El presidente Javier Milei ha anunciado y reiterado que opondrá su poder de veto a la sanción legislativa sobre haberes jubilatorios emanada de la cámara de senadores en los últimos días. Es una buena oportunidad para el análisis de las razones y el alcance de esa aptitud presidencial.
Nos referimos a la que establece un sistema de actualización del importe de las jubilaciones menos desfavorable para los llamados “beneficiarios” que el que rige en la actualidad. Apenas eso, no tan desfavorable como el que se halla en vigencia, que prevé sólo aumentos equivalentes al índice de precios al consumidor. Previa pérdida del poder adquisitivo de los haberes a lo largo de un año (2023) de alrededor de 211,4 % de inflación.
La nueva norma introduce una compensación inicial y una proporción fija con la canasta básica del jubilado, cuyo monto deberá superar. La posibilidad de un ajuste anual que incluya el índice salarial y no sólo el de precios, configura algo que al presidente le parece una “degeneración fiscal” y por eso está decidido a invalidarlo con su veto.
Una aplicación más de la mirada “tuerta” acerca del requerimiento obsesivo de reducir el gasto para terminar con el déficit fiscal. Mientras se incrementan fondos para las fuerzas armadas, de seguridad y los servicios de inteligencia; en tanto que se mantienen exenciones o reducciones impositivas para grandes empresas, se alza la voz indignada contra un módico aumento jubilatorio.
Allá lejos en Polonia.
El liberum veto consistía en una modalidad de votación en el cual un solo miembro del[LC1] Sejm (parlamento de la aristocracia del reino de Polonia entre los siglos XVI y XVIII) podía oponerse a una decisión de la asamblea y vetar la aplicación de tal disposición o suspender las deliberaciones. Lo hacía declarando en alta voz la expresión polaca Nie pozwalam!, traducible por “no lo permito”, por lo cual un solo voto discordante bastaba para suspender la sesión o dejar sin efecto un acuerdo.
Esto exigía en la práctica que las decisiones del Sejm fueran unánimes, y el veto podía pronunciarse al presentar mociones y al momento de votar éstas. O inclusive una vez aprobadas ya las mociones sin que la asamblea se hubiera disuelto aún.
Se nos dirá que este veto legislativo, rasgo sustancial de un sistema monárquico (aunque electivo) y aristocrático, es de un orden por completo diferente al veto presidencial, surgido necesariamente del titular del ejecutivo republicano.
No puede negarse sin embargo que las dos instituciones tienen un rasgo compartido: La habilitación para que la voluntad de una sola persona ejerza de modo discrecional su decisión (o su mero antojo) al margen o directamente en contra de un colectivo numeroso y en principio representativo.
Veto, ¿sí o no?
Un experto británico en diseño constitucional, Elliot Bulmer, se expide a favor de este poder presidencial, en consonancia con la interpretación “original” del padre fundador de la constitución norteamericana, que más adelante veremos:
“En principio, ello le da a quien ocupe la presidencia la oportunidad de proteger la constitución, defender el equilibrio y la separación de poderes, impedir la promulgación de legislación apresurada o mal redactada y obstaculizar la legislación que responda a intereses especiales y no al bien común. Sin embargo, el poder de veto no es únicamente reactivo. Dado que el poder de veto aumenta el poder de negociación política del presidente respecto al poder legislativo, puede constituir un arma poderosa en manos de un presidente popular y hábil, quien podría utilizar el poder de veto de forma proactiva para ejercer el liderazgo en materia de políticas y para definir la agenda política.”
Entre los controversiales asertos de Bulmer destaca el que unge al presidente de la presunta clarividencia para distinguir entre el bien común y los “intereses especiales”. Se hace evidente el sostenimiento de la tendencia elitista, manifestada en la supuesta necesidad de tomar recaudos frente a medidas de la representación popular consideradas indeseables, a menudo por parte justamente de “intereses especiales”.
El recaudo final sobre un presidente “popular y hábil” que abuse de esta posibilidad no modifica la postura general. Más bien se atisba allí una prevención frente a un ejecutivo de orientación “populista”, en una lógica en la que los intereses concentrados a preservar, a diferencia del caso anterior, se alberguen en las cámaras.
Amplía el estudioso británico: “La existencia de poderes de veto excesivos puede derivar en un sistema político bloqueado en el que no se pueden tomar las decisiones necesarias y se renuncia a la coherencia de las políticas, a la rendición de cuentas y a la buena gobernanza. Por consiguiente, en la mayoría de los casos, el poder legislativo puede revocar o invalidar los vetos presidenciales a través de unos procedimientos concretos o en circunstancias específicas.”
En esto último sí podemos coincidir. Compensa en algo que el veto tenga algunas limitaciones y permita la “insistencia” a los representantes.
