores formales, campesinos, luchadores en defensa del medio ambiente) que no surgen espontáneamente de las asambleas barriales.
Si hacemos un balance de los resultados que han tenido en nuestro país en los últimos años los crecimientos cuantitativos de las organizaciones territoriales, advertiremos que no han redituado de la misma forma en lo cualitativo. Por el contrario, se han agudizado dentro de las organizaciones preexistentes los procesos de despolitización, la proliferación del corporativismo y una mayor dependencia del Estado y de las políticas de los partidos del sistema. Los espacios que no fueron ocupados por una militancia consciente y con vocación transformadora no quedaron libres, los ocuparon punteros territoriales con una práctica clientelar, que privilegia la coerción por sobre la conciencia.
Podría suponerse que esta es una cuestión exclusiva del sector territorial o de períodos históricos de baja de las luchas. Sin embargo, esto no es así, también sucede lo mismo con el sector de trabajadores ocupados y en situaciones de auge de las luchas. Para explicarlo recurro a una experiencia que conozco de primera mano.
John William Cooke venía sintetizando en los años 60 y desde la experiencia peronista, que las posibilidades revolucionarias estaban determinadas por la conducción de los trabajadores. Desde una experiencia histórica, llegaba a las mismas conclusiones que otras organizaciones generadas en otras vertientes de izquierda. Las FAP-Peronismo de base precisaron esa definición afirmando que su organización era parte del sujeto, pero no su «representación». Desde su concepción, las organizaciones político revolucionarias estaban al servicio de la organización popular. Y al referirse a la construcción de la hegemonía de los trabajadores, apostaban al desarrollo de organizaciones de la clase, que no eran los sindicatos, ni la rama gremial de las organizaciones.
Esas organizaciones de la clase empezaron a tomar forma cuando aparecieron los incipientes consejos obreros y posteriormente las interfabriles, que eran organizaciones que no dependían de la legalidad burguesa.
Para concretar esa concepción que se emparentaba con las concepciones luxemburguistas y consejistas europeas, la organización dispuso que toda su militancia se insertara en trabajos fabriles y, en el pico de luchas obreras de los años 74 y 75, esos militantes fueron parte de la lucha obrera, integraron las listas clasistas e incluso dirigieron algunos conflictos memorables. Sus militantes conocían al dedillo lo que sucedía en el mundo obrero, los temarios de sus reuniones se ocupaban casi exclusivamente de los conflictos fabriles que estallaban por todos lados.
Pero en la medida que la preocupación se centró en hacer los mejores aportes para colaborar que esos conflictos fueran triunfantes, se empezó a perder perspectiva de lo que sucedía en el resto del país y en el mundo. Y sucedió también que distintas instancias organizativas, que hacían a la totalidad de tareas que debía asumir una organización con vocación revolucionaria, quedaron relegadas.
Sumergidos en el mundo obrero y en el pico de luchas obreras más importantes de nuestra historia, transitamos un proceso de despolitización. Temas como el de la unidad política, quedó reducido a «la unidad que construimos con los trabajadores desde las fábricas». El golpe del 76 nos sorprendió asesorando conflictos. La organización estaba desarticulada. Ni siquiera habíamos tomado las previsiones para asegurarnos la retirada.
Los errores del basismo, referido a lo territorial o al mundo de los trabajadores ocupados, son los mismos en que incurren quienes suponen que existen comunidades originarias o pueblos que, por una excepción de la historia, han quedado al margen y a salvo de las lógicas del capital y de su potencia disgregadoras.
¿Unidad de los revolucionarios o unidad popular?
Repasando los procesos revolucionarios podemos advertir que la unidad política de los revolucionarios y la amplia unidad popular, son dos cuestiones que, no sólo pueden coexistir, sino que cuando fueron capaces de vincularse, aportaron a que se produjeran procesos exitosos.
La unidad política para la transformación social presupone por un lado el acuerdo de fuerzas militantes con acuerdos máximos (unidad de revolucionarios) y por otro lado un amplio acuerdo popular, a veces no firmado y que puede expresarse en la adhesión a grandes convocatorias, como en explosiones sociales que incluye fuerzas políticas, organizaciones y voluntades de izquierda y más allá de la izquierda.
Estos procesos se desarrollan en forma simultánea, aportándose mutuamente, y cambiando los roles de vanguardia en distintos momentos históricos. Las revoluciones son complejas, pero además desprolijas. Como afirmara J. W. Cooke, las revoluciones no se proyectan con reglas T, escuadra y tiralíneas.
La productiva idea de que si queremos unidad es prioritario juntar a los que pensamos parecido, no debería hacernos creer que hay que esperar a que se complete el último vagón, para arrancar el tren.
En la experiencia cubana el asalto del Cuartel Moncada, el desembarco de un núcleo guerrillero en el Oriente, y el inicio de las acciones armadas en Sierra Maestra contó con la mirada escéptica del Partido Socialista Popular ligado a la Union Soviética. En su declaración frente al asalto al Moncada afirmaron: «El camino escogido por Fidel Castro y sus compañeros es falso. Nosotros, que apreciamos su limpieza moral y que estamos convencidos de su honradez, tenemos que decir que el putch, que la acción armada desesperada y con categoría de aventura, no conducen a otra cosa que, al fracaso, al desperdicio de fuerzas, a la muerte de su objetivo».
