Consensos fósiles: el nuevo ciclo extractivo en clave libertaria. Por Alejandro Gambina

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La paradoja YPF: Del discurso antiestatal a la práctica del uso de la estructura defenestrada para asegurar un andamiaje político-jurídico que blinde la acumulación y las ganancias foráneas. Como es el nuevo ciclo extractivista bajo el primer gobierno “liberal libertario” y cual es el lugar de lo social, en el extractivismo de tercera generación. Ruptura con lo anterior o consolidación acelerada con traje nuevo. La pauta como factor clave para crear sentido común y clausurar cuestionamientos.

*Alejandro Gambina

No hay imagen más paradójica ni más elocuente, que la del presidente Javier Milei con un mameluco azul de YPF. Un traje de trabajo pesado sobre el cuerpo de un economista libertario que promete dinamitar al Estado. Según contó, se lo regaló Horacio Marín, titular de la petrolera, “para jugar con los perros en Olivos”. La aclaración no le quita potencia a la escena: el líder del proyecto privatizador enfundado en el uniforme de la empresa pública más emblemática del país. El gesto, las fotos de prensa, el mameluco y la visita presidencial al megaproyecto en la patagonia argentina fueron reproducidos y comentados para instalarse en el imaginario político contemporáneo. Incluso desde YPF anunciaron que la prenda podía adquirirse en las estaciones de servicio de todo el país.

En su aparente carácter accidental, la imagen deja ver algo más profundo: el consenso transversal que hoy rodea a YPF y con ella, al proyecto extractivo de Vaca Muerta. El mameluco, pieza técnica y utilitaria, se vuelve metáfora del acuerdo que une a gobierno, oposición y corporaciones en torno a la promesa energética. Una prenda de trabajo que, sin proponérselo, expone la continuidad de un modelo donde el capital se disfraza de nación y la política se cubre con los colores de la empresa estatal.

Bajo la retórica del “liberalismo libertario”, Milei impulsa la expansión del complejo hidrocarburífero con una lógica de apertura de mercados y desregulación estatal, pero apoyándose en la infraestructura, la ingeniería y el prestigio simbólico construidos por el propio Estado. Esa paradoja se vuelve aún más visible con la aprobación en 2024 del Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI), una arquitectura jurídica diseñada para blindar las condiciones de rentabilidad del capital transnacional mediante beneficios impositivos, garantías cambiarias y estabilidad regulatoria a 30 años. En lugar de retirarse, el Estado se hiperactiva como garante de la acumulación, desplazando sus funciones sociales en favor de una nueva razón inversora. El nuevo ciclo extractivo se alimenta de esa tensión estructural: un presidente que proclama la desaparición del Estado mientras se apropia de sus ropajes más productivos.

Bajo un relato de pragmatismo corporativo, tecnificación y expansión financiera, el proyecto energético reactualiza viejas tensiones del desarrollo argentino. En nombre de la rentabilidad, se redefine el rol del Estado, se reorganiza la relación entre el capital y el territorio y se reaviva la idea de que, gracias a las ventajas comparativas y a la riqueza del subsuelo, la Argentina se inserta de manera subordinada en el mercado mundial como proveedora de materias primas. La maquinaria simbólica reconstruye así un destino perdido de potencia, sostenido esta vez en la exportación de combustibles y recursos destinados a la transición energética. El “consenso de los commodities”, como lo definió Maristella Svampa, no desaparece sino que muta: ya no se justifica en nombre de la redistribución o la inclusión social, sino de la rentabilidad pura. Mientras los gobiernos progresistas apelaban al discurso del “desarrollo sostenible”, Milei propone una hiperproductividad extractivista. Su enfoque privilegia la explotación acelerada de los recursos naturales, sin los límites que imponen los estándares ambientales internacionales, como evidencia su rechazo explícito a la Agenda 2030 y su negacionismo climático. El conglomerado discursivo cambia pero el núcleo del modelo persiste: intensificación de la extracción, subordinación geopolítica y valorización financiera.

