Después del discurso de la vicepresidenta el jueves 17, en el estadio Diego Maradona de La Plata, hubo trascendidos indicativos de que el popular cántico “Si la tocan a Cristina, qué quilombo se va armar” ya no tendría vigencia.
Por cierto, su pérdida de validez parece no estar relacionada con que el Poder Judicial haya desistido de “tocarla” por medio de alguna sentencia condenatoria. Todo lo contrario, transitamos días en los que la causa llamada “Vialidad” está tal vez a días de ser resuelta con una condena a la vice.
Más aún, distintas instancias de “la justicia” y sus valedores políticos de la oposición de derecha están lanzados al reverdecimiento de causas que tuvieron un pasajero ocaso, como la conocida como “Hotesur-Los Laureles”.
La misma que fue sobreseída sin llegar a juicio oral en medio de la gritería escandalizada de muchxs cambiemitas. Una instancia de apelación “corregiría” dentro de poco el “atrevimiento” del tribunal que tomó esa disposición y ordenaría llevar adelante el juicio.
A ese reavivamiento se añadirían algunas “resurrecciones”. El juicio a propósito del memorándum con Iran en torno a la investigación del atentado a AMIA puede ser reabierta en un horizonte temporal muy próximo.
Incluso un proceso cuya fragilidad reconocieron hasta acérrimos partidarios de Juntos por el Cambio, como el de la venta de dólar futuro con pérdidas para el Estado nacional, estaría en la mira de algún tribunal para colocarlo de nuevo en carrera.
Si el hostigamiento judicial que tanto se ha denunciado no sólo no se aminoró sino que se incrementa y acelera a ojos vista ¿Por qué entonces no mantener más alto que nunca la consigna de que una condena o decisiones similares desatarán masivas manifestaciones y todo tipo de acciones de protesta e impugnación hacia el poder judicial? ¿Cuál es la razón, si se hicieron actos masivos ante un hecho de no tanta envergadura, como el alegato de la fiscalía en la misma causa “Vialidad”?
¿Por qué? ¿Para qué?
A primera vista la tentación sería la de descartar por inverosímil los rumores a los que hacíamos referencia al comienzo. O bien la de hablar de una decisión “incomprensible” de CFK y sus partidarios.
Una mirada un tanto más incisiva, o simplemente desconfiada, invita sin embargo a darle crédito a las versiones acerca del propósito de “no agitar las aguas” de sectores afines a quien fuera presidente entre 2007 y 2015. Y pueden encontrarse razones atendibles para su existencia.
Y hacia esto último vamos. Se ha afirmado que el propósito de bajar el tono tendría que ver con “no enrarecer en demasía el clima social”. Ante ese deseo aparente de preservar la siempre invocada “paz social” cabe otro interrogante ¿Por qué razón privilegiar esa preocupación?
Propongamos, a título tentativo, una respuesta: Se desea favorecer todo lo que vaya en línea con la apuesta electoral del Frente de Todos el año próximo. A despecho de quién sea el candidato y cuál la configuración de la alianza que se destine a la ocasión.
Ocurre que hace tiempo que los reverenciados sondeos de opinión pública presentan altos porcentajes afirmativos de hartazgo frente a la demasiado famosa “grieta”. E incluso, con alcance más general, de deseos de que se terminen de una vez por todas “las peleas” de lxs políticxs.
Ello indicaría que las fuerzas políticas que puedan aparecer como contribuyentes a cierta armonía social y a una disminución de la conflictividad política pueden mejorar sus oportunidades electorales.
Y ya es de sobra conocido que la dirigencia política argentina ajusta cada vez menos sus decisiones a la convicción firme de que sean justas (o al menos “convenientes”), para en cambio llevar adelante sólo las que le permitan ajustarse al presunto “humor social”. Salvo, es cierto, que las conveniencias sean la del gran capital, en ese caso, la cosa cambia, puede contravenirse a las encuestas.
El criterio de someterse a la opinión ciudadana podría no ser nocivo, quizás todo lo contrario, si ese “humor” fuera estimado en base a movilizaciones populares en un sentido o en otro, o a pronunciamientos de organizaciones con sustento de masas o un prestigio amplio que las avale.
Nada de eso. La supuesta “opinión pública” es aquella que disponen como tal esos sumos sacerdotes de la mercantilización de la política que son las empresarias y empresarios que lucran con encuestas, focus group, diseño de marketing político, y demás herramientas presuntamente científicas. Presunción puesta en duda, precisamente, por muchos científicos sociales y estudiosos de la política que aspiran al rigor, más que a la ganancia obtenida en el sector del “mercado” intelectual que les tocó en suerte.
2017, sólo pasaron cinco años.
Las conjeturas anteriores reconocen un antecedente que les otorga mayor peso.
Nos referimos a lo ocurrido a fines del año mencionado en el subtítulo, en pleno gobierno de Cambiemos y ante el avance de un proyecto de ajuste del cálculo jubilatorio. Después de concentraciones populares de una masividad infrecuente y choques con las fuerzas represivas que marcaban una fuerte voluntad de confrontación, la mayoría de las organizaciones ligadas al peronismo en general y a CFK en particular decidieron también “bajar el tono”.
