Nota.— Este ensayo de nuestro compañero Ariel Petruccelli, que viene a nutrir nuestra sección Jangada Rioplatense, es un análisis de la coyuntura argentina desde una perspectiva internacional y de largo plazo. Retoma reflexiones y previsiones formuladas en un artículo suyo de título muy similar, “La izquierda y la crisis”, publicado allá por junio de 2019 –antes de la pandemia– en el semanario digital Ideas de Izquierda. Allí mismo ha salido hoy una versión más breve del nuevo escrito.
Retardada por la pandemia, la crisis económica que se venía gestando en la Argentina se desató en los últimos meses del gobierno de Fernández y se aceleró durante las primeras semanas del mandato de Milei. Y a la crisis económica se añade ahora una profunda crisis política. Sucede que el bisoño presidente exhibe una explosiva mezcla de ideología liberal en exceso e ineptitud política. Inició su gestión con un torpe Mega-DNU (decreto de necesidad y urgencia) que provocó una andanada de amparos judiciales que lo dejaron mayormente en el limbo antes incluso de que lo discutieran los legisladores. Luego envió al Congreso un proyecto de Ley Ómnibus que debió retirar en menos de lo que canta un gallo. Aunque el Ejecutivo consiguió que los diputados le aprobaran el proyecto en general (en realidad, una versión significativamente recortada y modificada a la que se le suprimió, por ejemplo, el fundamental capítulo fiscal), el debate de los artículos en particular no resistió ni una sesión. El proyecto de ley regresó a su debate en comisiones. Todo volvió a foja cero. Más que eso: el gobierno terminó anunciando que retiraba el proyecto del parlamento, y que no tiene previsto por el momento insistir con él. Este curso político debe algo a las dificultades en la rosca política de un presidente carente de toda pericia y propenso a la incontinencia verbal. Pero también debe bastante a la potente resistencia popular que se ha manifestado más rápida y contundentemente de lo que esperaban quienes veían en Milei un fascista, o en su gobierno, un retorno al 24 de marzo de 1976. El 20 de diciembre, las organizaciones de izquierda desafiaron el protocolo antipiquetes y dieron inicio a la resistencia callejera al nuevo gobierno ultraliberal. Esa misma noche, tras el anuncio del Mega-DNU, masivos y espontáneos cacerolazos se hicieron sentir en Buenos Aires. Un mes después, el 24 de enero, la CGT realizó un paro que fue acompañado por movilizaciones multitudinarias en todo el país. La discusión parlamentaria del proyecto de Ley Ómnibus se dio en un marco de protesta y represión. Entre tanto, Milei experimenta una rápida caída en los índices de apoyo, la inflación continúa descontrolada (una inflación que el nuevo gobierno ciertamente heredó, pero que también agravó sensiblemente) y la economía parece encaminarse por una senda recesiva debido a la devaluación y el ajuste, que han sido feroces, entre los peores shocks de la historia argentina contemporánea. Para colmo de males, la ola de calor de los últimos días amenaza a la esperada “cosecha récord”, una de las pocas variables macroeconómicas que podrían dar algún respiro al gobierno.
Todo esto ocurre en una coyuntura con ribetes inéditos. Debido a la situación fáctica de cogobierno instaurada por el Pacto de Acassuso, si Milei se hunde, el PRO se hundirá con él. Golpeado por la reciente derrota electoral de Massa y arrastrando las culpas por una gestión albertista desastrosa, el peronismo en general y el kirchnerismo en particular no están en buenas condiciones para postularse como alternativa creíble y confiable si todo se fuera al demonio. Porque seamos claros: un estallido social es un escenario altamente probable. Y nada es menos seguro que este arco político pueda actuar como lo hizo tras el estallido de 2001: como la nueva fuerza que ordena un sistema social y económico cuyas bases no se tocan más que cosméticamente.