Este tipo de poder a veces se llama “colegislativo”. Un ejemplo en nuestro país es el avance por decreto presidencial sobre materias propias de las leyes, por receso del Congreso o cualquier otra alegación de “necesidad y urgencia”. Los DNU son además un poder “colegislativo” de hecho.
En el caso de nuestro país, esa potestad presidencial se agiganta porque en lugar de requerir la posterior aprobación explícita de ambas cámaras del congreso, con los requisitos similares a una ley, exige que las dos la rechacen para perder vigencia. Y el no pronunciamiento de ambas cámaras o sólo de una es suficiente para convalidar el decreto de “necesidad y urgencia”. El resultado es claro; no hay antecedentes de DNUs rechazados.
Los DNU son una peculiaridad de nuestro ordenamiento constitucional. El veto procede en cambio del texto original de la constitución norteamericana. La misma que creó algo por entonces sin precedentes en el mundo: La república presidencialista. Los “próceres”, intérpretes primigenios de ese texto constitucional, abogaron con fuerza por el reconocimiento del derecho presidencial de vetar.
Los padres fundadores.
Alexander Hamilton en El Federalista, la compilación de artículos que acompañaron el debate constituyente, escribió que no cabía que los hombres “se comportaran como ángeles en el gobierno” y así la política entre sus distintas ramas estaría signada por inevitables situaciones de conflicto.
En este escenario de disputas entre los sectores del gobierno por el logro de un mayor poder, el temor y la prevención eran respecto del Legislativo. Riesgo que ya observaban antes autores como el barón de Montesquieu y John Locke. En este contexto de ideas, el veto en manos del presidente era concebido como un arma defensiva del Ejecutivo contra el Legislativo.
Vaya un pasaje textual de Hamilton: “Aun suponiendo que nunca se hubiera advertido en el cuerpo legislativo la tendencia a invadir los derechos del Ejecutivo, las leyes del razonamiento lógico y la conveniencia teórica, nos enseñarían por sí solas a no abandonar a uno a merced del otro, sino a dotarlo de un poder constitucional eficaz, para que se defienda por sí mismo”
“Mientras más veces sea objeto de deliberación una medida y mayor la diversidad de situaciones de las personas encargadas de estudiarla mejor está el peligro de los errores que resultan de la falta de reflexión o de esos pasos falsos que impulsa el contagio de alguna pasión o interés común”.
Nacía el sistema de check and balances, basada en la idea de separación y no de colaboración de poderes, en el que uno restringiera las funciones del otro. Y como ya se escribió, el “peligroso” era el legislativo, emanación más directa del voto popular que el presidente, en cuya elección median los procedimientos en potencia tortuosos del colegio electoral.
Las decisiones mayoritarias eran percibidas como propensas a la carencia de reflexión y lógica, mientras el presidente aparece como portador de la racionalidad y prudencia en el análisis.
Alexis de Tocqueville, estudioso pionero del sistema político de EE.UU se pronunció también al respecto, en parecida dirección: “…el presidente está armado de un veto suspensivo, que le permite detener las leyes que pueden destruir la parte de independencia que la constitución le señala. No puede haber así más que una lucha desigual entre el presidente y la legislatura, puesto que ésta, al perseverar en sus determinaciones, es siempre dueña de vencer la resistencia que se le opone; pero el veto suspensivo la obliga, por lo menos, a volver sobre sus pasos; la fuerza a considerar de nuevo la cuestión y, esta vez, no puede ya decidirla si no es por la mayoría de las dos terceras partes de los opinantes. El veto, por otra parte, es una especie de llamamiento al pueblo. El poder ejecutivo, al que se hubiera podido sin esta garantía oprimir en secreto defiende entonces su causa y deja oír sus razones.”
Son argumentaciones pro veto, de sustancia elitista que podían si no compartirse sí comprenderse en un pasado lejano, cuando aún no se había manifestado la tendencia a la preeminencia del poder ejecutivo y su avance progresivo sobre las facultades del legislador que está en marcha hace varias décadas, según coincidencia mayoritaria de los estudiosos.
En Argentina y en el presente.
Un politólogo y jurista argentino, Mario D. Serraferro dictamina: “El veto presidencial (en Argentina) fue tomado tal cual de los Estados Unidos. Allí el presidente está facultado a vetar una ley en su totalidad –artículo I, Sección 7, apartado 3 de la Constitución de los Estados Unidos- pero no puede desechar algunos artículos o secciones de aquella aprobando el resto. Existe, entonces, el veto total pero no el ítem veto o veto parcial. A su vez, el Congreso puede insistir por los dos tercios de los votos de cada una de las Cámaras y la ley obtiene entonces su aprobación…”
Lo que equivale a que el sistema vernáculo empeora las características de su fuente norteamericana, al ampliar las capacidades presidenciales.
La previsión del veto parcial, vigente en Argentina, permite aún mayor plasticidad al presidente en cuanto a contravenir la voluntad del legislativo. Puede preservar una ley que le interesa y eliminar por sí y ante sí los artículos que contrarían su voluntad y sus intereses. Es lo que podría ocurrir con esta ley de movilidad jubilatoria, que puede ser objeto de un profundo conflicto entre poderes.
