La pérdida de popularidad del gobierno se hace notar, en medio de la decepción frente a sus engañosas promesas y la pregunta sobre el camino para que la frustración generalizada encuentre un cauce.
En estos días proliferan las encuestas y estudios de opinión que señalan marcados descensos en el aprecio de la sociedad por la figura de Javier Milei, su gestión de gobierno, acerca de las expectativas de corto y mediano plazo y la perspectiva de alguna mejoría en las condiciones de vida y de trabajo.
No pocos de los que manifiestan su decepción frente a encuestadores y analistas confiesan haber votado a Milei y mantenido una mirada esperanzada hacia su gobierno hasta hace poco.
Entre la ilusión y el desengaño.
¿En qué se cifraban esas esperanzas? Había sin duda una parte formulada por la negativa. Nos referimos a la creencia de que nada podía ser peor que el desastre del gobierno anterior: Pérdida de ingresos, inflación desbocada, acción de gobierno deshilvanada e incoherente, rencillas de espaldas a la sociedad, etc.
Otro componente esperanzador radicaba en promesas que hizo primero el candidato y después el flamante gobernante. Tomemos tres como ejemplo:
a. Habría un momento inicial de sacrificio, pero lo seguiría un rápido crecimiento económico que aproximaría a la sociedad argentina a la estabilidad y el bienestar. b. El ajuste era inevitable, pero a diferencia de otras veces no caería sobre el conjunto de la población, sólo afectaría a “la casta”, la minoría de privilegiados, sobre todo los de la esfera política (al poder económico no se lo toca ni cuestiona, es sabido). c. La inflación hallaría rápida sepultura, dolarización mediante, si fuera posible. La sociedad argentina estaba a punto de exorcizar a su peor pesadilla.
A esta altura ha quedado claro que nada de eso ocurrió. Hay escasez y sacrificio crecientes que no fueron seguidos por ninguna mejora perceptible sino que acompañaron un sostenido deterioro del nivel de vida y una recesión económica que sigue incólume.
La “casta” continúa con sus privilegios intactos mientras las ciudadanas y ciudadanos de a pie sufren el aumento de tarifas y transporte, los salarios a la baja y las jubilaciones en el subsuelo. Está claro que los “ajustados” son ellos.
La inflación descendió desde el 25% de diciembre de 2023 a alrededor del 4% mensual en la actualidad. Nada de qué alegrarse, muchos precios siguen subiendo, los puestos de trabajo perdiéndose y el pago de la deuda externa tiene explícita prioridad por encima del bienestar del conjunto de los habitantes, tal como anunció el presidente. Y un rebrote de la inflación puede estar a la vuelta de la esquina, si algún corcoveo del capital financiero desata una “corrida” contra el peso.
Las promesas están para no cumplirlas.
Aparece una vez más una protesta recurrente: El actual presidente, como otros antes, ha incumplido sus principales promesas. Y en muchos casos ha hecho todo lo contrario a lo que anunció. No sólo se trata de que no es el pueblo el que toma las decisiones, sino que a los que vota para que las adopten en su nombre no le merecen atención los intereses y deseos populares.
Quienes fueron elegidos para sacar a la mayoría del pueblo de una situación de sufrimiento no vacilan en sumergirlo en circunstancias aún peores.
Malas noticias. La democracia representativa, de la que habría que abandonar la mala costumbre de llamarla “democracia” a secas, está prevista de ese modo. El elector queda a merced del elegido, el supuesto representado del sedicente representante. No puede revocar el mandato de quien no cumple o traiciona. Tampoco darle instrucciones acerca de qué hacer o indicarle aquello que no debería hacer de ninguna manera.
Dentro del sistema representativo tal como lo conocemos, no hay lugar para reclamos. Apenas votar a otro candidato o partido en el próximo turno electoral. Lo dice la Constitución Nacional en su artículo 22: “El pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución.”
