Fuente: https://tramas.ar/2021/11/30/radiografia-de-una-conmocion-electoral-segunda-parte/
El gobierno tantea un giro conservador que el cristinismo tolera soslayando definiciones. La izquierda logró un inédito protagonismo que la induce a concretar propuestas y clarificar estrategias.
El viraje conservador
Luego del terremoto electoral el gobierno intenta reconstituir su gestión con una nueva red de alianzas. Privilegia a la burocracia sindical y a los gobernadores para concertar una eventual tregua con las “palomas” de la oposición.
Alberto Fernández inauguró ese rumbo en las dos marchas organizadas por la CGT. Los “gordos” recomponen su propio aparato y reintegran a todas las alas para disciplinar las voces disidentes. Han logrado movilizar sus nutridas fuerzas evitando los silbidos del pasado. Y se disponen a renovar el sostén al oficialismo a cambio de prebendas.
La primacía de los gobernadores fue anticipada por la llegada de Juan Manzur al gabinete. El tucumano es un típico heredero del menemismo. Gestiona la administración provincial con favores a las empresas amigas y no logra explicar su engrosado patrimonio personal. Abandonó a Cristina Fernández para sostener a Mauricio Macri en 2015, confrontó con las protestas sociales y rechazó la interrupción legal del embarazo a una niña violada de 11 años. Es un lobbista de los grandes laboratorios, muy afín al Opus Dei.
Con ese sustento Alberto espera manejar una economía sometida a los condicionamientos del FMI. Busca la bendición de Estados Unidos, que demanda un alineamiento en la OEA contra Venezuela y Nicaragua. Las oscilaciones de la política exterior argentina irritan al Departamento de Estado, que también exige más proximidad con Israel y mayores repudios a Hamas. El nuevo embajador Marc Stanley no ahorra declaraciones ofensivas para explicitar ese rumbo.
Hasta ahora Alberto ensaya un acotado giro conservador, que no modifica la ubicación general de su gobierno en el campo de la centroizquierda. Continúa situado en ese casillero del mapa latinoamericano, pero con crecientes deslices hacia la derecha. La peronización del discurso y el sostén de Sergio Berni a la brutalidad policial ilustran esa tendencia.
Pero el escenario imperante dista mucho de los dos contextos derechistas que comandó el justicialismo. Ninguna de las condiciones presentes en la época de Isabel Martínez de Perón o Carlos Menen se verifican en la actualidad. Y por esa razón Alberto combina la reafirmación del statu quo con guiños al progresismo. Designó recientemente a dos figuras de ese espacio (Gabriela Cerruti y Roberto Feletti) para equilibrar la nueva gravitación de los gobernadores y la jerarquía sindical. La reacción del cristinismo es el gran enigma de esta coyuntura.
Los dilemas del kirchnerismo crítico
En el progresismo K impera un inocultable malestar. Esa disconformidad ha sido abiertamente expresada por los exponentes de ese espectro, que tuvieron obturados los canales de la batalla interna en las unificadas listas de las PASO. Ese verticalismo alejó votantes, anestesió a la propia tropa y potenció el descontento de los sectores radicalizados.
Los cuestionamientos salieron a la superficie en el acto del 17 de octubre, que el sector progresista motorizó para transparentar diferencias con el rumbo oficial. El protagonismo de Hebe de Bonafini y la crítica al convenio con el FMI ilustraron esas divergencias.
La Plaza de Mayo fue nuevamente testigo de un choque de los sectores avanzados y retrógrados del peronismo. Esos conflictos han atravesado toda la historia de esa formación política, desde los años de la resistencia hasta la Juventud Peronista, pasando por el propio cristinismo. En la actualidad los progresistas cuestionan las capitulaciones de Alberto.
Luego de la bofetada sufrida en las PASO, el kirchnerismo crítico esperaba una reedición de la contraofensiva que sucedió a la derrota electoral de 2009. En ese momento Cristina reaccionó con la eliminación definitiva de las AFJP, la introducción de la Asignación Universal por Hijo y la recuperación del control estatal de Aerolíneas Argentinas e YPF. Motorizó, además, la ley de medios y el matrimonio igualitario, concitando una simpatía entre la juventud que renovó la militancia y nutrió las filas de La Cámpora.
Un curso equivalente en la coyuntura actual exigiría retomar la investigación de la deuda, reconsiderar las negociaciones con el FMI e introducir un control de los precios, con mayores retenciones a las exportaciones y contundente supervisión estatal del comercio exterior. También requeriría drásticas medidas financieras para contener la presión cambiaria y fuertes modificaciones impositivas para revertir la desigualdad.
Como el gobierno transita por un rumbo opuesto a ese sendero progresista, el kirchnerismo crítico sube el tono de los cuestionamientos. Las divergencias no están restringidas al área económica. También la “transversalidad” que auspiciaba CFK en el 2009 contrasta con la recreación actual del aparato justicialista, en desmedro de los ingredientes alfonsinistas y frepasistas del Frente de Todos.
