ATHINA ROSSOGLOU Y DIMITRIS GKIOULOS / ENZO TRAVERSO
Para el historiador marxista italiano Enzo Traverso, recuperar la idea de revolución es esencial si nos negamos a aceptar el capitalismo como un estado de cosas eterno
Una de las frases más famosas de Karl Marx nos dice que «las revoluciones son las locomotoras de la historia». Para el marxista italiano Enzo Traverso, la referencia de Marx a los trenes no fue casual. Cuando escribió estas líneas en su obra de 1850 Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, los ferrocarriles eran un factor decisivo en el auge del capitalismo industrial; su expansión estaba transformando los paisajes, borrando las distancias y cambiando incluso la propia experiencia del tiempo. La era de las revoluciones tecnológicas y políticas permitió al ser humano replantearse su relación con el mundo que le rodeaba: todo lo que parecía sólido se fundía en el aire.
Este tema da pie a Traverso para el primer capítulo de Revolución. Una historia intelectual, un vasto estudio sobre la idea de revolución en los siglos XIX y XX. Explica a Athina Rossoglou y Dimitris Gkioulos la difusión de la idea de REVOLUCIÓN y por qué sigue siendo pertinente para la acción política de los pueblos en la actualidad.
Revolución: Una historia intelectual reinterpreta la historia de las revoluciones de los siglos XIX y XX, componiendo una «constelación de imágenes dialécticas». ¿Por qué es tan importante ahondar en la idea de revolución y qué utilidad tiene este conocimiento para los nuevos movimientos del siglo XXI?
Escribí este libro para rehabilitar y reactualizar el concepto de revolución, que me parecía bastante descuidado o descartado, incluso desdibujado.
La palabra «revolución» está en todas partes. Actualmente se utiliza en la esfera pública, no sólo en la literatura política, sino en los medios de comunicación en general, aunque con muchos significados contradictorios. Revolución es una palabra ampliamente apropiada y difundida por la publicidad. Cada año se lanza un nuevo iPhone y se describe como una revolución; un nuevo ordenador es una revolución. . . Así, revolución se convierte en una palabra sin sentido. Esto no es completamente nuevo (pensemos en la inflación de las palabras «revolución tecnológica», «revolución industrial», «revolución cultural», «revolución sexual», etc.). Pero creo que forma parte de una tendencia general a vaciar de contenido este concepto. Cuando todo es revolución, la revolución no significa nada.
Así pues, mi propósito era reinscribir este concepto en nuestro léxico político, y no sólo historiográfico, como una categoría analítica fuerte, como una clave para interpretar el pasado y, en particular, la modernidad. Señalo que el siglo XXI ya ha sido testigo de auténticas revoluciones en el mundo árabe en particular, ahora en Irán y en otros países.
Es importante reconocer que ha habido muchos movimientos sociales y políticos que han dado forma al mundo occidental durante los últimos diez años, desde Occupy Wall Street y Black Lives Matter en EEUU hasta movimientos en Europa, particularmente en Grecia en 2015, y en España, y repetidamente en Francia, desde Nuit Debout hasta el movimiento contra la reforma de las pensiones. No se trataba de huelgas sindicales ordinarias ni de movimientos sociales ordinarios. Eran movimientos sociales con enormes potencialidades políticas y aspiraciones revolucionarias. Cuestionaban el orden económico y político establecido. Así pues, la revolución no es algo que pertenezca al pasado, sino que está frente a nosotros.
¿Diría usted que las revoluciones, o tal vez las revueltas, podrían ayudar a la izquierda del siglo XXI a forjar un nuevo imaginario colectivo, un nuevo imaginario revolucionario?
Bueno, pienso en todas las revueltas sociales. Es muy difícil establecer una distinción clara entre revueltas y revoluciones, porque esta distinción suele quedar clara retrospectivamente. Sólo cuando se produce una revolución o cuando finaliza una rebelión, podemos decir que se trataba de una revuelta efímera con objetivos limitados, sin grandes ambiciones, o que se trataba de una verdadera revolución que fue capaz de derrocar al poder establecido. Se trata de una distinción que puede establecerse retrospectivamente. Me parece que toda revuelta profunda o revolución verdadera transforma inevitablemente la forma de pensar y crea un nuevo imaginario colectivo. Es demasiado pronto para detectar algunos de los cambios introducidos por los recientes movimientos que hemos mencionado. Quizá más adelante podamos hacerlo, pero con respecto a la historia del siglo XX, esto está bastante claro.