Uno de los aspectos más dudosos del veto es la mayoría especial que constituye el requisito insoslayable para sostener la posición parlamentaria. ¿Por qué no una mayoría simple, suficiente para poner en claro que la decisión presidencial no ha modificado las convicciones y propósitos de los legisladores?
¿Por qué la preferencia por el legislativo?
El legislativo es por naturaleza un órgano colegiado o colectivo, que se desenvuelve por medio de la deliberación: El debate parlamentario es la quintaesencia de la función legislativa, el dictado de normas generales y obligatorias, en las democracias parlamentarias. Y el parlamento (congreso en nuestra nomenclatura) es la sede por excelencia de la representación política, principio que es a su vez el pilar de las democracias parlamentarias, liberales o representativas.
Ese principio secular de raigambre inglesa, que se expresó al comienzo en la fórmula “no taxation without representation”, que disponía que la voluntad del soberano no podía establecer impuestos sin la aquiescencia de los representantes reunidos en el parlamento. Luego ese principio se extendió a materias legislativas mucho más amplias, hasta la actualidad.
Por ser colegiado (y además, numeroso) el órgano parlamentario permite la formación y actuación de mayorías y minorías, agrupadas en fuerza gubernativa y potencia opositora. Y reflejar así de un modo siquiera aproximado la composición de la voluntad popular expresada en el voto.
Aún así en los sistemas bicamerales (en particular en los ordenamientos federales), uno de los dos espacios legislativos, el Senado, no responde a ningún principio de proporcionalidad entre cantidad de votos y la entidad de la representación.
En nuestro caso, la presencia senatorial de la provincia de Buenos Aires (40% de la población total del país, de un modo aproximado), tres senadores es idéntica a la de Tierra del Fuego, que para 2015 sumaba poco más de 150.000 habitantes.
Un voto fueguino vale algo así como 100 veces un sufragio bonaerense a la hora de reflejarse en cantidad de miembros del senado. Esto se extiende a la otra cámara, ya que las provincias menos pobladas cuentan con un mínimo de diputados por provincia, asimismo con independencia de su cantidad de habitantes y sufragantes.
Son más y más alteraciones al criterio que se supone erige a la mayoría popular como sujeto de gobierno, la que debería ser la base misma de una democracia efectiva.
En los presidencialismos, el poder ejecutivo es por esencia unipersonal. Hay quienes dan por incorporados a los ministros o al vicepresidente o vicepresidenta al ejecutivo. Empero en la práctica el presidente decide de manera individual. Puede prevalecer (y de hecho sucede) sobre la voluntad en contrario de la totalidad del gabinete.
Es cierto que necesita refrendo ministerial. Lo que no constituye un freno efectivo a su voluntad, porque es facultad suya el reemplazo de cualquier ministro. Sin necesidad de invocar ninguna causa válida ni requerir consulta y menos acuerdo con cualquier individuo o grupo externo a su persona.
Una facultad como el veto incrementa ese poder unipersonal y poco susceptible de contrarrestarse. La posibilidad de ejercer libremente el veto forma parte de las potestades llamadas “colegislativas”, ya mencionadas. Éstas comprenden además la importantísima de presentar proyectos de ley elaborados y presentados desde el poder ejecutivo, sin que ningún legislador tome parte en su proceso de origen.
El presidencialismo facilita un mecanismo no posible en los sistemas parlamentarios. Nos referimos al gobierno en minoría. El presidente puede perder votaciones en el Congreso una y otra vez. Ésto no afecta su continuidad ni lo obliga a modificar su elenco ministerial. Incluso puede perder una elección y continuar imperturbable.
Lo último abonado por la existencia sinuosa de las elecciones de medio término. Otra peculiaridad copiada de la constitución norteamericana. Uruguay no la contempla, por ejemplo. Tampoco Colombia. Ambos países tienen términos de mandatos unificados para las dos cámaras y la presidencia.
El resultado es que la voluntad popular mayoritaria es burlada de manera sistemática, con solo respetar a pie firme las disposiciones legales y constitucionales, sin que se habilite ningún cuestionamiento formal que pueda prosperar.
El veto es incluido en la “colegislación” en cabeza presidencial porque un proyecto de ley con voto favorable de ambas cámaras sólo se convierte en ley por acción u omisión del ejecutivo. La llamada promulgación expresa (acto escrito y formalizado del presidente) o tácita, por el mero transcurso de un plazo de ocho días después de su publicación.
Entre la sanción legislativa y la promulgación puede interponerse el veto, en el momento y con la frecuencia que el presidente lo decida. Y ya no habrá ley, sino un proyecto invalidado (es cierto, por un solo período legislativo, por eso suele calificarse como “veto suspensivo”) por el solo deseo presidencial.