Eduardo Gudynas, al caracterizar el extractivismo de tercera generación, advierte sobre esta transición hacia formas más profundas de subordinación económica y ecológica: a una en la que los territorios se adaptan a las necesidades globales de energía y materias primas, mientras las sociedades locales quedan relegadas a la condición de espectadoras (o víctimas) de ese movimiento. Vaca Muerta, con sus fracturas geológicas y sociales, se vuelve emblema de esa dinámica: una infraestructura que promete soberanía energética pero depende de capital extranjero, tecnología importada y una gobernanza cada vez más concentrada.

A la vez, como señalan Svampa y Viale, este nuevo ciclo extractivo se legitima en una narrativa de “progreso técnico” y “racionalidad económica” que desplaza las preguntas ambientales y territoriales hacia un segundo plano. El discurso de Milei sobre la eficiencia y la libertad de mercado se superpone con la lógica de la desposesión que David Harvey definió como “acumulación por desposesión”: una expansión del capital sobre bienes comunes, comunidades y ecosistemas bajo la apariencia de modernización.

Vaca Muerta, convertida en emblema del crecimiento, se erige así como promesa y advertencia. Promesa de dólares y de modernización; advertencia sobre las tensiones entre soberanía y mercado, entre el corto plazo financiero y el largo plazo ambiental. Un nuevo ciclo extractivo que se presenta como arena de la lucha discursiva e imagen de las contradicciones del país: una política de desregulación sostenida por infraestructura estatal, una identidad nacional reconfigurada en clave empresarial y un discurso que viste ropas de trabajo mientras desmantela las estructuras que las hicieron necesarias.

El ciclo extractivo impulsado por Javier Milei no surge de la nada. Representa la continuidad de un modelo que, bajo nuevas formas, profundiza la lógica de subordinación entre capital, Estado y territorio. En lugar de desmantelar el esquema previo, Milei lo radicaliza y convierte el consenso neo-desarrollista en una plataforma para un extractivismo sin mediaciones, legitimado en nombre de la libertad económica y la eficiencia del mercado.

El Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI) expresa esa mutación. Retoma y amplifica los principios de marcos anteriores (acuerdo con Chevron, Ley de Hidrocarburos), institucionalizando una política que garantiza estabilidad tributaria, libre disponibilidad de divisas y protección judicial internacional por treinta años. De este modo, el Estado, lejos de retirarse, se redefine como garante jurídico del capital extractivo, mientras el discurso libertario traduce la dependencia estructural en una narrativa de modernización y soberanía de mercado.

El modelo energético argentino no se transforma, sino que avanza en su consolidación. Milei hereda una matriz fósil estructural, una empresa estatal funcional al capital y un entramado discursivo que asocia recursos naturales con destino nacional. Lo que cambia es la retórica: donde antes había soberanía y desarrollo, ahora hay libertad de mercado y eficiencia económica. Pero el núcleo permanece: desposesión territorial, dependencia tecnológica y valorización del subsuelo como horizonte de futuro.

El discurso libertario y la dependencia hidrocarburífera

El relato del “liberalismo libertario” del gobierno de Milei propone una idea radical de libre mercado y reducción del Estado. Sin embargo, esta retórica choca con la realidad del complejo hidrocarburífero argentino, donde la expansión del extractivismo depende de subsidios, infraestructura pública y acuerdos estatales. La paradoja es clara: un discurso antiestatal que se sostiene sobre una estructura estatal robusta, aunque subordinada a los intereses del capital energético.

La matriz energética argentina sigue fuertemente dependiente de los combustibles fósiles, un corsé estructural que el proyecto libertario no puede romper sin afectar la estabilidad y el abastecimiento. La infraestructura heredada y las inversiones públicas son imprescindibles para mantener la producción, el transporte y la exportación de hidrocarburos, mientras los costos de la energía para los usuarios aumentan y los subsidios a la producción se mantienen, revelando la desigualdad del esquema.

Este marco se complementa con una narrativa despolitizada que presenta el crecimiento extractivo como resultado del mercado y de la eficiencia privada, ocultando la red de apoyos estatales, beneficios fiscales y respaldo diplomático que lo sostienen.