La cualidad de un líder político reside en su capacidad para captar la novedad, para captar un nuevo sentimiento compartido, un nuevo estado de ánimo, un nuevo imaginario. Esta no es la tarea de un historiador y, por desgracia, yo no tengo este talento. No pretendo escribir directrices para los movimientos sociales y políticos de hoy, pero sin embargo creo que interpretar el pasado y mantener el perfil histórico de las revoluciones pasadas puede ser útil para los movimientos del presente.
El libro analiza el entrelazamiento entre revolución y comunismo que tan profundamente ha marcado la historia del siglo XX. ¿Cómo valora el auge y la caída de los movimientos y regímenes comunistas en el siglo XX y qué papel desempeñó la ideología en estos acontecimientos?
La historia revolucionaria del siglo XX estuvo profundamente marcada, básicamente forjada, por octubre de 1917. La Revolución Rusa no sólo supuso un giro histórico importante que cambió la faz del siglo XX. También cambió la forma de pensar sobre la propia noción de revolución, tanto teórica como estratégicamente. En 1917 apareció una nueva idea de revolución, y el comunismo se concibió como una ideología, un corpus teórico, una doctrina, pero también como un movimiento político organizado a escala mundial. Pues el comunismo, desde sus inicios, se estructuró como un movimiento internacional para una revolución mundial.
Antes de 1917 hubo varias experiencias revolucionarias, sobre todo en Francia –la Revolución Francesa, las revoluciones europeas de 1848, la Comuna de París–, pero la Revolución Rusa introdujo un nuevo paradigma. Este paradigma fue producto de la Gran Guerra, que creó una nueva relación simbiótica entre guerra y revolución, una especie de militarización de la estrategia revolucionaria.
Las prácticas y los lenguajes de la guerra irrumpieron de forma extraordinaria en la política. Así, a partir de 1917, la revolución se concibió como un ascenso militar al poder, una conquista militar del poder, y eso significaba un movimiento revolucionario organizado comparable a un ejército. Un ejército revolucionario significa jerarquías, significa disciplina, significa una división de tareas y también significa una jerarquía de género, y eso tuvo enormes consecuencias en la historia del comunismo.
Este nuevo modelo revolucionario marcó toda la historia del siglo XX. Fue el paradigma dominante hasta la revolución de Nicaragua en 1979. La Guerra Civil Española también fue una guerra revolucionaria; la Revolución China y la Revolución Vietnamita fueron conquistas armadas del poder; la Revolución Cubana fue un movimiento guerrillero conquistando el poder. Este fue el modelo que creo que configuró el mundo mental de mi generación, de varias generaciones hasta la mía.
El siglo XXI busca otro paradigma revolucionario. El antiguo fue forjado por la experiencia del comunismo. Hablar de comunismo significa hablar no sólo de ideas, teorías y movimientos, sino también de regímenes políticos, que en un determinado momento se convirtieron no sólo en regímenes muy autoritarios, sino en sistemas totalitarios de poder. Se trata de una herencia muy pesada, y este paradigma, que parecía tan poderoso y tan eficaz en el siglo XX, se ha convertido en mucho más que una especie de memoria política; hoy, corre el riesgo de convertirse en un obstáculo estratégico y epistemológico para elaborar un nuevo proyecto. Lastrados por este modelo, tenemos algunas dificultades para pensar en una revolución del siglo XXI.
Su investigación ha explorado la historia intelectual de la izquierda y su interacción con el ámbito cultural, especialmente el cine y las artes. ¿Cuál es el papel de estos géneros en la formación de los puntos de vista de la izquierda?
En mi libro, dedico especial atención al cine y a las imágenes. El libro se basa en el concepto de «imágenes dialécticas» tomado de Walter Benjamin. Las imágenes son, por supuesto, fuentes históricas. Podemos trabajar sobre estas imágenes, investigando y estudiando una enorme iconografía revolucionaria legada por las experiencias históricas del pasado. Desde este punto de vista, tanto las imágenes como los textos literarios son fuentes que podemos contextualizar y analizar.