Es cierto, el órgano de la representación popular puede “insistir”. Para llevar al éxito esa insistencia y forzar al presidente a la promulgación, en una segunda instancia, de la ley, se necesita una mayoría “especial”, de dos tercios de los miembros presentes de cada cámara, como ya se escribió. Una nueva alteración del principio de mayoría pura y simple que debería regir en un sistema de gobierno que se pretenda cabalmente democrático, así no lo sea sino a través de la representación.
Roberto Gargarella, un politólogo y constitucionalista de nuestro país inclinado a un liberalismo de izquierda (o centroizquierda), exhibe una posición crítica del veto, atenta al origen de esa facultad, cuya procedencia más alejada en el tiempo son las monarquías y la más cercana la “democracia” con sesgo elitista de la constitución estadounidense de 1787-89: “Uno de los textos más importantes escritos por Emmanuel Sieyes (gran exponente jurídico de la revolución francesa) fue dirigido, precisamente, a la crítica del “veto real”. El veto que fue incorporado a nuestra Constitución, de todas maneras, deriva del que fuera adoptado en la Constitución norteamericana.
Y, en efecto, corresponde decir que dicho veto nació atado a una noción más bien elitista de la democracia. En los debates constituyentes norteamericanos se mencionaron explícitamente dos razones a favor de la adopción del veto. La primera fue la de “dar una seguridad adicional al Presidente, contra el dictado de leyes impropias”, y la segunda fue la de proveer “un escudo al Ejecutivo”, con el cual resistir posibles “invasiones a su poder”, por parte del Legislativo.
En ambos casos, la razón de fondo en su defensa estuvo basada en la “desconfianza democrática.” Los que criticamos siempre al presidencialismo, hemos sido siempre críticos, también, de los poderes de veto, por el modo en que distorsionan la discusión democrática.”
Dada la conformación de mayorías y minorías que suelen tener las cámaras legislativas, sobre todo cuando sus integraciones son estables y con tendencia a la consolidación (por ejemplo en sistemas políticos de predominio bipartidista) es difícil torcer la voluntad presidencial expresada en el veto. Para el caso estadounidense se ha calculado que sólo el 6% del total de los vetos ha sido revertido por la insistencia de mayorías especiales en ambas cámaras.
Es cierto que la legitimidad del jefe de Estado, en los sistemas presidencialistas, proviene asimismo de la elección popular directa (en el caso argentino) o indirecta (en un sistema de colegio electoral, como el norteamericano).
Puede oponerse a los razonamientos críticos acá desenvueltos, que se trata de la tensión o enfrentamiento entre dos poderes de procedencia igual de popular.
Al contrario, en la medida, impropia, en la que se puede hablar de la “representatividad” de un presidente, ésta sólo proviene de la parte de la población que lo votó. Y puede haber ganado por un solo voto de diferencia. O bien su mayoría relativa o absoluta provenir (en los sistemas de doble vuelta electoral, como el nuestro) de una elección “por descarte”, cuando sólo quedan dos candidatos entre los cuales optar y no varios postulantes que permiten elegir al más afín a nuestras preferencias.
Como es muy conocido nuestra constitución establece, textual, en su artículo 22, que “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución.”
A los constituyentes de 1853 (la disposición proviene de nuestra constitución original) no les bastó con establecer esta terminante obturación de cualquier forma de democracia directa sino que equiparó conductas afines a esa “deliberación” o “gobierno” directo execrada con un delito grave: “Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.”
La sola “petición” o reclamo, si se hace no a título individual o de grupo sino en nombre de la voluntad del pueblo, es un delito a castigar con pena de prisión, tal cual está previsto en el código penal argentino (artículo 230), bajo el rubro de “delitos contra la constitución”. Un crimen tal que, sin llegar al extremo de la rebelión abierta contra los poderes establecidos, constituye también un atentado contra el ordenamiento constitucional.
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Los reparos al veto como facilitador del predominio presidencial se agudizan en un debate que ha seguido el curso que caracterizó al procedimiento legislativo en cuestión. La aprobación fue conseguida con una mayoría concluyente. La que pone de manifiesto el efecto de la condición muy minoritaria del bloque oficialista.
Lo que conduce a que el avasallamiento de la voluntad de las mayorías sea más patente que en otras oportunidades.
Para agosto de 2023 se estimaba que en el país existían 5,7 millones de jubilados y pensionados. A lo que hay que sumar otros grupos cuyos haberes se pagan por el sistema previsional, como la Asociación Universal por Hijo. Una porción importante de la población nacional se vería afectada de concretarse el objetivo del presidente. Además de la reparación muy parcial de los haberes previsionales, está ahora en juego una vez más la vigencia efectiva de la democracia argentina. La que cada vez más toma un cEl presidente Javier Milei ha anunciado y reiterado que opondrá su poder de veto a la sanción legislativa sobre haberes jubilatorios emanada de la cámara de senadores en los últimos días. Es una buena oportunidad para el análisis de las razones y el alcance de esa aptitud presidencial.