A diferencia de 2001, la izquierda posee un peso político mayor, sobre todo en términos parlamentarios, aun hallándose en franca minoría. También se ha colocado temporal y cualitativamente a la cabeza de la resistencia popular en las calles. Nada está dicho, pero por primera vez en décadas una fuerza de izquierda puede disputar con el peronismo la conducción de un movimiento de resistencia de masas. Políticamente minoritaria, la izquierda argentina se encuentra, con todo, en una situación mejor que en 1989 y en 2001: las dos grandes crisis de la Argentina posdictadura.
Sin embargo, no se puede ignorar el retroceso registrado en las últimas décadas en las tasas de sindicalización y en la virtual ausencia de organizaciones sindicales combativas. Abrumada por la precarización laboral, la clase trabajadora continúa fundamentalmente desorganizada y carente de un proyecto social, económico y político autónomo. El ideario socialista continúa en el ostracismo, en tanto que la vida se ha tornado cada vez más individualista y ensimismada con el auge del consumismo y el capitalismo digital. Las bases sociales de una alternativa revolucionaria socialista, pues, son escuálidas. Sin embargo, la necesidad de una alternativa es imperiosa: sin romper con el capitalismo, las desigualdades no mermarán, las mayorías se empobrecerán en términos relativos –e incluso en términos absolutos– y será casi imposible hallar algún remedio a la crisis ecológica. Las políticas basadas en oponer tabiques de cartón a los vendavales desatados por el «desarrollo» capitalista (tratar de compensar la precarización de la vida y del empleo, el aumento de la desigualdad económica y el acrecentado poder de la clase capitalista con algunas leyes en materia de género o etnicidad) no hacen más que agigantar las desigualdades sociales en términos de clase y establecer grietas políticas allí donde menos peligrosas resultan para quienes verdaderamente detentan el poder y la riqueza. Una alternativa socialista y revolucionaria es algo indispensable, esencial, como condición para no sumirnos colectivamente en una desigualdad aumentada, una pobreza material e intelectual acrecentada y una alienación social desembozada y recrudecida con las lógicas del capitalismo digital. ¿Pero cómo sería posible una alternativa?
Acostumbrados a décadas de resistencia –en el mejor de los casos– o de pragmatismo posibilista –que ha desembocado en una situación tremendamente desmejorada para la clase trabajadora–, pensar en una alternativa verdaderamente revolucionaria sigue pareciendo un intento casi marciano. Pero si queremos que las cosas no vayan a peor, habrá que convencerse: no hay solución sin revolución, como sostuvimos el domingo pasado, en nuestro primer número del ciclo 2024 (véase artículo “Comunistas de Estocolmo”).
El desafío es cómo romper la jaula de goma del “extremo centro”. Desde hace varios decenios, todas las alternativas políticas (al menos en Occidente, aunque no sólo en él) se han movido dentro de los parámetros del capitalismo liberal, a diferencia de lo que ocurriera en la mayor parte del siglo XX, cuando el fascismo supuso una alternativa capitalista no liberal; y el llamado “socialismo real”, una opción no liberal ni tampoco capitalista. Hoy en día, todo es capitalismo liberal. Incluso las formas keynesianas de capitalismo han sido virtualmente desmanteladas, y lo que quedan son modelos más o menos intensos de un capitalismo neoliberal en lo económico que opera siempre en los moldes de una democracia liberal más o menos genuina. Lo que hay que romper es precisamente ese estrecho marco mental que sólo es capaz de pensar opciones sin cuestionar la existencia a perpetuidad del capitalismo ni la democracia liberal como el non plus ultra de la política. Debemos atrevernos a desmentir a Fukuyama (quien postuló que no había una alternativa que fuera a la vez distinta y mejor que el capitalismo liberal), pero tenemos que desmentirlo en la práctica, que es la única manera real de demostrar la falacia de su tesis.