Lo que equivale a la constatación de que no hay deliberación ni gobierno popular, sino de unos pocos parlamentarios y funcionarios. Los que en su mayoría tienen vínculos más fuertes con los dueños del poder económico, cultural o comunicacional que con quienes dieron sus votos para que lleguen a donde están hoy y se ganan la vida en un día a día cada vez más difícil.
El presidente Milei prometió dinamitar un sistema injusto mediante acciones que benefician en primera instancia a los poseedores del capital, a quienes están ávidos de mayores oportunidades de negocios y quieren incrementar aún más sus ganancias.
El cuento, como otras veces, era que los beneficios de unos pocos poderosos, obtenidos desde el primer momento derivarían, más tarde, en una mejor suerte para la mayoría que carece de capital y no tiene otro recurso que vivir de su trabajo. Falso por supuesto, desmentido una vez más por una realidad de desigualdad, injusticia y empobrecimiento crecientes.
En el caso del gobierno actual se agrega la vocación por el ataque frontal contra derechos a los que tergiversa como “privilegios”. Y la descalificación como “robo” de cualquier principio ético que apunte a ideales de justicia social y solidaridad. Menos ricos más ricos y muchos más pobres cada vez más pobres, a los que sólo les resta la ilusión de dejar de serlo, cada vez más lejana.
“Todo dentro del mercado nada fuera del mercado”. Es sabido que en ese sacrosanto espacio, los tiburones practican el “libre intercambio” con los pececillos diminutos. El gobierno desea sentarse a aplaudir los resultados.
Y ¡afuera! las organizaciones de la sociedad civil que pretendan interferir en el juego mercantil: Ni sindicatos, ni organizaciones de pobres y marginados, ni agrupaciones estudiantiles… toda forma de organización colectiva es indeseable por definición a los ojos del poder político actual.
Para viejos problemas, soluciones inéditas.
Para todo lo anterior no hay soluciones dentro del juego institucional, tal como está diseñado. Peor, se ha visto en estos días que cuando los representantes del pueblo toman una decisión que tira siquiera un poco para el lado de la justicia, el poderoso dedo presidencial opone su veto prepotente, difícil de revertir por el Congreso Nacional. Pasó con las jubilaciones, es inminente que ocurra con las universidades.
Máximo Kirchner en su reciente discurso en La Plata le ha aclarado a la población que el veto es una facultad constitucional y “no hay que patalear”. La dirigencia política predominante, sin distinción de banderías, le advierte sin tapujos a la sociedad argentina que la calidad de la democracia puede ser todavía peor. Y que está bueno que así sea, o al menos que no hay que protestar por ese motivo.
Hoy el único camino para que las promesas sean honradas y la voluntad popular respetada es pensar en una democracia diferente. La representación parlamentaria es, cada vez más, una estafa planificada. Las pocas instancias constitucionales que prevén una participación más directa que las elecciones periódicas no se traslucen en la realidad. Nunca hubo una consulta ni una iniciativa popular.
La legitimidad se degrada y queda cada vez más claro que por este camino nunca habrá un auténtico gobierno del pueblo.
No caben más quejas por las promesas que no se hacen realidad, hay que crear un sistema en que sea obligatoria su realización, en que no haya libertad para dejarlas en el olvido. Democracia “desde abajo”, por el pueblo y al servicio del pueblo. Y no de puñados de privilegiados que gobiernan en su nombre mientras benefician a sus enemigos.
El sistema constitucional argentino ya sobrepasa las cuatro décadas de vigencia, su componente de decisión popular ha ido siempre para peor. Ahora incluye a un gobierno de ultraderecha que ni siquiera simula creer en la democracia, que no la defiende ni por conveniencia discursiva.
Quizás sea el momento de asumir que esto no da para más. Y de dar empuje con entusiasmo y perseverancia a la instauración de un orden político nuevo, de una democracia que merezca por fin ese nombre.
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Fuente: https://tramas.ar/2024/09/24/democracia-y-promesas-incumplidas/