Nos referimos a la que establece un sistema de actualización del importe de las jubilaciones menos desfavorable para los llamados “beneficiarios” que el que rige en la actualidad. Apenas eso, no tan desfavorable como el que se halla en vigencia, que prevé sólo aumentos equivalentes al índice de precios al consumidor. Previa pérdida del poder adquisitivo de los haberes a lo largo de un año (2023) de alrededor de 211,4 % de inflación.
La nueva norma introduce una compensación inicial y una proporción fija con la canasta básica del jubilado, cuyo monto deberá superar. La posibilidad de un ajuste anual que incluya el índice salarial y no sólo el de precios, configura algo que al presidente le parece una “degeneración fiscal” y por eso está decidido a invalidarlo con su veto.
Una aplicación más de la mirada “tuerta” acerca del requerimiento obsesivo de reducir el gasto para terminar con el déficit fiscal. Mientras se incrementan fondos para las fuerzas armadas, de seguridad y los servicios de inteligencia; en tanto que se mantienen exenciones o reducciones impositivas para grandes empresas, se alza la voz indignada contra un módico aumento jubilatorio.
Allá lejos en Polonia.
El liberum veto consistía en una modalidad de votación en el cual un solo miembro del[LC1] Sejm (parlamento de la aristocracia del reino de Polonia entre los siglos XVI y XVIII) podía oponerse a una decisión de la asamblea y vetar la aplicación de tal disposición o suspender las deliberaciones. Lo hacía declarando en alta voz la expresión polaca Nie pozwalam!, traducible por “no lo permito”, por lo cual un solo voto discordante bastaba para suspender la sesión o dejar sin efecto un acuerdo.
Esto exigía en la práctica que las decisiones del Sejm fueran unánimes, y el veto podía pronunciarse al presentar mociones y al momento de votar éstas. O inclusive una vez aprobadas ya las mociones sin que la asamblea se hubiera disuelto aún.
Se nos dirá que este veto legislativo, rasgo sustancial de un sistema monárquico (aunque electivo) y aristocrático, es de un orden por completo diferente al veto presidencial, surgido necesariamente del titular del ejecutivo republicano.
No puede negarse sin embargo que las dos instituciones tienen un rasgo compartido: La habilitación para que la voluntad de una sola persona ejerza de modo discrecional su decisión (o su mero antojo) al margen o directamente en contra de un colectivo numeroso y en principio representativo.
Veto, ¿sí o no?
Un experto británico en diseño constitucional, Elliot Bulmer, se expide a favor de este poder presidencial, en consonancia con la interpretación “original” del padre fundador de la constitución norteamericana, que más adelante veremos:
“En principio, ello le da a quien ocupe la presidencia la oportunidad de proteger la constitución, defender el equilibrio y la separación de poderes, impedir la promulgación de legislación apresurada o mal redactada y obstaculizar la legislación que responda a intereses especiales y no al bien común. Sin embargo, el poder de veto no es únicamente reactivo. Dado que el poder de veto aumenta el poder de negociación política del presidente respecto al poder legislativo, puede constituir un arma poderosa en manos de un presidente popular y hábil, quien podría utilizar el poder de veto de forma proactiva para ejercer el liderazgo en materia de políticas y para definir la agenda política.”
Entre los controversiales asertos de Bulmer destaca el que unge al presidente de la presunta clarividencia para distinguir entre el bien común y los “intereses especiales”. Se hace evidente el sostenimiento de la tendencia elitista, manifestada en la supuesta necesidad de tomar recaudos frente a medidas de la representación popular consideradas indeseables, a menudo por parte justamente de “intereses especiales”.
El recaudo final sobre un presidente “popular y hábil” que abuse de esta posibilidad no modifica la postura general. Más bien se atisba allí una prevención frente a un ejecutivo de orientación “populista”, en una lógica en la que los intereses concentrados a preservar, a diferencia del caso anterior, se alberguen en las cámaras.
Amplía el estudioso británico: “La existencia de poderes de veto excesivos puede derivar en un sistema político bloqueado en el que no se pueden tomar las decisiones necesarias y se renuncia a la coherencia de las políticas, a la rendición de cuentas y a la buena gobernanza. Por consiguiente, en la mayoría de los casos, el poder legislativo puede revocar o invalidar los vetos presidenciales a través de unos procedimientos concretos o en circunstancias específicas.”
En esto último sí podemos coincidir. Compensa en algo que el veto tenga algunas limitaciones y permita la “insistencia” a los representantes.
Este tipo de poder a veces se llama “colegislativo”. Un ejemplo en nuestro país es el avance por decreto presidencial sobre materias propias de las leyes, por receso del Congreso o cualquier otra alegación de “necesidad y urgencia”. Los DNU son además un poder “colegislativo” de hecho.