En los últimos años, tras la nebulosa etiqueta de populismo, han surgido alternativas que se presentan a sí mismas –y son vistas por sus contrincantes– como radicales. Se trata ante todo de fuerzas de ultraderecha (Trump, Bolsonaro, Orbán, etc.) aunque también ha habido, con menos éxito, populismos de «izquierda» (Podemos en España, por ejemplo, o el chavismo en Venezuela). El carácter radical de estos movimientos, sin embargo, es cuanto menos dudoso. Retórica aparte, ninguno de ellos es portador de ninguna alternativa económica al capitalismo, y todos se han movido –a gusto o disgusto– en los marcos de la democracia liberal. Una democracia liberal sin duda muy degradada, de baja intensidad, pero que no ha sido barrida por golpes de estado ni reemplazada por dictaduras fascistas. Incluso los que menos han respetado los parámetros constitucionales, lo han hecho de facto, esto es, violando en los hechos aquello que respetan en principio. Ninguno de los movimientos supuestamente radicales que llegaron al poder en los últimos tiempos esgrime una alternativa a la democracia liberal equiparable a las existentes en el siglo pasado: el estado corporativo fascista o el sistema soviético. Sólo teniendo este parámetro histórico se puede apreciar lo mucho que se han angostado las alternativas sociopolíticas en las últimas décadas, y es precisamente por ello que resulta imperioso ampliar el horizonte de expectativas.
El «radicalismo» de Milei –su extremismo neoliberal, sus ínfulas minarquistas– es un radicalismo solo dentro de los parámetros del extremo centro. Aunque debe reconocerse que, a diferencia de tantísimos otros políticos neoliberales anodinos de la Argentina y el mundo recientes, el influencer libertariano no se ha quedado en bravatas discursivas preelectorales que se las lleva el viento, conforme al teorema de Baglini. Desde que asumió el gobierno, ha impulsado de veras, seriamente, una batería de cambios muy ambiciosos, que van más allá del mero ajuste ortodoxo recetado por el FMI (y fuertemente acrecentado por propia decisión de Milei). El mega-DNU y el proyecto de Ley Ómnibus constituyen, de hecho, una reforma constitucional encubierta, habida cuenta la amplitud temática, el rigor draconiano y la sistematicidad ideológica de las modificaciones propuestas, amén de su brusca celeridad (todo junto, a fondo, con convicción y de golpe, sin tibiezas ni gradualismos). Pero claro, toda esta agenda hiperactiva de ningún modo rompe con el status quo del capitalismo neoliberal. Al contario, busca reforzarlo, «desenjaularlo», llevarlo a su paroxismo. ¿Cuál sería entonces la radicalidad de Milei, si hablamos con propiedad?
Por lo demás, poco ha conseguido el nuevo presidente hasta ahora, fuera del brutal Caputazo (la devaluación y el ajuste ejecutados por Caputo), debido a los duros traspiés judiciales y parlamentarios. Otras experiencias neoliberales de alta intensidad en la Argentina del último medio siglo (la dictadura procesista y el decenio menemista) quizás no fueron tan pretenciosas, en lo ideológico y legal, como el experimento actual de La Libertad Avanza, pero, sin embargo, lograron sostenerse en el tiempo e introducir muchos cambios –daños efectivos, profundos y duraderos– con sus políticas privatistas y/o desregulatorias de shock. No sabemos qué pasará exactamente con Milei, pero un estallido social más pronto que tarde parece entre probable y muy probable, y si así fuera, su gobierno podría acabar en un estrepitoso fracaso y derrumbe, como ocurrió con la Alianza en diciembre de 2001. Podría, por ende, darse la siguiente paradoja: el más ultraliberal o fanáticamente minarquista de los gobiernos argentinos que se recuerden, no solo por su altisonante retórica pour la galerie sino también por sus ambiciosos planes de reingeniería económica en curso (siempre a favor del libre mercado, pero no siempre a favor de la competencia perfecta, como atestiguan sus numerosas genuflexiones ante los lobistas de los oligopolios y los cárteles), podría pasar a la posteridad, tal vez, debido a su desmesura maximalista y su falta de cintura política sin precedentes, como el más intrascendente de todos, si poco dura y nada logra. Nadie tiene la bola de cristal, pero no nos parece un escenario descabellado. Una cosa son las palabras e intenciones, y otra cosa son los resultados concretos. Por ahora, abunda lo primero y escasea lo segundo, y el tiempo es tirano (la paciencia popular a la crisis económica tiene fecha de vencimiento, sobre todo cuando quienes prometieron solucionarla, además de perpetuarla, la empeoran ostensiblemente).
