ALAI AMLATINA
A partir de los primeros segundos del pasado sábado 13 de junio, en Estados Unidos se produjo el llamado “apagón analógico” con el cual todas las emisoras de televisión de ese país dejaron de utilizar la señal analógica para dar paso únicamente a la transmisión digital. Al tenor de que este cambio expresa un nuevo salto tecnológico, como el que se dio con el transito del “blanco y negro al color”, lo que se ha venido imponiendo es un discurso promocional de la TV digital principalmente como mercancía, provocando un deslumbramiento también en Latinoamérica. Pero como no se trata de un mero asunto técnico, para nuestros países representa una posibilidad seria para avanzar en la democratización de la comunicación.
Como parte del proceso de convergencia tecnológica, que no se circunscribe al mundo de la televisión y la radio, la denominada Televisión Digital Terrestre (TDT) incorpora un notable mejoramiento de la calidad de imagen y sonido respecto a la TV analógica actual, la interactividad, la movilidad (recepción en dispositivos móviles, como los televisores portátiles o celulares). Pero además, permite multiplicar el número de canales en el espectro electromagnético. Esto es, la posibilidad de contar con más canales de TV abierta, pues el mismo ancho de banda asignado actualmente a un canal analógico da para que puedan transmitir tres o más canales.
De modo que, si se antepone el interés público en las políticas que se están adoptando para la implantación de las frecuencias digitales, nuestros países podrán establecer condiciones para democratizar una estructura mediática marcada por la concentración y la poca diversidad de los contenidos transmitidos, con la incorporación de nuevos actores y sectores sociales. Vale decir, para apuntar hacia una mayor y mejor producción nacional de contenidos, con más y mejor televisión.
En esta perspectiva, más que cuestiones como la calidad de imagen debe pesar la mayor optimización del espectro y la consecuente apertura del espacio para la transmisión de otras programaciones, con la incorporación de nuevos actores. Por lo mismo, no tiene sentido alguno admitir que los actuales concesionarios pretendan considerar como un “derecho adquirido” el ancho de banda que tienen concesionado. Como tampoco, colocar al centro de esta transición la “high definition” (alta definición).
En la medida que este último formato, por tener al menos el doble de definición que el estándar, requiere más ancho de banda, su implementación precisamente bloquearía la entrada inmediata de nuevos actores en el sector televisivo; pero también porque la mayoría de la población quedaría por un tiempo fuera pues no está en condiciones de comprar un televisor digital. Sin perder de vista que se reforzaría el desequilibrio en el sector entre las grandes empresas y las de carácter público, cultural, local, etc.
De hecho, estamos hablando de una nueva plataforma que permite repensar qué sistema audiovisual queremos para asegurar una mayor diversidad y pluralismo cultural e informativo, que incluya una efectiva regionalización de la oferta cultural mediante el impulso de emisoras locales y regionales, como condición indispensable para desconcentrar las estructuras mediáticas vigentes y, a la vez, para potenciar la producción nacional, particularmente en materia de software y contenidos.
Esta posibilidad de dar “nuevas soluciones a viejos problemas” no es técnica, sino política, que pasa por la definición de nuevos marcos de regulación democrática que contemplen el proceso de convergencia tecnológica en curso y que entre otros puntos deberían contemplar: el control público del proceso de concesiones del espectro; la apertura del espectro a entidades de la sociedad civil y subvenciones a los sectores históricamente excluidos; claras definiciones normativas para impedir monopolios y oligopolios, y la mercantilización de la cultura; la subordinación de las concesiones a la presentación de proyectos en consonancia con las políticas públicas consensuadas democráticamente; la definición de reglas claras de operación: tiempo para propaganda, para producción local, regional y nacional, etc.; el establecimiento de un sistema público de comunicación realmente público; la gratuidad de los servicios esenciales, la creación de espacios participativos para la formulación, acompañamiento y evaluación de las políticas de comunicación; etc., etc.
Los diversos países de Latinoamérica se encuentran definiendo esta transición hacia el “apagón analógico”, por lo general bajo el formato de comisiones técnicas “super-especializadas”, sin participación ciudadana. Sea por la ausencia de una efectiva agenda digital común, por la interferencia de los grandes intereses que están en juego, la falta de visión o voluntad política, el hecho es que el tema prácticamente está ausente en los procesos de integración en curso, cuando debería ser todo lo contrario.
Por disposición legal y con un costo estimado en US$ 4 mil millones de dólares, la TV digital entró a operar en Estados Unidos tras 20 años de recorrido. En nuestros países hay sectores empeñados en acelerar el paso, con consideraciones exclusivamente técnicas (y económicas, se entiende), sin dar condiciones a que se abra un amplio debate público. Esta oportunidad es de lejos mucho mayor que la que abrió en su momento la implantación de la TV por cable –y que en general fue ampliamente desaprovechada- para democratizar la comunicación. De no ser así, asistiremos a una mayor consolidación de los grandes conglomerados mediáticos. Y, entonces, habrá que preguntarse: ¿tendrá sentido realizar gastos significativos para tan solo tener los mismos programas “basura” en alta definición?
– Osvaldo León, ecuatoriano, es Master en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Montreal, Canadá). Director de “América Latina en Movimiento”.