“Hay 2019” pasó a ser la consigna en boga. Su aplicación práctica era que no sólo no había que alentar el conflicto social, sino asimismo esforzarse para apaciguarlo allí donde se manifestara. La defensa de los derechos que eran vulnerados por el tan odiado “neoliberalismo”, las luchas para preservar en tanto se pudiese los ingresos y las condiciones de vida de asalariados y pobres pasaron a segunda prioridad, en el mejor de los casos.
Y así se hizo. El denostado “neoliberalismo” llegó a los comicios de 2019 con una relativa tranquilidad, que nadie le auguraba menos de dos años antes.
El pseudorrepublicanismo lo cobró con creces como el “éxito” del primer gobierno “no peronista” posterior a ¡¡1938!! (flagrante falsificación histórica) que llegó a cumplir con su período constitucional.
A esta altura del presente escrito habrá lectores que se dirán: “Ya sabemos, son conveniencias electorales, qué le vamos a hacer”.
Ocurre que tal vez exista en el fondo algo más profundo: El temor a que el tan invocado pueblo tome las calles. Y se sacuda o amague sacudirse la tutela de la dirigencia tradicional.
¿Para qué resolver en un ámbito de movilización en auge, incluso de “lucha de calles”, lo que puede ser objeto de “soluciones” en acuerdos de “cúpulas”, tomadxs entre cuatro paredes?
¿Por qué tomar riesgos de despertar la lucha más temida, la de clases, si se puede apostar a un inocuo e inviable “consensualismo” con los mismos a los que, esta vez con razón, se los apostrofa como enemigos irreconciliables de los intereses del pueblo y la atención a sus necesidades?
El imposible consenso.
No tuerce el camino ni siquiera la reiterada respuesta que da el poder económico, social, cultural y comunicacional a los llamados al “diálogo” que formulan los gobiernos sospechosos de profesar el execrado “populismo”, incluido el argentino: No avenirse a ningún intercambio que no sea en sus propios términos, los del sometimiento a las “indispensables” reformas en contra de los intereses populares.
Por allí laten motivos profundos de este y otros afanes “pacificadores”. Como ocurrió hace poco, cuando se desactivaron con velocidad y empeño las manifestaciones públicas para exigir la investigación del frustrado atentado contra la lideresa del “movimiento”.
Pasados un par de meses, ya tenemos resultados a la vista de esa defección: La sedicente “justicia” dispuso elevar a juicio oral la causa de “los copitos”, cortando por dónde se le ocurrió conveniente la “cadena de responsabilidades”. El veredicto ya está preconfigurado; ninguna instancia del poder empresarial, mediático o político tuvo nada que ver con el atentado.
Obra de “un grupo de loquitos”, Mauricio Macri dixit. La reacción del oficialismo se circunscribió a alguna que otra airada declaración en los medios afines.
No es difícil prever que la inacción frente a los avances judiciales en contra de Fernández de Kirchner tomará un rumbo similar. Los tribunales “tocarán a Cristina” o al menos intentarán hacerlo, en todo lo que les parezca conducir a su desprestigio, para que pierda la próxima elección, si va como candidata. Y eso sólo porque es difícil que cuenten con el tiempo necesario para que quede firme una sentencia que la inhabilite para presentarse.
De no ser CFK la candidata al cargo más elevado, o a ninguno, el aparato comunicacional predominante; los intelectuales del “club político” y la dirigencia “republicana” tendrán que trabajar para hacer extensivo el descrédito a quienes sí se postulen por el “kirchnerismo” y sus aliados. O no, si el presidenciable para la ocasión resultara del paladar de los poderes de hecho.
Las expectativas kirchneristas irán en sentido diferente. El de un “milagro económico” que les permita la continuidad en la casa de gobierno nacional. Y que el triunfo comicial adquiera la contundencia necesaria para disciplinar a unas autoridades judiciales cuya “independencia” es, desde hace demasiado tiempo, un escarnio.
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Mientras tanto, y etimologías aparte, que “democracia” equivalga a “gobierno del pueblo”, se vuelve una burla cada vez más sombría. Ni siquiera puede hablarse de “farsa”, género que suele revestir cierta nobleza aquí ausente.
La única respuesta que puede cambiar el rumbo de un modo significativo es la movilización popular. Que adquiera una fuerza y composición tal que le permita mantener independencia frente al “bicoalicionismo”. El que, mientras graznan sus dos componentes, se coaliga en la práctica para expandir la creencia de que “no hay otra, somos lo que hay”. Movilización que sume la firmeza para no dejarse llevar por la “antipolítica” de derecha.
Ésa, la que “acecha en el umbral” como aquel monstruo de Howard Philip Lovecraft, disfrazándose de “lo nuevo” para traer otra vez lo que en realidad es muy viejo. Y está más relacionado con la última dictadura que con cualquier idea de comer, educar y sanar en democracia.