En términos económicos, prácticos, el ultraliberalismo que Milei tiene en su cabeza no difiere mucho del neoliberalismo realmente existente en Chile, el cual ha sido y es perfectamente administrado por fuerzas de la llamada “izquierda progresista” y, en la actualidad, por un gobierno woke de manual: el de Gabriel Boric. Tampoco presenta Milei ninguna alternativa a la democracia capitalista. Si bien es cierto que puede verse tentado a violar preceptos constitucionales, violarlos no es lo mismo que tener una alternativa estructural y, de momento, el andamiaje jurídico está siendo un corsé para el gobierno. Fujimori en el pasado o Viktor Orbán en el presente pueden ser ejemplos de gobiernos formalmente democráticos que llevan las instituciones republicanas a su límite paródico: ser poco más que una apariencia. Pero las condiciones sociales que hicieron posible esos fenómenos no se dan en la Argentina. El contexto de la guerra contra Sendero Luminoso hizo posible el Fujimorazo, le dio una cobertura de legitimidad. Pero, por mucho que Patricia Bullrich agite el fantasma de la RAM, despotrique contra los piqueteros o se afane en protocolos antipiquetes que son violados en las calles e impugnados en los estrados judiciales, las bases para una intentona autoritaria –autogolpe– por parte de Milei no son claras. Puede que la denostada “casta” política le permita completar su mandato (al menos formalmente, con recambios de gabinete que vayan intensificando el cogobierno macrista de facto y diluyendo la autoridad real del presidente) y retirarse a cuarteles de invierno tras una derrota electoral en 2027. Pero si la crisis se acelera como hasta ahora, el destino de Milei podría ser el de Fujimori o el de De la Rúa. Y lo último parece más probable que lo primero. No se puede descartar la posibilidad de que, tras un mal comienzo, logre enderezar el barco y devenir un nuevo Menem, pero parece muy poco probable: no tiene la astucia maquiavélica del riojano, ni tampoco su poderoso aparato partidario-sindical; desde un punto de vista parlamentario y territorial (bancas en la Cámara de Diputados y en el Senado, gobernaciones provinciales e intendencias municipales), es mucho más débil; ya no existen, por otra parte, las joyas de la abuela cuya privatización proporcionó, en los tempranos 90, ese oxígeno monetario que en buena medida hizo posible la “convertibilidad” (hoy quedan muy pocas empresas públicas de envergadura, o son mixtas); además, el margen de endeudamiento externo para el país es muy limitado, debido a la herencia del albertismo, pero sobre todo del macrismo. Last but not least: lo peor de la crisis inflacionaria no llegó con el gobierno anterior (como sí había llegado con Alfonsín en el 89, meses antes de que asumiera Menem), sino con el propio Milei ya instalado en la Casa Rosada, algo que difícilmente pase desapercibido, y que podría resultar demasiado costoso para él en términos de popularidad y gobernabilidad.