Según Walter Benjamin, las imágenes también pueden convertirse en «imágenes dialécticas» o «imágenes pensadas» (Denkbilder), es decir, no sólo imágenes en el sentido de fotos o pinturas o películas, sino imágenes que también son formas literarias, formas estéticas en el sentido más amplio de la palabra. Las imágenes dialécticas son imágenes que nos ayudan a interpretar el pasado: imágenes, textos, pinturas o películas que encapsulan o cristalizan una experiencia pasada, un acontecimiento histórico, así como las ideas y la cultura que pertenecieron a estas experiencias y acontecimientos. En este sentido, las imágenes dialécticas me ayudaron a escribir un libro poco convencional. Normalmente, los libros históricos analizan cualquier revolución por separado, siguiendo una secuencia cronológica y así sucesivamente. Existe una enorme literatura histórica basada en esta metodología; mi enfoque es diferente.
Las imágenes dialécticas son importantes porque también ayudan a los estudiosos a captar lo que cambió en el imaginario colectivo. Las revoluciones transforman la forma de socializar, la interacción de los seres humanos, la relación entre los seres humanos, entre hombres y mujeres, entre blancos y gente racializada. Las revoluciones cambian la percepción de la realidad. Las revoluciones, escribí, son esa especie de momento excepcional, en la mayoría de los casos efímero, pero mágico, en el que se rompe la rutina, en el que se destruye la continuidad histórica, en el que irrumpe de repente una nueva temporalidad que rompe la cotidianidad, y en el que los dominados, los oprimidos, las clases y los pueblos subalternos descubren de repente sus energías y su enorme fuerza. De repente empiezan a actuar como sujetos colectivos y esto les permite cambiar el curso de la historia. Y, por supuesto, es un momento de extraordinaria excitación, de entusiasmo. Somos capaces de cambiar el mundo, y ciertamente esto cambia por completo nuestra visión del mundo.
La fotografía de las revoluciones transmite esta emoción humana. Las pinturas, las artes, la literatura y las novelas reflejan estos cambios. Decir que las novelas simplemente reflejan estos cambios puede ser una percepción reductora de la literatura. Sin embargo, creo que es profundamente cierto. Por supuesto, cualquier novela puede y tiene que interpretarse como una creación de un único escritor y es la creación de un universo subjetivo pero, no obstante, las revoluciones crean las premisas para estas nuevas creaciones. Desde este punto de vista, sin ser un crítico literario lukácsiano ortodoxo, creo que las artes y la literatura están en cierto modo moldeadas y transformadas por las revoluciones.
¿Diría usted que la melancolía de izquierda podría ser una herramienta interpretativa para explorar las tendencias literarias del siglo XXI?
No soy un crítico literario. Puedo trabajar tanto con fuentes literarias como con fuentes visuales, pero lo hago inscribiéndolas en una perspectiva más amplia, la perspectiva de la historia cultural. Mi propósito era escribir una historia cultural de las revoluciones, y a este respecto en mi libro cito a muchos novelistas, artistas y autores, sin pretender por ello dar una interpretación satisfactoria de su obra. Más bien trato de explicar de qué manera sus obras pueden participar en este cataclismo global que puede ser descrito como una revolución.
El concepto de melancolía de izquierda no pretende comprender el estado actual de la cultura de izquierdas ni de la política de izquierdas. Mi libro sobre la melancolía de izquierda es un libro de historia que intenta explicar que la melancolía es un sentimiento que pertenece a la historia de la cultura de izquierdas desde el inicio, desde principios del siglo XIX. Ofrezco muchos ejemplos de ello en mi libro, que fue escrito como una especie de alegato a favor del reconocimiento de la melancolía como legítima y como un sentimiento auténtico y relevante que pertenece a la cultura de la izquierda.