A la revolución cubana se sumaron mucho más rápido campesinos analfabetos, que ilustrados militantes, muchos de ellos provenientes del movimiento obrero y con trayectorias abnegadas.
En la experiencia bolivariana, siendo Chávez un hombre de izquierda, con el antecedente de haber sido integrante del Comité Central del PRV, una de las organizaciones más importantes de la izquierda venezolana, tuvo escaso apoyo de civiles en la Rebelión del 4 de febrero de 1992. Y cuando salido de la cárcel se inició la campaña para promover una insurrección cívico-militar, buena parte de la izquierda depositó todas sus fichas en las elecciones presidenciales. La gesta chavista se inició promovida por un grupo de militares nacionalistas de izquierda, algunas pequeñas organizaciones y un puñado de militantes que provenían de fuerzas de izquierda. Por lo que conozco, me animo a suponer que los círculos bolivarianos que se desarrollaron en todo el país para promover la insurrección tuvieron más aporte de veteranos de las fuerzas armadas, muchos de ellos evangelistas, que de militantes de izquierda.
Si la estrategia de Fidel o de Chávez hubiera sido primero convencer a todos los militantes y grupos políticos de izquierda cercanos, esos trenes revolucionarios nunca se hubieran puesto en marcha.
La certidumbre sobre la desprolijidad de los procesos revolucionarios y de su carácter plebeyo, no deberían avalar la idea que se puede afrontar procesos con objetivos y liderazgos difusos. En nombre de la «desprolijidad de los procesos revolucionarios» se nos han querido vender referentes y proyectos que no podían terminar en otro lugar que no fuera el reforzamiento de la dominación capitalista.
Con respecto al cambio de roles, lo más conocido es lo sucedido en las jornadas del 13 de abril de 2002 en Venezuela, cuando una gran insurrección popular derrotó al golpe de Estado y pudo liberar a Chavez. En ese momento la casi totalidad de militantes de izquierda civiles y militares que en los primeros años habían jugado un papel de vanguardia, habían pasado a la clandestinidad.
En la revolución cubana quienes han historiado el proceso que se inició con el desembarco de Granma, advierten que no en todos los momentos fue el núcleo guerrillero que operaba en la sierra y el campo quien estuvo a la vanguardia. Hubo momentos que el mayor protagonismo lo tuvieron las huelgas generales en las ciudades.
En la revolución rusa, en un trabajo reciente nuestro compañero Aldo Casas ha rescatado las huelgas del dia de la mujer en 1917 que manifestaron en el centro de Petrogrado exigiendo Pan y Paz, el dia previo a la insurrección general que volteó al Zar. Es indiscutible el papel de liderazgo que jugaron los bolcheviques en la Revolución Rusa, pero no fueron ellos quienes pusieron fecha a la insurrección de febrero. Escribe Casas: «Mujeres (que seguramente nunca habían leído Iskra) manifestaron en las calles para reclamar pan y el regreso de los combatientes y prendieron la chispa que encendió la pradera»… «Aquellos millones de anónimos hombres y mujeres que terminaron con la autocracia, imprimieron a la movilización el carácter de una revolución social en acto y de sus filas surgieron los más decididos activistas que empujaron, a veces rudamente, a que los bolcheviques se retiraran de la tramposa Pre-conferencia democrática, organizaran el Comité Militar Revolucionario del Soviet [11], derrocaran al descreditado gobierno burgués y asumieran la conformación del poder soviético».
Algunas conclusiones
Si limitamos la unidad política a «la unidad de los revolucionarios», o esperamos que se complete esa etapa para hacer propuestas unitarias más amplias, corremos el riesgo de paralizarnos o encerrarnos en disputas teñidas por el vanguardismo. Si pensamos que se pueden abordar unidades amplias sin aportar a la construcción de núcleos que se lideren con una orientación revolucionaria, o proponemos quedar librados a lo que generen la espontaneidad de las masas, estamos propiciando diluirnos en el mar del capitalismo.
Para concluir, la unidad política para la transformación social es el resultado de un trabajo consciente y de largo plazo, es una construcción política que debe encararse desde la militancia y que no puede ser reemplazada por la magia del espontaneísmo, ni por determinismos basistas, ni por la participación de sujetos «esencialmente revolucionarios», que por su condición de impenetrables se suponen que quedan al margen del dominio de la capital y sus lógicas de fragmentación.
Quien escribe estas líneas, reflexiona desde haber participado en distintas iniciativas que no pudieron sostenerse en el tiempo: el Frente del Pueblo (FREPU) en 1985; El Encuentro de Organizaciones Sociales (EOS) en 1997; la Coordinadora de Organizaciones Populares Autonomas (COPA) en el 2000; La Coordinadora de Trabajadores desocupados Anibal Verón en 2002; El Frente Popular Darío Santillán en 2004; La Coordinadora de Organizaciones y Movimientos populares de Argentina (COMPA) en el 2008. Es decir reflexiona desde sus fracasos. Los fracasos no dan autoridad, pero pueden dejar algunas enseñanzas.
Si algo he aprendido de esas experiencias, es que en temas de unidad política para la transformación social, la mejor pista la da la frase de Raul Sendic: «No hay mejor teoría revolucionaria que la que surge de las revoluciones hechas».
Guillermo Cieza, 10 de agosto 2020.