Por el momento los integrantes de esa coalición procesan sus divergencias dentro del oficialismo. Alberto siempre coquetea con los disidentes y aspira a neutralizarlos con un nuevo menú de cargos. A su vez los críticos miden sus palabras, conforman líneas internas y consensuan las normas de la disputa de 2023.
Todos esperan pacientemente la definición final de Cristina. Sus tensiones con Alberto ratifican la continuidad de dos corrientes diferenciadas. Es un error desconocer esas divergencias o reducirlas a las nimiedades que resalta la prensa derechista (“reyertas palaciegas”, “reacciones de una ‘reina caprichosa’”). Esas simplificaciones eluden evaluar las disyuntivas en juego.
Alberto ocupa en Argentina un lugar semejante a Dilma Rousseff en Brasil y no sólo por su papel relegado frente a la conducción de Cristina (equivalente de Lula). El presidente encabeza una corriente conservadora dentro del progresismo, que hasta ahora no repitió el salto de Lenin Moreno hacia la derecha. Desplegó varios tanteos en esa dirección, pero tiene bloqueada esa mimetización por el propio rechazo que impera en la oposición. A diferencia de la década pasada, la derecha argentina tiene planes, estrategias y varios conductores. No necesita de la mediación de Alberto para encaminar su proyecto presidencial.
Las grandes disyuntivas rodean a CFK. Debe optar entre acompañar el ajuste acordado con el FMI (y debilitar su autoridad) o tomar distancia de esa cirugía (y socavar la gestión actual). Por el momento soslaya definiciones con pronunciamientos epistolares que torean a la oposición, sin esclarecer sus propias propuestas. Seguramente adaptará en forma pragmática esas iniciativas al curso que asuma la crisis.
El novedoso impacto de la izquierda
El gran avance electoral de la izquierda fue un dato subrayado por todos los analistas. Ese logro constituye una gran noticia en un escenario signado por la consolidación de la derecha y la irrupción del bolsonarismo. Los votos del Frente de Izquierda y los Trabajadores-Unidad (FIT-U) aportan un contrapeso a esa adversidad y renuevan las esperanzas de la militancia. En pocos países se observa esa contundente alternativa al auge de fuerzas reaccionarias.
La izquierda logró su mejor performance en una década, se asentó como tercera fuerza nacional, consiguió más del 7 % de los votos y aumentó su presencia en el Congreso. Consolidó la fidelidad de los sufragios anticipados en las rondas provinciales y capturó el descontento de sectores organizados de la clase trabajadora y los movimientos sociales, feministas o ambientalistas. Pudo proyectar esta vez a las urnas su protagonismo en las protestas contra el ajuste.
El logro electoral de la izquierda fue muy significativo en el conurbano bonaerense. Por primera vez conquistó una voz relevante entre los concejales de los distritos históricos del peronismo. Más impactante fue también el 25 % conseguido en Jujuy. Allí superó ampliamente el porcentual de Mendoza que hace diez años indujo a la formación del FIT. Los guarismos en otras provincias fueron igualmente llamativos (8% en Chubut, 8% en Santa Cruz, 5% en Misiones, 5% en La Pampa).
En muchas zonas del interior la izquierda es receptora de todos los votos del progresismo, frente al mimetismo del PJ con la Unión Cívica Radical, Juntos por el Cambio y los partidos provinciales. Las singularidades nacionales del kirchnerismo tienden a diluirse en las localidades dominadas por caudillos zonales, que comparten negocios y adscripciones con sus socios de otros colores políticos.
Alberto y Cristina han apoyado a numerosos exponentes de ese regresivo espectro, dejando el terreno abierto para visualizar a la izquierda como la única alternativa al opresivo dominio de las elites provinciales. En Jujuy, Morales gobierna con el PJ que abandonó a Milagro Sala. En Entre Ríos, el oficialismo apuntaló la campaña destructiva de los Etchevehere contra las cooperativas agrarias. Esa secuencia de compromisos reaccionarios impera en el grueso del interior.
La izquierda ha incorporado además nuevos líderes como el jujeño AlejandroVilca, que combinan militancia juvenil, ascendencia indígena, pertenencia popular y familiaridad con la dura realidad del empobrecimiento. Es la misma fisonomía del nuevo liderazgo popular que emerge en Perú, Bolivia o Brasil.
En la ciudad de Buenos Aires la izquierda consiguió colocar una diputada, después de dos décadas de infructuosos intentos. La figura de Myriam Bregman atrajo a muchos votantes progresistas, disgustados con la timidez del kirchnerismo frente a la derecha.
La gravitación del FIT-U es otro dato distintivo del escenario actual, en comparación al contexto de contraofensiva que lideró Cristina en 2009. La izquierda superó la irrelevancia y las divisiones de ese momento, pero afronta ahora responsabilidades políticas de mayor complejidad.
Los interrogantes pendientes
El perfil trotskista es un rasgo peculiar de la izquierda predominante en Argentina. El FIT-U reúne a cuatro partidos de esa adscripción y está circunvalado por otras dos formaciones del mismo tipo. Bajo un paraguas común coexisten distintas tradiciones de una matriz ideológica que ya acumula siete décadas de historia.