La historia de la izquierda es una historia de revoluciones, una historia de derrotas, una historia de masacres, y esto ha engendrado inevitablemente un sentimiento melancólico. La melancolía es la conciencia histórica de lo que perdimos en el pasado, la conciencia histórica de que nuestras luchas emancipatorias están marcadas por las derrotas, por la pérdida de camaradas, de queridos amigos y de que también luchamos por ellos: de que su legado no se descuida ni se ignora ni se olvida, sino que este legado puede convertirse en una fuente de energía para nuestras luchas. Creo que esta melancolía de izquierda fue en muchos casos reprimida o eliminada por la izquierda porque se suponía que reconocer este sentimiento melancólico revelaba una especie de debilidad, de vulnerabilidad. Se supone que un luchador revolucionario tiene que ser fuerte, tiene que ser valiente, no conocer el miedo ni la melancolía.
Tenemos que superar esos prejuicios y esas concepciones ingenuas, heredadas de una concepción militarista de la revolución. Luchamos por cambiar el mundo y la vida y por establecer relaciones nuevas, más humanas y más agradables entre los seres humanos. Creo que la melancolía tiene su lugar en esta lucha. Además del entusiasmo, además de las utopías, además del sentimiento de fuerza y de acción.
La melancolía de izquierda no es una patología, no es una enfermedad que deba curarse, ni una terapia. No receto melancolía para cambiar el mundo mental de las jóvenes generaciones. Los jóvenes que participan con entusiasmo en movimientos antirracistas, feministas o ecologistas son perfectamente conscientes de las dificultades de su lucha. No están melancólicos; tienen la vida por delante. Por tanto, no prescribo la melancolía como terapia. Simplemente reivindico el reconocimiento de la melancolía como un sentimiento legítimo perteneciente a la cultura de la izquierda.
¿Fue más fácil que la melancolía de izquierda creciera en Italia, por ejemplo, donde la izquierda tuvo un enfoque diferente, con el eurocomunismo? Y a través de la tragedia del eurocomunismo, ¿fue más fácil representar a un comunista y a un revolucionario que no fuera un soldado, pensar en la pérdida y la melancolía? Podríamos recordar el emblemático monólogo de Giorgio Gaber Qualcuno era comunista, donde describe a un hombre cuyos sueños y aspiraciones fueron aplastados con la derrota de la revolución.
Sí, creo que [ese monólogo] describe bastante bien el sentimiento de melancolía. De hecho, podríamos considerarlo como una especie de imagen dialéctica de la melancolía de izquierda.
Hace unos años, presenté mi libro sobre la melancolía de izquierda en Berlín, y recuerdo que alguien del público me dijo: «Así que has escrito este libro porque eres italiano». Me quedé un poco sorprendido, porque no había hablado de Italia en mi charla, pero dije, bueno, puede ser. Soy italiano y descubrí la política en Italia en los años setenta. Y estoy seguro de que la metamorfosis experimentada por la izquierda italiana afectó a mi inconsciente, así como a mi trayectoria intelectual y política, aunque dejé Italia hace varias décadas.
Vengo de un país que en los años de la posguerra albergó al Partido Comunista más poderoso del mundo occidental. Y donde, de repente, en muy poco tiempo, el comunismo desapareció por completo a causa de una especie de suicidio colectivo. Lo que ocurrió en Italia no fue un golpe fascista que destruyó el movimiento obrero organizado. Fue una especie de autodisolución. Esto dejó un enorme vacío. La izquierda desapareció no por la transformación del Partido Comunista en un partido socialdemócrata moderno o de izquierdas tras una revisión ideológica o estratégica, sino por la disolución de la historia, de una memoria y de un proyecto. Esto pone inevitablemente en tela de juicio la interpretación tradicional de la historia del comunismo, del comunismo italiano y también de la historia del eurocomunismo.
En los años setenta, el eurocomunismo apareció para muchos observadores de todo el mundo como un intento de superar los límites del estalinismo, de renovar la izquierda como sujeto de una transformación política. El comunismo abandonaba el concepto de dictadura del proletariado, pero seguía defendiendo el proyecto de una transformación socialista del mundo, una especie de larga marcha a través de las instituciones. Retrospectivamente, sin embargo, debemos reconocer que el eurocomunismo fue el primer paso de este proceso de autodisolución.