En el caso de nuestro país, esa potestad presidencial se agiganta porque en lugar de requerir la posterior aprobación explícita de ambas cámaras del congreso, con los requisitos similares a una ley, exige que las dos la rechacen para perder vigencia. Y el no pronunciamiento de ambas cámaras o sólo de una es suficiente para convalidar el decreto de “necesidad y urgencia”. El resultado es claro; no hay antecedentes de DNUs rechazados.
Los DNU son una peculiaridad de nuestro ordenamiento constitucional. El veto procede en cambio del texto original de la constitución norteamericana. La misma que creó algo por entonces sin precedentes en el mundo: La república presidencialista. Los “próceres”, intérpretes primigenios de ese texto constitucional, abogaron con fuerza por el reconocimiento del derecho presidencial de vetar.
Los padres fundadores.
Alexander Hamilton en El Federalista, la compilación de artículos que acompañaron el debate constituyente, escribió que no cabía que los hombres “se comportaran como ángeles en el gobierno” y así la política entre sus distintas ramas estaría signada por inevitables situaciones de conflicto.
Edición reciente de El Federalista.
En este escenario de disputas entre los sectores del gobierno por el logro de un mayor poder, el temor y la prevención eran respecto del Legislativo. Riesgo que ya observaban antes autores como el barón de Montesquieu y John Locke. En este contexto de ideas, el veto en manos del presidente era concebido como un arma defensiva del Ejecutivo contra el Legislativo.
Vaya un pasaje textual de Hamilton: “Aun suponiendo que nunca se hubiera advertido en el cuerpo legislativo la tendencia a invadir los derechos del Ejecutivo, las leyes del razonamiento lógico y la conveniencia teórica, nos enseñarían por sí solas a no abandonar a uno a merced del otro, sino a dotarlo de un poder constitucional eficaz, para que se defienda por sí mismo”
“Mientras más veces sea objeto de deliberación una medida y mayor la diversidad de situaciones de las personas encargadas de estudiarla mejor está el peligro de los errores que resultan de la falta de reflexión o de esos pasos falsos que impulsa el contagio de alguna pasión o interés común”.
Nacía el sistema de check and balances, basada en la idea de separación y no de colaboración de poderes, en el que uno restringiera las funciones del otro. Y como ya se escribió, el “peligroso” era el legislativo, emanación más directa del voto popular que el presidente, en cuya elección median los procedimientos en potencia tortuosos del colegio electoral.
Las decisiones mayoritarias eran percibidas como propensas a la carencia de reflexión y lógica, mientras el presidente aparece como portador de la racionalidad y prudencia en el análisis.
Alexis de Tocqueville, estudioso pionero del sistema político de EE.UU se pronunció también al respecto, en parecida dirección: “…el presidente está armado de un veto suspensivo, que le permite detener las leyes que pueden destruir la parte de independencia que la constitución le señala. No puede haber así más que una lucha desigual entre el presidente y la legislatura, puesto que ésta, al perseverar en sus determinaciones, es siempre dueña de vencer la resistencia que se le opone; pero el veto suspensivo la obliga, por lo menos, a volver sobre sus pasos; la fuerza a considerar de nuevo la cuestión y, esta vez, no puede ya decidirla si no es por la mayoría de las dos terceras partes de los opinantes. El veto, por otra parte, es una especie de llamamiento al pueblo. El poder ejecutivo, al que se hubiera podido sin esta garantía oprimir en secreto defiende entonces su causa y deja oír sus razones.”
Retrato de Alexis de Tocqueville.
Son argumentaciones pro veto, de sustancia elitista que podían si no compartirse sí comprenderse en un pasado lejano, cuando aún no se había manifestado la tendencia a la preeminencia del poder ejecutivo y su avance progresivo sobre las facultades del legislador que está en marcha hace varias décadas, según coincidencia mayoritaria de los estudiosos.
En Argentina y en el presente.
Un politólogo y jurista argentino, Mario D. Serraferro dictamina: “El veto presidencial (en Argentina) fue tomado tal cual de los Estados Unidos. Allí el presidente está facultado a vetar una ley en su totalidad –artículo I, Sección 7, apartado 3 de la Constitución de los Estados Unidos- pero no puede desechar algunos artículos o secciones de aquella aprobando el resto. Existe, entonces, el veto total pero no el ítem veto o veto parcial. A su vez, el Congreso puede insistir por los dos tercios de los votos de cada una de las Cámaras y la ley obtiene entonces su aprobación…”
Lo que equivale a que el sistema vernáculo empeora las características de su fuente norteamericana, al ampliar las capacidades presidenciales.
La previsión del veto parcial, vigente en Argentina, permite aún mayor plasticidad al presidente en cuanto a contravenir la voluntad del legislativo. Puede preservar una ley que le interesa y eliminar por sí y ante sí los artículos que contrarían su voluntad y sus intereses. Es lo que podría ocurrir con esta ley de movilidad jubilatoria, que puede ser objeto de un profundo conflicto entre poderes.