Nueva gramática del saqueo

Vaca Muerta se ha consolidado como la narrativa del “salvataje nacional”: la promesa de que, en medio de crisis económicas recurrentes y de la restricción externa por la falta de dólares en el Banco Central, es posible impulsar un nuevo ciclo de crecimiento basado en la explotación intensiva de recursos fósiles. Esta naturalización del proyecto hidrocarburífero no es espontánea sino el resultado de una maquinaria discursiva y simbólica articulada por medios de comunicación, tecnócratas y actores políticos que relegan los debates sobre los impactos ambientales y sociales a un segundo plano.

Los medios y los expertos técnicos operan como vectores centrales de esta gramática. La información se presenta bajo un discurso de inevitabilidad económica y eficiencia tecnocrática que incluso se apropia del lenguaje de la responsabilidad ambiental, minimizando los conflictos vinculados con la soberanía territorial, los derechos comunitarios y los daños ecológicos. Así, la explotación de Vaca Muerta aparece como un imperativo técnico y económico, una oportunidad ineludible dentro del proyecto nacional.

Como advierte Agustín Espada, durante el gobierno de Milei esta estrategia comunicacional se profundiza con YPF ocupando un rol clave en ese entramado: mientras el presidente prometió “pauta cero” para los medios, la empresa aumentó su gasto publicitario en casi un 40% durante 2024, destinando más de 97.000 millones de pesos a publicidad oficial. Esta política refuerza la influencia mediática de YPF y consolida la hegemonía del discurso oficial, reduciendo los márgenes para cuestionar el modelo extractivista o imaginar alternativas posibles.

Epílogo: el futuro que no llega

La transición energética se ha instalado como una consigna inevitable del presente. Sin embargo, lejos de ser un proceso homogéneo o lineal, se configura como un campo de disputa. Lo que está en juego no es solo el reemplazo de fuentes energéticas sino la orientación política, social y territorial del modelo que viene. En ese terreno en disputa, conviven narrativas contrapuestas: algunas imaginan una transición justa, popular y soberana y otras, una transición tecnocrática y corporativa que reproduce las lógicas del extractivismo bajo nuevos lenguajes.

En la Argentina, este conflicto se vuelve especialmente visible. Mientras las grandes empresas energéticas promueven el gas como combustible “puente” hacia una economía baja en carbono y al mismo tiempo expanden la frontera extractiva del litio, el fracking y los minerales estratégicos, el Estado se presenta como facilitador logístico de esas iniciativas.

Bajo esta lógica, la transición se vuelve un nuevo capítulo de la dependencia. La promesa de convertirnos en “potencia energética” se sostiene en la exportación de materias primas, en lugar de en la construcción de capacidades propias, control territorial o diversificación productiva. Así, la soberanía energética se redefine como capacidad de abastecer al mundo mientras se pospone el debate sobre para qué, para quién y a costa de qué se produce energía.

Sin embargo, también hay fisuras. Las resistencias territoriales y sindicales, los movimientos socioambientales y ciertas expresiones del pensamiento crítico vienen planteando la urgencia de imaginar otras transiciones posibles. Una transición que no se limite a cambiar fuentes de energía, sino que cuestione el patrón de consumo, las relaciones centro-periferia y la desigualdad estructural en el acceso a los bienes comunes. Una transición que no reproduzca la dependencia fósil bajo el disfraz de modernidad verde sino que habilite un horizonte post-extractivo desde el Sur.

Quizás ahí esté el verdadero debate que se avecina. No cómo insertarse mejor en el nuevo orden energético global, sino cómo desarmar sus condiciones de posibilidad. No cómo administrar la escasez bajo criterios de eficiencia sino cómo disputar la abundancia en clave de justicia. El futuro no llega porque todavía está siendo escrito. Y la política, incluso en tiempos de cinismo y desposesión sigue siendo el terreno donde se juega esa batalla.

*Magíster en Comunicación y Cultura (UBA), investigador de la FISYP y Director de Formación y Red de Posgrado de CLACSO. Porteño nacido en Rosario, rosarino que vive en Buenos Aires. Papá de tres. @alegambina (Instagram)

Fuente: https://zigurat.sociales.uba.ar/2025/12/16/consensos-fosiles-el-nuevo-ciclo-extractivo-en-clave-libertaria/


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