El comunismo italiano no sobrevivió al cambio de siglo. Y el Partido Comunista Italiano fue absorbido por esta transformación de la socialdemocracia en una forma de social-liberalismo, en una fuerza política cuyo objetivo ya no es transformar la sociedad en el marco del capitalismo, sino gestionar el capitalismo neoliberal. Así, el caso italiano es quizás el caso más emblemático de esta transformación, que en mi opinión fue una terrible derrota histórica para la izquierda. Esto engendró inevitablemente un sentimiento melancólico, y la izquierda italiana no puede ser sino melancólica porque ésta es su trayectoria, su historia. Esta especie de melancolía de la izquierda es el marco en el que podemos repensar históricamente estas trayectorias. No podemos elaborar una memoria del pasado sin partir del reconocimiento de estas derrotas peculiares pero históricas.
Usted ha mencionado antes que nunca prescribiría melancolía. Durante el siglo XXI hubo un gran renacimiento de la poesía política en Grecia, que mostraba muchos aspectos de la melancolía de izquierdas: desesperación, derrota, pero también una búsqueda de una vía alternativa, de causas insurreccionales. Y al mismo tiempo, podríamos considerar a Pier Paolo Pasolini y sus emblemáticas Las cenizas de Gramsci, o a Cesare Pavese, que se suicidó por desesperación. ¿Diría usted que la melancolía de izquierda marcó las tendencias literarias en la Italia del siglo XX?
Sí, creo que estos ejemplos son muy significativos, añadiendo quizás que Pasolini escribió Las cenizas de Gramsci en un momento en que la izquierda todavía consideraba que el futuro le pertenecía. Este sentimiento de melancolía izquierdista suele estar relacionado sobre todo con la conciencia de la derrota, pero al mismo tiempo como algo que pertenece a la historia de la izquierda y a su cultura. Así, también puede aparecer cuando la izquierda está profundamente convencida de su fuerza y de sus posibilidades de cambiar el mundo. Sin duda, podríamos ofrecer muchos otros ejemplos.
Hay algunos libros importantes que no quieren interpretar el pasado sino elaborar el sentimiento, el inconsciente, relacionado con ciertas tendencias históricas. Pienso en Homenaje a Cataluña, de George Orwell, que es un libro sobre la revolución, sobre la derrota y sobre las contradicciones de las propias revoluciones. Pienso en la autobiografía de Victor Serge, un gran novelista, que se titula Memorias de un revolucionario. Esta autobiografía no sólo es una obra literaria extraordinaria, sino que es indispensable para comprender el significado del comunismo en el siglo XX.
Pienso también en obras escritas por novelistas que traicionaron sus ideales y sus aspiraciones, como el Premio Nobel Mario Vargas Llosa, un pensador reaccionario en la actualidad. Pero Historia de Mayta es un libro extraordinario sobre la revolución latinoamericana. Muchas de estas novelas son poderosos espejos del imaginario de la izquierda de posguerra. Podríamos citar muchos casos, pero en mi libro doy dos importantes: La mirada de Ulises, de Theo Angelopoylos, y Calle Santa Fe, de Carmen Castillo.
¿Qué hay de esa falta de conexión entre los movimientos sociales y las nuevas teorías críticas que usted mencionaba en una entrevista reciente? ¿Podría la cultura ayudar a salvar esta distancia?
Llenar este vacío ciertamente no puede hacerse sin invenciones y creaciones culturales. Cuando hablo de una brecha entre la teoría crítica y los movimientos sociopolíticos, pienso en un cambio histórico. Ya mencionamos la Revolución Rusa como matriz de un nuevo paradigma revolucionario en el siglo XX. Entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX, hubo un vínculo orgánico entre la teoría crítica y los movimientos revolucionarios. Representantes de la teoría crítica, pensadores, teóricos del marxismo, por ejemplo, fueron dirigentes políticos.
Pensemos en el marxismo clásico: Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo. Eran pensadores sofisticados que escribían libros históricos, libros de teoría política, economía política, etcétera, y al mismo tiempo líderes políticos capaces de dirigir un movimiento de masas. Esto también fue especialmente cierto en el caso de muchos intelectuales revolucionarios del sur. Pensemos en C. L. R. James, en Franz Fanon, en Mao Tse-Tung, en Ho Chi Minh. Todos ellos eran líderes políticos, a veces militares, y pensadores. Por aquel entonces, la Escuela de Fráncfort era una excepción, precisamente porque estaba formada por una separación entre el pensamiento y la acción.
