Es una alegría para mí que Amalia Carrique me haya pedido escribir el prólogo de este libro que reúne los principales trabajos de su vida académica. Cuando la conocí, yo estudiaba el Profesorado en Letras en la Universidad Nacional de Salta, y Amalia se convirtió en mucho más que una profesora para mí. Con ella podía compartir lecturas y discutirlas, simplemente porque las ideas la apasionaban y porque, de alguna manera implícita, ambas estábamos de acuerdo en que el conocimiento se construye de a dos o en grupos conformados por personas, en lo posible, muy diferentes en su formación. Además, siempre fue un placer sentirla leer en voz alta sus ponencias, escritos cuyo ritmo conceptual y sonoro indicaban que estaban hechos para ser leídos, lo que le aseguraba invariablemente la escucha atenta y los elogios de colegas en los congresos. De modo que ha sido realmente un gusto volver a releer algunos de sus trabajos y otros que no conocía, porque se caracterizan por la calidad de las ideas, su creatividad y el espléndido trabajo de escritura.
Los títulos de las secciones del libro, que desglosan esta enumeración “La escritura piensa el cine, la televisión, la Internet, el chat, la literatura, la lingüística, la metodología para enseñar semiótica”, muestran que Amalia Carrique no sólo planteó de un modo creativo y original problemas en las dos áreas disciplinares que conforman la carrera de Letras, literatura y lingüística, sino que abordó problemas que estaban mucho más allá de los límites de su propio quehacer, como los que expuso en el marco de la semiótica. Por ello reflexiona sobre cine, televisión, Internet, el chat e incluso sobre los modos de enseñar semiótica, disciplina en la que se formó en la Pontificia Universidad Católica de San Pablo (Brasil).
Y es probablemente porque nunca estuvo de acuerdo con las disciplinas disciplinadas y disciplinantes, sus preguntas son precisas, sus respuestas lúcidas y siempre inquietantes, sea en el campo literario, sea en el lingüístico, sea en el semiótico. Como lectora del libro y conocedora de, al menos, parte de su trayectoria, tengo mis formulaciones teóricas preferidas. Voy a mencionar algunas con el riesgo de descontextualizarlas. La relación entre discurso y lenguaje formulada en términos de fractalidad es probablemente mi preferida, porque Amalia acuñó esa idea sobre la base de largas reuniones en nuestro equipo de investigación, reuniones en las que discutíamos el modo en que estudiantes universitarios y del nivel secundario reformulaban en forma oral y escrita textos fuente de lingüística e incluso manuales de historia. Mientras nosotros nos centrábamos en arduas descripciones de los fenómenos que advertíamos afectaban todos los niveles de la lengua, desde los desplazamientos de significantes y significados, hasta la conformación misma de las palabras y las combinatorias sintácticas, Amalia expresaba esa relación entre discurso y lenguaje a través de la categoría “fractalización”. Le permitía no sólo dar cuenta de la relación entre lo local y lo global en texto especializado sino también poner en evidencia la paradoja constitutiva de la academia: requerir que el estudiante se repita en el discurso del otro, pero esperar que, al mismo tiempo, encuentre en él y fuera de él su propia voz.
En el campo literario, mis trabajos preferidos son los que abordan la novela histórica como una escritura de lo que la historia nunca pudo abordar, ni podrá, con toda seguridad: “el deseo de recuperar lo perdido o lo nunca poseído: el erotismo, el placer, la libertad”, sostiene Amalia, que se enamora de Castelli y hace que Castelli nos seduzca y nos interpele desde su análisis del discurso construido por Andrés Rivera. Es sorprendente, también, el rigor de la comparación entre la escritura de Faulkner y García Márquez, un trabajo inédito que fue un acierto incluir en esta antología.
