Correa, el paro y la política

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Agustín Lewit

El ascenso al gobierno de fuerzas progresistas en la región en la última década y media implicó una serie de novedades de múltiples órdenes en los distintos escenarios políticos sudamericanos.

La transformación de la correlación de fuerzas producto de esa irrupción (variable, según la intensidad de los distintos procesos) dio lugar a situaciones inéditas en el paisaje político regional. La más evidente: el poder económico se vio parcialmente desplazado de los principales órganos de decisión política, lo que dio lugar a numerosas y variadas estrategias de desestabilización orientadas a recomponer el antiguo orden.

Aparecieron allí golpes de mercado, intentos de levantamientos de fuerzas armadas, un persistente hostigamiento mediático, como así también una inédita presencia de la derecha en las calles, acciones todas orientadas a un mismo fin: castigar “la osadía” de los flamantes gobiernos.

Sin embargo, para sorpresa de muchos, la presión hacia los gobiernos posneoliberales vino también por el lado de sectores sociales que, en principio, y a la luz del carácter transformador de los procesos políticos en curso, se podrían inscribir a priori como adherentes naturales de los mismos. En efecto, indígenas, sindicatos y ambientalistas, entre otros, se han levantado, en diferentes lugares y a lo largo de estos años, contra estos nuevos gobiernos, reclamando mayor profundización de los procesos, o bien, desde posiciones más intransigentes, denunciando el “falso progresismo” de los mismos.

Si la derecha golpea por un exceso de voluntad transformadora, estos sectores se levantan bajo la denuncia de todo aquello que — prometido o no — no se hizo.

El escenario genérico descripto hasta aquí se materializa de forma evidente por estos días en Ecuador. Es cierto que, al igual que sucede en otros países del cono Sur, la escena política ecuatoriana viene agitada hace varios años. Sin embargo, fue durante las últimas semanas donde esa agitación se acrecentó a partir de la presión ejercida desde dos sectores distintos. Por un lado, la derecha política que, aprovechando la atolondrada y desprolija forma con la que el Gobierno presentó dos interesantes proyectos que buscaban una distribución impositiva más democrática (la Ley de Herencia y la Ley de Plusvalía) dio rienda suelta a sus ansias desestabilizadoras y mostró una respetable capacidad de choque, al punto de que finalmente Correa decidió dar marcha atrás (al menos momentáneamente) con ambas leyes.

Si bien ninguno de los referentes conservadores (ni Mauricio Rodas, alcalde de Quito; ni Jaime Nebot, alcalde de Guayaquil; ni tampoco Guillermo Lasso, histórico político conservador) han logrado afianzarse en el plano nacional, hay que decir que sí han mostrado, más que nunca desde 2007, un poder para limitar y bloquear la gestión correísta, entre otras cosas, a partir de la decisión de fraguar una alianza a principios de año.

Pero allí no acaban los problemas para el Gobierno. En paralelo a ese previsible aumento de la resistencia conservadora, el prolongado enfrentamiento que la gestión de Correa mantiene con algunas organizaciones indígenas y ciertos sectores sindicales (que se remonta a la sanción de la nueva Constitución en 2008) está atravesando por uno de sus momentos de mayor algidez, al punto de que el Frente Unitario de los Trabajadores (FUT) y la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) decretaron el primer paro nacional desde que Alianza País ocupa la presidencia.

Ahora bien, incluso cuando sea parcialmente cierto el argumento oficial de que el paro carece de fundamentos legítimos, es evidente también que la medida denota cierta preocupante desconexión del oficialismo con importantes sectores sociales. Un lujo que, en función de la virulencia de los sectores conservadores, y de la inexorable base social que todo proyecto transformador necesita, Correa hoy no se debe dar.

Gobernar, entre otras cosas, supone saber administrar los conflictos, algo sobre lo cual los gobiernos de la “nueva época regional” han avanzado y mucho. Pero no menos cierto es que, así como los antagonismos son inherentes al universo político, también son imprescindibles las instancias de diálogo y consenso, aun cuando ello implique realizar algunas concesiones.

La política no es — solamente — una batalla moral. Lo que, dicho de otro modo, supone de vez en cuando abandonar los purismos y meterse en el terreno barroso de las negociaciones. Eso es lo que debe empezar a asumir Correa: hay que pelear, sí, pero eligiendo bien al contrincante y siendo astutos para no fomentar enemigos innecesarios. Campesinos, indígenas y trabajadores deben sentirse parte del proyecto que está transformando al Ecuador de manera inédita. Si eso no sucede aún, no queda otra que provocarlo. ¿Cómo? Con política, claro.

El autor es colaborador de TeleSur. Politólogo y miembro del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica


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