Cuando muchos consideraban que estaba todo dicho sobre la actuación de Roca, el nuevo gobierno argentino lo eleva una vez más al panteón de los próceres, con el acuerdo de vastos sectores de la clase dominante conscientes de cuanto sirvió a sus intereses.
Respecto a su figura, aparece a veces un interrogante ¿Cómo puede ser que mientras de un lado se sostiene que Roca fue un genocida y un líder constructor de una sociedad desigual y excluyente, otros afirmen que estuvo entre los grandes estadistas de la historia Argentina? Esta contraposición sólo puede explicarse por razones de clase. Para entender el problema, hay que dar centralidad a las posiciones sociales antagónicas en juego en la Argentina, en el paso del siglo XIX al XX.
El general tucumano fue un gran presidente para los beneficiarios de una “modernización” de Argentina que se basó en el pleno imperio de la propiedad privada y en una economía asentada en la producción de bienes primarios con destino a la exportación. Un elemento central para visualizar su llegada al poder como factor de “progreso” fue la incorporación de una amplísima dotación de tierras a la actividad agropecuaria y su entrega a los grandes propietarios. En esto último se encuentra un nudo de la celebración de la “conquista del desierto” y de quien fuera su comandante en jefe.
Esa sociedad se asentaba en la explotación de la clase trabajadora, tanto rural como urbana, que se desenvolvía en malas condiciones de vida y de trabajo y con carencia de derechos elementales. Para no hablar de los casos de semiesclavitud, como el reparto de mujeres y niños indígenas entre familias ricas.
Si se mira desde el punto de vista de trabajadores, campesinos e incluso de capas medias con pretensiones de autonomía, la conclusión no es sólo diferente sino opuesta. Más aún desde el lugar de los pueblos indígenas.
Roca fue la encarnación de un modelo de exterminio, desplazamiento y esclavización de pueblos, de represión y privación de derechos para trabajadores y sindicatos, de subordinación del país a una clase dominante en íntima alianza con el capital británico. Todo bajo el armazón político de una ciudadanía restringida, víctima del fraude electoral.
Los dichos de Milei sobre el general tucumano.
¿Fue Roca “el padre de la Argentina moderna”, como afirmó Javier Milei hace poco? Muchos toman esa aserción como una ofensa, ya que se identifican con otro modelo de país, atento a la justicia social y a una democracia sustantiva, no sólo formal.
Sin embargo, no hay que descartar de plano ese rol fundacional, El problema es encarar de modo crítico las prácticas y la ideología de esa “Argentina moderna”, que en variados aspectos se proyecta hasta el presente.
En cierto sentido sí fue el fundador del país que después conocimos, y en particular de su Estado: La integración territorial; el monopolio de la fuerza armada por el ejército nacional, la unificación monetaria, el establecimiento de una capital definitiva, la secularización de ciertas funciones públicas, la educación laica y obligatoria, la “argentinización” de buena parte de la población. Todos esos cambios que consolidaron al Estado nacional contaron con la conducción o el acompañamiento de quien fuera presidente por doce años.
También fue un período de grandes obras de infraestructura, como los ferrocarriles y los puertos, la transformación de la ciudad de Buenos Aires en una gran urbe llena de edificios lujosos, la fundación y desarrollo de la flamante capital provincial, La Plata. En cuanto a esas grandes obras públicas, el combustible financiero fueron las exportaciones de carnes y cereales, en gran crecimiento.
Una mención específica merece el rol de la intelectualidad, núcleo de la “generación del 80”, a la que se rinde persistente, con frecuencia por malas razones. Roca no fue un “intelectual” en el sentido clásico del término, pero supo servirse de escritores, juristas, historiadores, periodistas: Eduardo Wilde, Joaquín V. González, Miguel Cané, Paul Groussac, Leopoldo Lugones, entonces muy joven, lo acompañaron en sus gestiones de gobierno. Formaron parte de esa elite a la que suele celebrarse junto al general tucumano.
Esa sociedad del cambio de siglo se hallaba regida por una clase dominante que ampliaba sus intereses, expandiéndose desde la propiedad de la tierra a las finanzas, el comercio y hasta la incipiente industria.
Estaba conducida con una visión elitista y racista. Tanto que por un tiempo rindió culto a la inmigración europea. Para luego auspiciar el aplastamiento del movimiento obrero y la expulsión de los trabajadores extranjeros que osaran organizarse y propulsar la lucha obrera. Todo en nombre de los valores “criollos” que décadas antes había derruido mediante el aniquilamiento de los gauchos
Hoy está vivo el culto al “héroe” Roca. Lo impulsan grandes empresarios, propietarios rurales y aquellos a quienes les gusta sentirse a la sombra de los poderosos. Y tiende a reforzarse con la asunción de un presidente que sostiene ese culto y lo integra al discurso oficial. Con la paradoja que denuesta al Estado, que aquél tanto hizo por fortalecer.
Ese discurso reivindicatorio se complementa con un “decadentismo” que considera que todo lo venido después de 1916 constituye una prolongada degradación que nos ha llevado al límite de la disolución nacional. Con el advenimiento del sufragio universal masculino y el arribo al gobierno del radicalismo, una fuerza política no inscripta en el núcleo del conservadurismo, empezaría el declive de la sociedad argentina. El que tendría continuidad hasta el presente, salvo en algunos períodos “luminosos” como los dos mandatos presidenciales de Carlos Menem.
Desde abajo.
Se necesita oponerles otros héroes a los próceres del ultraliberalismo que hoy gobierna. Las grandes figuras de la independencia por supuesto. Y también Remedios del Valle, el “Gallego” Soto, Juana Azurduy, Rodolfo Walsh, para nombrar sólo a algunos entre quienes merecen el lugar de grandes luchadores populares.
Y junto a ellos una multitud de personajes anónimos, que a través de las épocas lo dieron todo por los ideales de emancipación social.
La impugnación del universo de pensamiento “roquista” es hoy más necesaria que nunca. Su exaltación de aquel general victorioso forma parte de una “batalla cultural” a la que la ultraderecha en el gobierno dedica buena parte de sus esfuerzos.
Hay que contraponerles una visión más integral, de lucha por la hegemonía, que tiene en la apreciación de la historia un núcleo central. No se trata de una interpelación circunscripta a los círculos académicos. Es necesario llevarla a los circuitos educativos, culturales y mediáticos.
Se requiere convertir a la historia “desde abajo” en un sentido común popular, un sentimiento colectivo que no se doblegue frente al ataque de los poderes permanentes, que siempre elevarán a las batallas antipopulares al sitial de epopeyas patrióticas.
Esta nota se basa en el guión de la intervención del autor en la presentación del libro digital que lleva el mismo título.
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