Prácticamente todo atrapa en los capítulos que conforman el campo semiótico, el mejor representado en el libro, pero también el que me es más ajeno. Pensar que las esferas de semiotización no constituyen sino procesos de espectralización me ayuda a entender (a mí, que pertenezco a la esfera de la comunicación cara a cara) por qué hoy niños, adolescentes y adultos se sumergen en la virtualidad, que se conforma como ya casi el único espacio de sociabilidad, erotismo, identidad. Podría continuar con su modo de abordar la interpretación del cine, que nunca pierde de vista las múltiples modalidades significantes —los movimientos de la cámara, la música, el color, los cuerpos— que conforman sentido; sus comparaciones acerca del modo en que los documentales de los sesenta y los noventa construyen la relación con la realidad, pues Amalia nos advierte que mientras los primeros tratan de denunciar lo que pasa, los segundos no pueden mostrar lo que sucede; el análisis de programas de televisión como Las patas de la mentira, que han puesto en escena el entramado de periodistas, políticos y público con una inteligencia que no superó la censura. Podría continuar con estas ideas, de una impactante actualidad, dinámicas,interesantes, sobre las que merece la pena volver una y otra vez, pero me parece que son los lectores de este libro quienes deben hacer su propio recorrido.
El otro aspecto que me gustaría destacar es que es, sin duda, el testimonio de una generación de intelectuales, de un modo de mirar y percibir. Por esa razón se advierte la incidencia de las teorías de las disciplinas más diversas: física, biología, psicología, historiografía, psicoanálisis, marxismo, estructuralismo, postestructuralismo, semiótica, y siempre la indeleble marca de Foucault, Deleuze y Guattari. Más allá de esta observación, el libro está lejos del eclecticismo y la fragmentariedad, porque es fundamentalmente el posicionamiento político e ideológico de Amalia el que cohesiona de modo inclaudicable una perspectiva, la suya. Hace un tiempo, cuando leía a John Berger1, encontré un párrafo que puede graficar este posicionamiento mejor de lo que yo puedo hacerlo. En un momento en el que intenta explicarse por qué Caravaggio es su pintor favorito, cuenta un episodio de su vida:
“Las escasas telas de mi propia e incomparablemente modesta vida como pintor que me gustaría volver a ver, son aquellas que pinté a finales de la década de 1940 de las calles de Livorno. Esta ciudad se recuperaba entonces de las heridas sufridas en la guerra y era muy pobre. Fue allí donde empecé a aprender algo sobre el ingenio de los desposeídos. Fue allí también donde descubrí que no quería tener nada que ver en este mundo con los que ejercen el poder. Esto último ha llegado a convertirse en una aversión para toda la vida.”
Creo que este es el rasgo que siempre reconocí en Amalia y que hace que su voz sea todavía más valiosa hoy, en el contexto social, cultural y político que nos toca vivir en Salta, en Argentina, en el mundo.
Para finalizar, me gustaría detenerme en el título del libro “La escritura piensa”.
¿Cómo interpretarlo? Se podría entender como una metonimia, si se vincula con la imagen que ilustra la tapa. Estaríamos ante un desplazamiento porque es la lectora la que piensa. O incluso estaríamos ante un doble desplazamiento, porque se podría pensar que es Amalia la que piensa. De hecho, hace unos años, me llamó la atención en un museo la pintura que hoy ilustra la tapa de este libro, porque cuando la vi, inmediatamente la relacioné con ella. La clave de la identificación radica ciertamente en el hecho de leer: es necesario tener en cuenta que Amalia ha sido siempre una gran lectora, una lectora refinada y exigente. Sin embargo, la relación tenía que ver fundamentalmente con su modo de leer. Un modo de leer que supone reflexionar y, tal como reza esa frase hecha en español, “llevar para su cosecha”. Nunca he visto que leyera y se quedara con lo leído como tal. Ese gesto de la lectora que ilustra este libro no es sino el gesto que he visto muchas veces en ella y que consiste en levantar la mirada después de leer. Con más entusiasmo que la lectora de Steuben, sin duda. Y es así como su experiencia personal, social, cultural, intelectual, se ponía en juego y se transformaba en lo leído y viceversa, tal como se advierte en este libro. Y, sin embargo, el título es “la escritura piensa”; por tanto, no se trata sólo del desplazamiento metonímico que acabo de analizar. Se impone una interpretación literal que dé cuenta del poder que siempre Amalia le concedió a la escritura. Es la escritura la que piensa, no el escritor el que piensa. El escritor no puede pensar nada si no escribe. Sólo cuando escribe piensa, porque son, en verdad, el cuerpo y el trabajo de la escritura quienes piensan.
Viviana Cárdenas
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