Después de la Segunda Guerra Mundial, este vínculo orgánico se debilitó progresivamente y finalmente se rompió. Por supuesto, hay excepciones. Ernest Mandel, por ejemplo, líder de la Cuarta Internacional, era un reconocido y brillante economista. Pero, a grandes rasgos, podríamos decir que este vínculo se rompió. Por un lado, hoy tenemos muchos intelectuales brillantes y una teoría crítica vibrante, sofisticada, cualitativamente notable, en Europa, en EEUU, en América Latina, a escala mundial. Por otro lado, tenemos poderosos movimientos sociales y políticos (a menudo desincronizados, con muchas discrepancias entre continentes y países) que no suelen confiar en líderes carismáticos.
Esta brecha apareció dramáticamente en algunos acontecimientos cruciales. Pensemos en las décadas de la descolonización y de las revoluciones coloniales. Franz Fanon era leído en todas partes, pero también estuvo muy implicado en la guerra de Argelia y en el Frente de Liberación Nacional de Argelia. Pensemos en C. L. R. James, pensemos en Mao, pensemos en el Che Guevara, leído internacionalmente pero también uno de los actores de la Revolución en Cuba y en América Latina. Y ahora piensen en las Revoluciones Árabes, que tuvieron lugar hace poco más de una década, en un momento en el que los estudios postcoloniales eran hegemónicos en las universidades del mundo occidental.
Los principales representantes del poscolonialismo no desempeñaron ningún papel en estas revoluciones. Pensadores importantes y brillantes como Homi K. Bhabha, Dipesh Chakrabarty, Gayatri Chakravorty Spivak, Enrique Dussel, etc., no significaron nada para los jóvenes insurgentes de Egipto, Túnez, Siria y Libia. Esto no se debe a los límites de estos pensadores o a los límites de estos movimientos, sino a que algo sucedió que creó esta brecha.
Creo que superar esta separación, esta brecha, esta contradicción, es vital para crear una nueva perspectiva. Una nueva utopía no será creada por escritores brillantes o por intelectuales hábiles, sino a partir del cuerpo de la sociedad y de los movimientos sociales. El papel de los intelectuales consiste precisamente en dar palabras y forma a esos sentimientos, a esas utopías, a esas nuevas visiones, a esos nuevos horizontes. Esto hay que representarlo, sistematizarlo; los intelectuales pueden dar una forma y un perfil político a este nuevo horizonte de expectativas. Este es el papel de los pensadores, escritores, intelectuales y artistas. Estoy seguro de que eso ocurrirá. Pero aún lo estamos esperando.
Tendemos a percibir a los escritores como alejados de la sociedad o por encima de ella. Parece como si cuando uno es escritor no pudiera ser también un ser político. Sin duda, del movimiento surgirán nuevos escritores, nuevas mentes brillantes, nuevos revolucionarios. Pero hoy en día, es algo que se enfrenta a la hostilidad.
Creo que uno de los mayores logros del neoliberalismo fue su capacidad para crear un nuevo paradigma antropológico. Por supuesto, el neoliberalismo es la forma dominante del capitalismo a escala mundial. Pero el neoliberalismo también es enormemente criticado y contestado. No podemos decir que el neoliberalismo ganó porque todo el mundo esté convencido de que es la mejor forma de vivir. Sin embargo, fue capaz de crear un nuevo paradigma antropológico en el sentido weberiano de Lebensführung, una conducta de vida, una forma de vivir. Y este nuevo modelo antropológico es profundamente individualista, lo que ha afectado profundamente a la estructura de las nuevas formas de socializar, de organizarse, de participar en movimientos colectivos. También tuvo profundas consecuencias en la creación estética y literaria. Por eso dediqué un libro a esa nueva interacción y a ese vínculo osmótico entre historia y literatura (Pasados singulares).