Uno de los aspectos más dudosos del veto es la mayoría especial que constituye el requisito insoslayable para sostener la posición parlamentaria. ¿Por qué no una mayoría simple, suficiente para poner en claro que la decisión presidencial no ha modificado las convicciones y propósitos de los legisladores?
¿Por qué la preferencia por el legislativo?
El legislativo es por naturaleza un órgano colegiado o colectivo, que se desenvuelve por medio de la deliberación: El debate parlamentario es la quintaesencia de la función legislativa, el dictado de normas generales y obligatorias, en las democracias parlamentarias. Y el parlamento (congreso en nuestra nomenclatura) es la sede por excelencia de la representación política, principio que es a su vez el pilar de las democracias parlamentarias, liberales o representativas.
Ese principio secular de raigambre inglesa, que se expresó al comienzo en la fórmula “no taxation without representation”, que disponía que la voluntad del soberano no podía establecer impuestos sin la aquiescencia de los representantes reunidos en el parlamento. Luego ese principio se extendió a materias legislativas mucho más amplias, hasta la actualidad.
Por ser colegiado (y además, numeroso) el órgano parlamentario permite la formación y actuación de mayorías y minorías, agrupadas en fuerza gubernativa y potencia opositora. Y reflejar así de un modo siquiera aproximado la composición de la voluntad popular expresada en el voto.
Aún así en los sistemas bicamerales (en particular en los ordenamientos federales), uno de los dos espacios legislativos, el Senado, no responde a ningún principio de proporcionalidad entre cantidad de votos y la entidad de la representación.
En nuestro caso, la presencia senatorial de la provincia de Buenos Aires (40% de la población total del país, de un modo aproximado), tres senadores es idéntica a la de Tierra del Fuego, que para 2015 sumaba poco más de 150.000 habitantes.
Un voto fueguino vale algo así como 100 veces un sufragio bonaerense a la hora de reflejarse en cantidad de miembros del senado. Esto se extiende a la otra cámara, ya que las provincias menos pobladas cuentan con un mínimo de diputados por provincia, asimismo con independencia de su cantidad de habitantes y sufragantes.
Son más y más alteraciones al criterio que se supone erige a la mayoría popular como sujeto de gobierno, la que debería ser la base misma de una democracia efectiva.
En los presidencialismos, el poder ejecutivo es por esencia unipersonal. Hay quienes dan por incorporados a los ministros o al vicepresidente o vicepresidenta al ejecutivo. Empero en la práctica el presidente decide de manera individual. Puede prevalecer (y de hecho sucede) sobre la voluntad en contrario de la totalidad del gabinete.
Es cierto que necesita refrendo ministerial. Lo que no constituye un freno efectivo a su voluntad, porque es facultad suya el reemplazo de cualquier ministro. Sin necesidad de invocar ninguna causa válida ni requerir consulta y menos acuerdo con cualquier individuo o grupo externo a su persona.
Una facultad como el veto incrementa ese poder unipersonal y poco susceptible de contrarrestarse. La posibilidad de ejercer libremente el veto forma parte de las potestades llamadas “colegislativas”, ya mencionadas. Éstas comprenden además la importantísima de presentar proyectos de ley elaborados y presentados desde el poder ejecutivo, sin que ningún legislador tome parte en su proceso de origen.
El presidencialismo facilita un mecanismo no posible en los sistemas parlamentarios. Nos referimos al gobierno en minoría. El presidente puede perder votaciones en el Congreso una y otra vez. Ésto no afecta su continuidad ni lo obliga a modificar su elenco ministerial. Incluso puede perder una elección y continuar imperturbable.
Lo último abonado por la existencia sinuosa de las elecciones de medio término. Otra peculiaridad copiada de la constitución norteamericana. Uruguay no la contempla, por ejemplo. Tampoco Colombia. Ambos países tienen términos de mandatos unificados para las dos cámaras y la presidencia.
El resultado es que la voluntad popular mayoritaria es burlada de manera sistemática, con solo respetar a pie firme las disposiciones legales y constitucionales, sin que se habilite ningún cuestionamiento formal que pueda prosperar.
El veto es incluido en la “colegislación” en cabeza presidencial porque un proyecto de ley con voto favorable de ambas cámaras sólo se convierte en ley por acción u omisión del ejecutivo. La llamada promulgación expresa (acto escrito y formalizado del presidente) o tácita, por el mero transcurso de un plazo de ocho días después de su publicación.
Entre la sanción legislativa y la promulgación puede interponerse el veto, en el momento y con la frecuencia que el presidente lo decida. Y ya no habrá ley, sino un proyecto invalidado (es cierto, por un solo período legislativo, por eso suele calificarse como “veto suspensivo”) por el solo deseo presidencial.