Una aceleración de la crisis es lo más esperable, decíamos. Es lo más esperable no solo por el rápido deterioro de la situación económica, sin que se vea luz al final del túnel, sino también por esa pertinaz propensión de Milei a subir siempre la apuesta, quemar las naves y huir hacia adelante, en una loca carrera a todo o nada: abrir nuevos frentes de combate sin haber triunfado todavía en ninguno, evitar o dinamitar cualquier principio de acuerdo con la oposición dialoguista, redoblar siempre la confrontación con agresiones y represalias, pelearse con casi todos… El oficialismo, en su intransigencia, ha llegado a la temeridad de proponer ante el Congreso –por intermedio de un legislador friendly del PRO– que se plebiscite el malogrado proyecto de Ley Ómnibus, una iniciativa que seguramente enfrentará considerables escollos jurídicos e institucionales (hay reglas constitucionales y legales que limitan la consulta popular en cuanto a materias, momento y procedimientos, otorgando gran protagonismo decisorio al Congreso). Además, aun si obtuviera finalmente la sanción y la convocatoria quedara firme, el plebiscito –vinculante o no– en ningún caso podría hacerse antes de los sesenta días. Sesenta días o más (el plazo máximo son cuatro meses) es una eternidad en la Argentina de Milei, y la luna de miel con el nuevo presidente se acabó hace tiempo, como vienen reflejando las encuestas. Plebiscitar el proyecto de Ley Ómnibus no es lo mismo que plebiscitar algo tan puntual –y poco controversial– como qué hacer con el Canal de Beagle. Independientemente de cómo hubiera salido aquella consulta popular de 1984, Alfonsín sabía que su legitimidad no se vería afectada. No había atado su suerte a esa contingencia. El caso de Milei es diferente: plebiscitar el proyecto de Ley Ómnibus es prácticamente lo mismo que plebiscitar su gobierno. Si la consulta popular se concretara, y el líder populista perdiera el cara o seca (hoy hay más chances de que lo pierda de que lo gane), cuesta imaginar su continuidad en la Casa Rosada. Probablemente renunciaría, o lo harían renunciar: presión callejera, intriga palaciega, etc.
A decir verdad, es la izquierda en su sentido tradicional, la izquierda clasista y socialista, la única fuerza portadora, en el presente, de una alternativa diferente al capitalismo liberal. El progresismo woke es la variante de «izquierdas» del neoliberalismo hoy hegemónico. Carece de perspectiva anticapitalista en lo económico, no se propone un sistema político distinto al de la democracia liberal y ni siquiera es capaz de reponer a plenitud las políticas keynesianas o los amplios servicios sociales del “estado benefactor” de antaño (la globalización neoliberal ya no deja margen para experiencias reformistas de calado como las que hubo en la segunda posguerra). Sintomático de esto es el hecho de que los gobiernos progresistas aquí, allá y acullá no han revertido las tendencias a la privatización y mercantilización de los sistemas de educación y salud, proceso que continúa a todo vapor de manera directa e indirecta a escala planetaria. La marea del capital mundializado es mucho más fuerte que cualquier gobierno progre.
Aunque la prioridad hoy en día es la lucha contra las políticas de ajuste, adopten la forma que adopten, el problema de fondo es el de siempre: ¿cuál es la alternativa? ¿Volveremos a repetir el funesto y decadente vaivén: peronismo/antiperonismo, neoliberalismo conservador/neoliberalismo progresista? Para salir de esta encerrona es indispensable la izquierda. La de verdad. La izquierda clasista y socialista, por muy anticuada que a muchos les parezca. Y habría que tener en cuenta que los contextos de crisis económica y malestar social provocan no sólo fenómenos políticos acelerados, sino, en muchos casos, sorpresivos. Milei es un claro ejemplo de esto: un ascenso rutilante basado en presentar como gran novedad al liberalismo, que es más viejo que el ajo. Sin embargo, la izquierda –que a diferencia de Milei, sí representa una alternativa real al actual sistema y a su “casta”– no puede confiar en apoyos tan superficiales y volátiles como los que le otorgaron la victoria al actual presidente (el éxito de la demagogia en las redes sociales es un gigante con pies de barro). Pero hay que tomar nota: el escenario está preparado para grandes virajes políticos.
Para romper el vaivén diabólico entre neoliberalismo entusiasta y neoliberalismo vergonzante, entre neoliberales conservadores y neoliberales progresistas, es imprescindible tener una alternativa socialista creíble. La gente explotada, oprimida y vilipendiada tiene que abandonar el ancla de plomo de hacer lo posible dentro del sistema. Eso sólo nos lleva a estar cada vez peor. Materialmente empobrecidos y moralmente desanimados. ¿Qué modelo, qué proyecto, qué estrategia podría esgrimir la izquierda revolucionaria para romper el círculo vicioso, para ser una alternativa real ante las masas? Más allá de algunas consignas genéricas que forman parte de un bagaje histórico (nacionalización de la banca y el comercio exterior, convocatoria a asamblea constituyente, etc.), hay poca claridad. Menos aún hay discusiones sólidas sobre qué hacer y cómo. Pero será indispensable bucear en estas aguas. Resulta intelectual y políticamente imperioso asumir estos desafíos.