Hoy en día, los historiadores escriben como novelistas y los novelistas construyen sus novelas trabajando sobre archivos y tratando de respetar las evidencias históricas. Esto es nuevo y sumamente interesante, pero, al mismo tiempo, todas estas nuevas formas de escritura histórica y literaria son profundamente subjetivistas. Los historiadores escriben hermosos libros sobre el pasado, sobre el Holocausto, sobre la Guerra Civil española, a través de la lente de una experiencia individual. Individuos que son, en la mayoría de los casos, padres o abuelos de los autores. Los novelistas hacen lo mismo. Por tanto, su pregunta no es: ¿Qué ocurrió y por qué, quiénes fueron los actores, qué estaba en juego en estas experiencias cruciales del pasado? Su pregunta es más bien: ¿Cómo interroga el pasado mi identidad, quién soy, de dónde vengo? Se trata de un enfoque muy subjetivista de la realidad, de la sociedad, de la historia, del pasado y de la política.
Esto no es un alegato contra los historiadores o los novelistas. No digo que deban escribir de otra manera. Lo que quiero decir es que si los historiadores y los novelistas escriben así es porque algo ha cambiado en nuestra cultura. Creo que se trata de un cambio antropológico introducido por el neoliberalismo. El individualismo domina. Pero para crear nuevas utopías, tenemos que pensar colectivamente. Debemos inscribir nuestra subjetividad –que no sólo es legítima, sino inevitable– en un proyecto y una práctica colectivos. Creo que esto no ha aparecido hasta ahora. Es algo que hay que repensar y reformular también en términos de una nueva relación entre intelectuales y activistas, entre la creación de una teoría crítica, de nuevas formas estéticas y de acción colectiva.
Si le pidiéramos que hiciera una predicción, ¿cuál sería? Sobre la izquierda, sobre los movimientos sociales, sobre las perspectivas de una nueva utopía.
Bueno, quizá porque soy historiador, no hago predicciones. En la mayoría de los casos las predicciones son malas o se contradicen con los acontecimientos. También porque creo que todo es posible. Si tuviera que hacerlo, lo haría en dos partes. El peor de los resultados es posible. Es decir, si no actuamos para detener la catástrofe previsible, lo peor es perfectamente posible. Cuando digo «lo peor», pienso en explosiones relacionadas con desigualdades sociales y económicas insoportables. Estoy pensando en catástrofes ecológicas con todas las consecuencias en términos de destrucción de la naturaleza, migraciones masivas de un continente a otro a causa del cambio climático, etcétera. Esto es perfectamente posible. Es el pesimismo intelectual de Gramsci.
Aun así, bien podría hacer una predicción contraria, que lo peor no ocurrirá sin resistencia. Y estoy seguro de que aparecerán movimientos poderosos –de hecho, ya existen– a escala mundial. Probablemente Europa no será el núcleo de esta resistencia. Y esto es un gran cambio con respecto a lo que ocurría hace un siglo. Hay muchas razones para ello: en primer lugar, por las tendencias demográficas y económicas. La posición de Europa en el mundo global ya no es la de hace uno o dos siglos. Pero habrá movimientos de resistencia. Y estoy seguro de que Europa participará en estos movimientos.
Así pues, no soy ni pesimista ni optimista. Intento ser lúcido. «Pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad» es una fórmula convencional que, en última instancia, no hace más que describir la dialéctica de la historia. La dialéctica de la historia significa que existe una relación dialéctica entre dominación y emancipación. Y el camino de la emancipación es más duro, más difícil que hace un siglo.
¿Por qué es tan difícil construir hoy una nueva utopía? Porque hace un siglo, nuestra antecesora, Rosa Luxemburg, lanzó la consigna «socialismo o barbarie», que era una imagen dialéctica. Era un eslogan que sintetizaba el dilema al que se enfrentaba la humanidad en aquel momento, durante la Primera Guerra Mundial. Entonces, el socialismo venció, se produjeron revoluciones socialistas en muchos países y el socialismo se convirtió finalmente en un rostro de la barbarie. Todavía nos enfrentamos a este dilema, socialismo o barbarie, con la conciencia histórica de que el propio socialismo puede convertirse en un rostro de la barbarie. Así pues, el camino de la emancipación no es una marcha triunfal sino un camino muy difícil. Sin embargo, la historia demuestra que los seres humanos poseen energías suficientes para transitarlo. Así pues, tenemos que estar preparados para luchas difíciles pero posibles.
Jacobinlat. Traducción: Pedro Perucca
Fuente: https://www.lahaine.org/mundo.php/traverso-la-revolucion-es-una