- Revista Intersecciones, 8 abril, 2020
El virus ingresó a paso sostenido en los países del capitalismo “normal” (como lo llamaban algunos de sus apologetas) del occidente europeo. Y sorprendió que las supuestas fortalezas para proteger a sus ciudadanos de aquel otrora estado benefactor resultaron muy frágiles. Tal vez algo parecido habrán sentido muchos ciudadanos europeos al ver avanzar el nazismo sin más resistencia que la de los maquis y partisanos. Allí el virus invadió, penetró y no hubo trincheras ni casamatas. Tampoco Estado ni política.
Los diarios comenzaron a informar que el sistema de salud estaba devastado, desfinanciado, que los medicamentos – producto de las relocalizaciones de las empresas buscando ganancia– estaban en zonas lejanas, que los laboratorios realizaban investigaciones en cuestiones de cura pero no preventivas porque eran menos rentables, que el tráfico incesante del turismo (ese eje consumista como una de las salidas del 2007/2008) aceleraba la infección, que a los trabajadores (médicos y enfermeros a la vanguardia) se les venían postergando sus salarios, etc. En definitiva, que la propia maquinaria burocrática del Estado estaba “achicada” y envejecida para atender ese tipo de problemas ya que su resolución era responsabilidad de cada individuo acorde “a su propia capacidad” (medicina prepagas, escuelas pagas, entre otros). Y nada era desde ayer: todo venía de ese largo proceso de reconversión del sistema capitalista post crisis 68/73 y que en su momento se denominó posfodismo
Así, en medio de cadáveres insepultos, se volvió a hablar de manera sostenida de la tercera dimensión de derechos – llamados sociales – que debía garantizar el Estado.
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