Las vertientes que privilegian la militancia en los sindicatos tradicionales, conviven con las corrientes que lograron una gran inserción en los movimientos sociales. Las variantes abiertas a la renovación teórica cohabitan con los partidarios de razonamientos más convencionales.
Esa preeminencia del trotskismo no anula la enorme incidencia de otras tradiciones de la izquierda, que hasta ahora no tienen cabida en el FIT-U. La ampliación de ese frente será un tema clave, si su crecimiento plantea desafíos de mayor calibre. No es lo mismo disputar la calle, la dirección de sindicato o un mayor número de legisladores, que dirimir una intendencia o una gobernación. Esa eventualidad exige cohesionar previamente una estrategia de poder, que traduzca la repetida convocatoria al gobierno de los trabajadores en un curso efectivo para alcanzar esa meta.
Muchos dirigentes del FIT-U vislumbran un desplome próximo del peronismo, que desembocaría en una oleada de adhesiones a los ideales del socialismo. Con esa óptica han leído el resultado de las últimas elecciones, observando una gran erosión en el fervor justicialista del pasado. El acierto de esa constatación no se extiende sin embargo a su novedad.
El peronismo atravesó incontables momentos de retroceso, que no impidieron su reconstitución posterior. Ha logrado una supervivencia que lo distingue de sus pares de la región (varguismo, APRA, cardenismo). Además, sus modalidades reaccionarias (isabelismo, menemismo) fueron reiteradamente contrapesadas por opciones progresistas (socialismo nacional, camporismo, kirchnerismo). Esa trayectoria indica que el peronismo afronta nuevamente una gran crisis, pero no necesariamente el derrumbe terminal que tantas veces se ha presagiado.
El registro de esa complejidad induce a buscar políticas activas de crecimiento de la izquierda, sin esperar el indefectible colapso del adversario. Sólo en la maduración de esas experiencias podría consumarse el ansiado viraje popular del nacionalismo hacia el socialismo. Ese giro estuvo a la orden del día sin fructificar en varias ocasiones del pasado (la resistencia, años 70, debut del alfonsinismo, declive del menemismo).
Tampoco el colapso del Estado en escenarios de catástrofe social y gran revuelta popular conducirían de por sí a la esperada mutación hacia la izquierda. Los dos antecedentes más recientes de ese desmoronamiento (1989 y 2001) no suscitaron ese viraje. La simple gestación de una “situación prerrevolucionaria” no es sinónimo de adhesión al socialismo.
La dinámica concreta de la radicalización política rehúye los cursos preestablecidos. A lo sumo se puede prefigurar tentativamente ese rumbo evaluando experiencias internacionales. El gran modelo de referencia del trotskismo -la revolución bolchevique de 1917- carga con el doble problema de la distancia temporal y su propia frustración posterior. Ningún logro de esa extraordinaria epopeya ofrece elementos de actualidad o familiaridad con las disyuntivas de Argentina.
Las conexiones con un proyecto transformador pueden ser exploradas en procesos más recientes. Un ejemplo son las conquistas logradas en Cuba (educación, salud, control de la delincuencia) en un escenario de indescriptible adversidad. Otro precedente es el crecimiento con redistribución del ingreso que consiguió Bolivia en la década pasada, mediante el control estatal de la renta. También podría tomarse en cuenta la forma en que la ausencia de financiarización y neoliberalismo contribuyó al extraordinario crecimiento contemporáneo de China.
La tercera fuerza política del país no podrá acrecentar su credibilidad, soslayando evaluaciones de esta índole. Las evasivas, las convocatorias a la imaginación y las alusiones a episodios libertadores del siglo XIX, no resuelven los interrogantes que actualmente afronta el país.
Otro enigma del mismo alcance rodea al camino que correspondería transitar para alcanzar el poder político. Esa meta es la llave maestra de cualquier transformación social. Para consumarla el sendero revolucionario de los soviets es una opción abierta, pero tan imprevisible como carente de antecedentes recientes.
Un curso más imaginable ofrece, en cambio, la conocida distinción entre la obtención del gobierno y la conquista del poder. Esa secuencia incluye un amplio abanico de trayectorias posibles para el proyecto de la izquierda. Evaluar esas opciones induciría a concebir alianzas que por el momento no figuran en la agenda del FIT-U.
Más urgencia tiene el replanteo del voto en blanco en la segunda vuelta de los comicios presidenciales. Los vertiginosos sucesos de América Latina aceleran esa definición y el inminente balotaje en Chile impone un pronunciamiento ¿Es lo mismo el fascista José Antonio Kast que el socialdemócrata Gabriel Boric? ¿Son equivalentes las consecuencias de la victoria de uno u otro? ¿Cuál es la postura del FIT-U frente a esa decisiva elección?
La izquierda exhibe el contundente mérito de la firmeza frente al mayor problema del país. Rechaza sin ningún titubeo el acuerdo con el FMI y convoca a la resistencia activa en las calles. A partir de ese acierto debe abordar los grandes problemas que definirán su futuro.
Claudio Katz