Por lo pronto, la izquierda argentina –tanto la mayoritaria agrupada en el FITU como la que se halla en su extrarradio– debería hacer todos los esfuerzos posibles para pasar de un frente electoral a formas más sustanciales de unidad. El horizonte de un partido unificado con tendencias internas debe ser vindicado.
Propuestas transicionales que permitan la unidad de acción con sectores no específicamente socialistas o revolucionarios deben ser evaluadas y postuladas. Por ejemplo, la desmercantilización de la salud y la educación, o la abolición de la publicidad y el lucro de los medios masivos de comunicación. Habrá que volver a emplear sin tapujos las palabras malditas: insurrección, expropiación, revolución. Habrá que poner en la arena pública la necesidad de confiscar al gran capital y pensar formas viables de socialización. Habrá que buscar alternativas de poder, asumiendo sin regocijo, pero sin autoengaños, que muchas de ellas se hallan gastadas y desgastadas: la convocatoria a una asamblea constituyente, por ejemplo, aunque correcta en principio, se enfrentará con el lastre de los recientes y decepcionantes procesos constitucionales de América Latina. El patético caso chileno puede hacer de la asamblea constituyente una consigna impopular. ¿Pero qué alternativa hay?
Aunque en el objetivo de poner fin al capitalismo puede haber consenso dentro de la izquierda revolucionaria, las formas, los ritmos y las vías para hacerlo presentan muchos interrogantes. ¿Qué combinación de planificación y mercado sería deseable y posible? ¿Qué equilibrio entre empresas estatales, empresas cooperativas, empresas privadas? ¿Cómo desmontar el modelo agroindustrial sojero y el complejo extractivista minero? ¿Cómo combinar las necesidades productivas y de consumo con la responsabilidad ecológica, con el imperativo del decrecimiento?
Asumiendo que el socialismo es posible, a largo plazo, sólo a nivel internacional, el análisis detenido de la situación y de las posibilidades existentes en el tablero de la geopolítica es fundamental. Aunque las chances de procesos revolucionarios son de momento muy escasas en todas partes, un eventual gobierno revolucionario, aunque globalmente aislado, podría tener en la actualidad mayores posibilidades que hace veinte años, al menos para ganar tiempo: las presiones impuestas y las puertas cerradas por Estados Unidos y Europa podrían ser compensadas a través del comercio con China, Rusia o la India. Por lo demás, un colapso civilizatorio del capitalismo liberal provocado por el desmadre de la crisis ecológica o una nueva guerra mundial –con o sin uso de armas de destrucción masiva– dista de ser un horizonte remoto… Dicho colapso no necesariamente traerá una revolución triunfante (el riesgo de una barbarización ecofascista del mundo no es cuento), pero sí una ventana de oportunidad para la lucha de clases anticapitalista.
Más complejo parece el interrogante por un orden socialista estable, viable y deseable. ¿El horizonte es una democracia soviética (genuina), una democracia liberal ampliada (por ejemplo, con formas directas o deliberativas), otra alternativa? ¿Y cómo romper los marcos de la democracia burguesa realmente existente, esos que tanto complican hoy en día a Milei, pero que son también los que garantizan la propiedad privada y la reproducción del capital, un status quo que la izquierda debe desmantelar si pretende ser fiel a sí misma?
Aunque aquí y ahora la tarea inmediata, el quehacer urgente es la resistencia al gobierno de Milei y la lucha en las calles contra su política, los problemas planteados en los párrafos precedentes son los verdaderos desafíos que debemos afrontar. Al menos si queremos tener, en un futuro no demasiado lejano, un horizonte político y social verdaderamente distinto el actual, que abra posibilidades cabales contra el capitalismo del desastre y sus crecientes turbulencias.
Revolución, socialismo.
Socialismo, revolución.
Hay que convencerse.
Ariel Petruccelli
Fuente: https://kalewche.com/la-izquierda-en-la-crisis/