Es cierto, el órgano de la representación popular puede “insistir”. Para llevar al éxito esa insistencia y forzar al presidente a la promulgación, en una segunda instancia, de la ley, se necesita una mayoría “especial”, de dos tercios de los miembros presentes de cada cámara, como ya se escribió. Una nueva alteración del principio de mayoría pura y simple que debería regir en un sistema de gobierno que se pretenda cabalmente democrático, así no lo sea sino a través de la representación.
Roberto Gargarella, un politólogo y constitucionalista de nuestro país inclinado a un liberalismo de izquierda (o centroizquierda), exhibe una posición crítica del veto, atenta al origen de esa facultad, cuya procedencia más alejada en el tiempo son las monarquías y la más cercana la “democracia” con sesgo elitista de la constitución estadounidense de 1787-89: “Uno de los textos más importantes escritos por Emmanuel Sieyes (gran exponente jurídico de la revolución francesa) fue dirigido, precisamente, a la crítica del “veto real”. El veto que fue incorporado a nuestra Constitución, de todas maneras, deriva del que fuera adoptado en la Constitución norteamericana.
Y, en efecto, corresponde decir que dicho veto nació atado a una noción más bien elitista de la democracia. En los debates constituyentes norteamericanos se mencionaron explícitamente dos razones a favor de la adopción del veto. La primera fue la de “dar una seguridad adicional al Presidente, contra el dictado de leyes impropias”, y la segunda fue la de proveer “un escudo al Ejecutivo”, con el cual resistir posibles “invasiones a su poder”, por parte del Legislativo.
En ambos casos, la razón de fondo en su defensa estuvo basada en la “desconfianza democrática.” Los que criticamos siempre al presidencialismo, hemos sido siempre críticos, también, de los poderes de veto, por el modo en que distorsionan la discusión democrática.”
Dada la conformación de mayorías y minorías que suelen tener las cámaras legislativas, sobre todo cuando sus integraciones son estables y con tendencia a la consolidación (por ejemplo en sistemas políticos de predominio bipartidista) es difícil torcer la voluntad presidencial expresada en el veto. Para el caso estadounidense se ha calculado que sólo el 6% del total de los vetos ha sido revertido por la insistencia de mayorías especiales en ambas cámaras.
Es cierto que la legitimidad del jefe de Estado, en los sistemas presidencialistas, proviene asimismo de la elección popular directa (en el caso argentino) o indirecta (en un sistema de colegio electoral, como el norteamericano).
Puede oponerse a los razonamientos críticos acá desenvueltos, que se trata de la tensión o enfrentamiento entre dos poderes de procedencia igual de popular.
Al contrario, en la medida, impropia, en la que se puede hablar de la “representatividad” de un presidente, ésta sólo proviene de la parte de la población que lo votó. Y puede haber ganado por un solo voto de diferencia. O bien su mayoría relativa o absoluta provenir (en los sistemas de doble vuelta electoral, como el nuestro) de una elección “por descarte”, cuando sólo quedan dos candidatos entre los cuales optar y no varios postulantes que permiten elegir al más afín a nuestras preferencias.
Como es muy conocido nuestra constitución establece, textual, en su artículo 22, que “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución.”
A los constituyentes de 1853 (la disposición proviene de nuestra constitución original) no les bastó con establecer esta terminante obturación de cualquier forma de democracia directa sino que equiparó conductas afines a esa “deliberación” o “gobierno” directo execrada con un delito grave: “Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.”
La sola “petición” o reclamo, si se hace no a título individual o de grupo sino en nombre de la voluntad del pueblo, es un delito a castigar con pena de prisión, tal cual está previsto en el código penal argentino (artículo 230), bajo el rubro de “delitos contra la constitución”. Un crimen tal que, sin llegar al extremo de la rebelión abierta contra los poderes establecidos, constituye también un atentado contra el ordenamiento constitucional.
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Los reparos al veto como facilitador del predominio presidencial se agudizan en un debate que ha seguido el curso que caracterizó al procedimiento legislativo en cuestión. La aprobación fue conseguida con una mayoría concluyente. La que pone de manifiesto el efecto de la condición muy minoritaria del bloque oficialista.
Lo que conduce a que el avasallamiento de la voluntad de las mayorías sea más patente que en otras oportunidades.
Para agosto de 2023 se estimaba que en el país existían 5,7 millones de jubilados y pensionados. A lo que hay que sumar otros grupos cuyos haberes se pagan por el sistema previsional, como la Asignación Universal por Hijo. Una porción importante de la población nacional se vería afectada de concretarse el objetivo del presidente. Además de la reparación muy parcial de los haberes previsionales, está ahora en juego una vez más la vigencia efectiva de la democracia argentina. La que cada vez más toma un cariz más ajeno y hasta contrario al “gobierno del pueblo” cuya terminología indica.
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Fuente: https://tramas.ar/2024/08/28/liberum-veto/